Regresa la escritora Clara Sánchez con la esperada continuación de Lo que esconde tu nombre (Premio Nadal 2010). Aquí puedes leer las primeras páginas de Cuando llega la luz.
Prólogo
Nació a las once y media y desde el primer momento me costó un trabajo enorme separarme de él. Me quedaba embobada contemplándole, fascinada. Era un milagro. Su piel sonrosada y sus ojos entrecerrados concentraban el poder de todos los poderes misteriosos.
Le puse de nombre Julián, que, con el paso de los días, entre unos y otros fueron convirtiendo en Janín. Y nunca les expliqué ni a Santi ni a mi familia el porqué de ese nombre. No habrían comprendido que un hombre que podría ser mi abuelo, recién llegado a mi vida, tuviese más influencia en mí que cualquiera de ellos. Yo tampoco lo comprendía del todo. Las uniones fuertes están reservadas al amor o a la familia, no a un desconocido de ochenta años con quien no has compartido antes nada.
Santi me decía que mi vida en Dianium me había dado la vuelta como a un calcetín. Y era verdad, ahora solo quería criar a Janín, ganar dinero para él, y no me preocupaba si me aburría o no, si esto es lo que deseaba o no. Ni siquiera lo pensaba. Había nacido en mí el afán de proteger lo que tenía. Si de algo me había dado cuenta en Dianium es de lo fácil que es que te roben el alma poco a poco, sin que te enteres. Había dejado de ver la vida desde el lado de los deseos imposibles, incluso de los posibles. Frente a la muerte, lo digo con el corazón en la mano a quien quiera escucharme, los deseos dejan de tener la más mínima importancia.
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Un pasado envenenado
Junio de 2006
Sandra
Desde que regresé de Dianium hace más de un año, he soñado muchas veces con Alberto, con esa clase de sueño del adiós, igual que cuando soñaba con el colegio o con una casa donde vivíamos cuando yo era pequeña y que repiqueteaba en mi memoria con su pasillo laberíntico y la luz cegadoramente blanca de la cocina.
Antes de Alberto, nunca creí que existiese algo más que lo que había entre Santi —el padre de mi hijo— y yo, y no porque fuese ideal o maravilloso, sino porque me era difícil imaginar lo que no tenía. El nuestro era un amor normal. Y hacíamos buena pareja: él era tres años mayor que yo, tenía contrato fijo (era uno de los pocos expertos en un programa informático con el que podía trabajar desde casa si quería) y un piso viejo en el centro que había heredado. Cuando me quedé en paro no tuve de qué preocuparme: viviríamos juntos y me dedicaría a hacer algún curso de formación. Al anunciarle que estaba embarazada se alegró mucho y dijo que lo suyo era que nos casáramos y formásemos una familia. Pero cuando comprendió lo mucho que ese posible futuro me agobiaba dejó de mencionarlo. Pasamos juntos cuatro meses y, aunque no sabía lo que me faltaba puesto que nunca lo había tenido, un día vi besarse en un vagón del metro a una pareja de una forma que me sobrecogió. Sentí ganas de llorar, un grito profundo en el alma. Supe con una certeza aguda, como si me clavaran un cuchillo de luz en el cerebro, que si no tenía ese beso no quería ninguno. No quería un amor normal.
