“¿Son mis nervios o se oyen demasiadas sirenas?”, escribí anoche en Twitter, de algún modo esperando que nadie respondiera. Durante varios años viví en Polanco, a unas pocas cuadras de la sede nacional de la Cruz Roja, y todavía recuerdo el ulular siniestro que siguió al terremoto del ‘85. Me queda de esos tiempos la manía de medir el volumen de las tragedias según el número de sirenas que escucho. Entrada la mañana, había ya olvidado la tuiteada pregunta cuando encontré decenas de respuestas. La mayor parte de ellas se sumaba a mi oscura percepción. ¿Son nuestros nervios, pues, o es el horror que ronda a toda hora?
Vivimos en las faldas de una montaña con ínfulas de bosque cuyo curioso nombre –Desierto de los Leones– en nada ayuda a describir nuestro hábitat, libre hasta hoy de dunas y felinos mayores. A veces, por la noche, mi correclusa y yo subimos a la terraza a contemplar las luces de la ciudad, y es como si estuviéramos en otra parte. O, más exactamente, cual si cuanto sucede por allá nos fuera tan lejano como ajeno. Es decir que si acá se escuchan más sirenas de lo habitual, me estruja imaginar el pandemonio que será Polanco. ¿Y qué otro mensajero le queda al confinado, fuera de su imaginación calenturienta?
No es que le crea mucho a mi fantasía, pero aún menos crédito me merecen las cifras oficiales, donde cabe temer que el cálculo político pese más que el escrúpulo científico. Vuelvo, pues, a los ruidos circundantes, y de pronto no son ya las sirenas, sino el hondo silencio que en los últimos días ha caído sobre las casas vecinas, como un cielo de súbito encapotado, el indicio que llama a negras suspicacias. De nuevo, no sabemos más que lo que oímos o dejamos de oír, y es el caso de esta perturbadora paz, el callado estallido que de un día para otro nos rodea. ¿Dónde están esos hip-hops, cumbias y rocanroles que tanto nos hacían repelar? ¿Qué aflicciones funestas se agazapan detrás de este sosiego extraño y ominoso?
Los días pasan lento, pero se van muy rápido. Hace ya dos semanas, tal como consta en estas mismas páginas, que de una y otra casa —atrás, barranca abajo— brotaba una alegría en tal modo festiva y tumultaria que daba escalofríos. Es probable que varios de los ahí presentes mirasen hacia el resto de la ciudad con el mismo engañoso desapego que nosotros al contemplar sus luces, porque incluso en mitad del cataclismo tiende uno a dar por hecho que éste no cruzará las puertas de su casa. “¿Por qué a mí?”, clamará, llegado el caso, como si el infortunio fuera zona VIP.
Entre tumulto y túmulo apenas hay distancia en estos días. ¿Sabes, Cuarentenario? Supe desde el principio que llegaríamos a estas profundidades, tal como pude intuir —como cualquier mortal interesado en dilatar la extinción de la especie— que las fiestas de atrás terminarían mal. “Ojalá me equivoque”, dice uno cuando teme ver venir un escenario tétrico e inminente. No se figuran los vecinos de atrás cuánta falta nos hacen hoy sus hip-hops.
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