Fue entonces cuando decidí pedirle prestada a mi hermana la casita de la playa e irme a pasar unos meses a Dianium. Y allí estaba él, Alberto, metido en uno de los asuntos más feos y peligrosos que yo hubiera podido sospechar nunca: la Hermandad, un grupo de antiguos nazis y neonazis refugiados en el esplendor de la Costa Blanca. Él era uno de ellos y, sin embargo, me ayudó. Me salvó. Me sacó casi en brazos de Villa Sol, un lugar que primero fue hermoso y luego terrorífico. Y un día, un atardecer fresco, durante uno de los pocos momentos en que estuvimos solos, mientras caminábamos por la playa, sentí sus labios finos y suaves en los míos, mordiéndolos. Noté su lengua sedosa en mi boca como un poco de mar, entrando y saliendo como las olas. Su cuerpo cerca, muy cerca. Así que eso era. Así que ya no había duda sobre lo que quería. Todo estaba en aquel cuerpo delgado y en aquel pelo castaño, tan endeble que podría arrancárselo una simple brisa. Estaba en su camisa arrugada y remangada hasta el codo, y en su forma de esperar los acontecimientos con un pie apoyado en la pared mientras lanzaba el humo del pitillo hacia arriba formando pequeñas nubes de tormenta. Estaba en sus ojos, resbaladizos como una anguila. Y me gustaría contarle a alguien a quien le interese de verdad que desde aquella vez con Alberto ya nunca me he sentido sola, aunque no haya vuelto a verle ni a tener noticias suyas.
Julián
Desde el castillo de Dianium puede verse el puerto de pescadores, con barcas, veleros, algunos yates espectaculares y un ferry que hace diariamente el trayecto de ida y vuelta a la isla de Ibiza. También hay una magnífica panorámica desde el monte, cuya flora los ecologistas tratan desesperadamente de proteger.
Y más al interior, a unos diez kilómetros del casco urbano, entre olivos, jaras, pinos y viñedos, se encuentra la Residencia de la Tercera Edad Tres Olivos, donde vivo desde hace más de un año. En primavera florecen los almendros, soltando un color rosáceo que nos envuelve a todos en una especie de ensueño, como si ya hubiésemos pasado a mejor vida.
Nada más llegar logré instalarme en la misma habitación en que pasó sus últimos años mi gran amigo Salva. Antes de morir me envió a Buenos Aires una carta pidiéndome que fuera a verle a España. Desgraciadamente, cuando llegué él ya había muerto. Pero me dejó una herencia envenenada: descubrirle al mundo la Hermandad, una organización nazi escondida en Dianium, que logré desarticular con la ayuda fortuita de Sandra, una chica embarazada de cinco meses, a la que puse en verdadero peligro y a la que nunca he pedido perdón. Tampoco le he dado las gracias por el indescriptible placer que siento al haber obligado a los líderes de esta macabra banda a ocultarse de nuevo, con lo que eso supone a nuestra edad, la de ellos y la mía, que no baja de los ochenta años.
Dos de los más importantes eran Fredrik y Karin Christensen. Vivían en la zona del Tosalet, en un chalet muy hermoso construido en los cincuenta, cuya placa con el nombre de Villa Sol siempre brillaba, tanto con la luz como con la lluvia. En su juventud Fredrik perteneció a las Waffen-SS y fue condecorado por el mismo Führer gracias a méritos terribles. Se casó con Karin, una alegre joven rubia afiliada al partido nazi, a la que la vejez afeó y la artrosis retorció como un árbol podrido. Tras la guerra se escondieron bajo el dorado sol de Dianium, hasta que Salva primero y yo después los descubrimos y tuvieron que salir por piernas.
La última vez que me encontré con Fred, sentado en una silla de hierro forjado del espléndido jardín de Villa Sol, le costó un triunfo levantar su enorme armazón de huesos. Disimuló como pudo, pero yo sé bien lo que es estar hecho polvo.
No les dio tiempo de llevarse los muebles ni la ropa, y cuando pasé por la villa a los ocho días de mi denuncia se notaba la huida rápida en todos los detalles: toallas tiradas por el césped, un enorme zapato de jugar al golf de Fred flotando entre las hojas en el agua de la piscina, alguna ventana abierta y, junto a los rosales, un vestido rojo de Karin convertido en un trapo lleno de polvo. El cenador, donde tantas veladas habían pasado con sus compañeros de antiguas correrías, parecía abandonado desde hacía siglos. Desde fuera de las cristaleras del salón se vislumbraba en el interior una mesa camilla con dos tazas de borde dorado y una tetera de un colorido muy agradable a la vista. Puede que les avisaran por la tarde, durante o después del té, de que había que salir con urgencia. Seguramente vendrían a recogerles en un coche, cargarían lo más imprescindible y se los llevarían Dios sabe dónde, probablemente a otro pueblo lleno de turistas jubilados. Pero por muy parecido que sea ese lugar, tener que adaptarse a un nuevo rincón, no sentirse seguros como antes, ha debido de machacarlos, cosa que me produce un enorme regocijo.
La villa estuvo vacía unos meses hasta que la Hermandad se ocupó de ella y encargó a una inmobiliaria que la alquilase. Cuántas veces he pensado en los desconocidos que beberán en los mismos vasos que esos dos criminales, se sentarán en la misma taza de váter y alguno de ellos, quizá uno de los hijos, dormirá en el cuarto donde Sandra estuvo secuestrada, enferma y al borde de la muerte. Puede que alguna noche el nuevo inquilino tenga una pesadilla terrible y no sepa por qué, y que a veces se despierte con un sudor frío y angustia y lo achaque al maldito calor.
Sin embargo, la mansión de la otra pareja de nazis, Otto y Alice, ha permanecido cerrada a cal y canto, sostenida por esas ostentosas columnas dóricas a punto de desconcharse. Como si aún soñasen con volver allí, como si aún creyesen que tienen una segunda oportunidad. No me extrañaría que todavía se conservaran objetos de valor entre sus cuantiosas paredes: cuadros, muebles, tapices, lámparas, espejos, y que se los fuesen llevando poco a poco por la noche. Por mucho que peligre su vida, cualquiera que haya conocido a Alice sabe que su codicia no tiene límites y que es casi impensable que deje atrás lo que ha robado. Si pudiera, se lo llevaría con ella al infierno.
Otto era un tipo excéntrico y bravucón. Ser nazi lo llenaba de orgullo. Y los demás podían contemplar ese orgullo de sí mismo que le proporcionaba ser nazi en su mirada, exaltada como si acabara de pelearse bebido. Le acompañaban el vozarrón y la estatura, el envalentonamiento vidrioso de los ojos y, en su juventud, el uniforme. Una de sus hazañas más sonadas fue la de rescatar al Duce con una avioneta en el mismo centro de Milán. Necesitaba ser un héroe para los suyos desde que, de joven, le cruzaron la cara de un sablazo en un duelo y le dejaron una cicatriz, que exhibía con su permanente orgullo. ¿No se le ocurriría pensar que era un tonto? Lo creía todo el mundo, empezando por su mujer —la retorcida Alice—, siguiendo por Fred y Karin, que lo consideraban el chico de los recados de Alice, y terminando por el Carnicero de Mauthausen, para quien los que no habían traspasado la raya de la suprema crueldad eran unos inútiles y no merecían su respeto. Lo creía todo el mundo menos el propio Otto y algún que otro despistado.
Para mi sorpresa, al mismo tiempo que yo ingresaron en Tres Olivos dos nazis: una mujer llamada Elfe, con graves problemas de alcohol, y mi objetivo, el motivo de que no me salte ninguna pastilla y me cuide: el monstruo número uno, al que toda la pandilla venera. El Carnicero de Mauthausen. Desde el momento en que lo vi entrar por la puerta de la residencia, me he dedicado a tratar de amargarle la vida, desquiciarlo y convencerle de que, debido a su avanzada edad, está perdiendo la razón y de que no es nadie especial, sino un simple mortal que con más frecuencia de lo deseable se mea en los pantalones.
Le visitan a diario dos cachorros de la Hermandad que han decidido permanecer en sus puestos: Frida y Martín, junto con otras nuevas incorporaciones. Al otro chico, Alberto, de quien Sandra se enamoró, a mi parecer exageradamente, lo mataron después de marcharse ella de Dianium. Y me apena mucho que Sandra llegue a enterarse. Si se me concediera algún poder sobrenatural, solo uno, lo emplearía en hacerlo resucitar para que ella estuviera contenta allí donde se encuentre. Porque muchas veces me he preguntado si habrá logrado ser feliz.
Sandra
A veces creo que no fue real, que si buscase Dianium en el mapa me daría cuenta de que solo existió para mí.
Hace ya un año y medio tuve que abandonarlo precipitadamente. Tuve que huir hacia Madrid a las seis de la mañana, en la parte trasera de un autobús, mientras veía los primeros rayos de sol lanzándose sobre los árboles, los riscos y algún tejado solitario. En un restaurante de carretera donde hicimos una parada, compré una botella de agua y en el lavabo me asusté de lo pálida que estaba. A veces no era consciente de mi estado y de que en mi cuerpo había alguien más con sus propias necesidades.
No quería dormirme hasta que se hiciera completamente de día y se fueran desvaneciendo los ojos de águila de Fred, fijos en mi barriga como si tratara de hipnotizar a mi hijo, y los dedos deformes de Karin al rozarme. Hasta dejar de ver la mirada llena de ansiedad de Julián diciéndome adiós, y su cuerpo flaco, que convertía su ropa en tres tallas más grande de lo que era. Quizá no volvería a ver más a Julián, pero en ese momento escapar estaba antes que cualquier buen sentimiento.
Nada más conocerlo, me inspiró confianza. Fue al poco de llegar a Dianium. Lo descubrí frente a la casita de la playa, con treinta y cinco grados que la humedad elevaba a cuarenta, y me dio la impresión de que iba a des mayarse. Tendría unos ochenta años. Le ofrecí un vaso de agua. Él se quitó un sombrero imitación panamá, de los que venden en los puestos del paseo Marítimo, por caballerosidad hacia mí, y se limpió la cara empapada de sudor con un pañuelo blanco de tela. Nunca le vería usar pañuelos de papel, ni por supuesto limpiarse con la manga de la chaqueta. Por mucho calor que hiciera no se separaba de esa chaqueta azul claro, porque en los bolsillos llevaba la cartera, las pastillas para el corazón, el azúcar, la tensión y quién sabe cuántas más; también un cuaderno de notas, porque ya no se fiaba de su memoria, las gafas de cerca, las de sol y una foto de su mujer, Raquel. Lo repartía todo con mucho cuidado para equilibrar el peso. Y durante unos días también llevó un recorte de periódico con la foto de Fredrik y Karin Christensen en la que se demostraba su verdadera identidad, y ya no hubo vuelta atrás para mí. Pasé al otro lado de la foto, al lado terrible que habría preferido no conocer. Antes de todo esto yo nunca había sospechado de unos ojos amigables ni de una sonrisa bonachona. Algunos dicen que todas las personas que llegan a nuestra vida son necesarias. Unos desempeñan el papel de malos, otros de pirados, otros de generosos, otros de héroes o de cobardes. Según esta teoría, de todos aprendemos algo, y solo por eso hay que suponerles alguna virtud, pero eso lo dicen porque no han conocido a la Hermandad.
La verdad es que, según pasaban los meses, me acordaba más de Julián y me preguntaba qué sería de él. Tenía la sensación de haberle abandonado. Si me viera ahora, vestida con camisas planchadas, chaquetas entalladas y zapatos de tacón, maquillada y levantándome a las siete de la mañana, no se lo creería.
Julián
Siempre la misma canción. Me quedo dormido viendo la televisión en la sala contigua al comedor después de cenar y a las cuatro de la mañana me despierto completamente despejado. Cuando era joven y fumaba, me encendía un pitillo en la terraza, le daba unas cuantas caladas y volvía a la cama. El calor de Raquel —mi compañera durante treinta años— acababa adormeciéndome, su olor me daba seguridad, la oscuridad quedaba fuera, cerraba los ojos y me dejaba llevar por nuestras respiraciones. Un baile lento, rítmico, entre una pesadilla y otra, y a veces algún dulce sueño me sobresaltaba más que las propias pesadillas, como si no estuviera destinado a mí. Me despertaba definitivamente a las siete. Pero ahora no tenía a Raquel y además debía arreglármelas sin fumar. Leía hasta que me escocían los ojos, poco rato. También me quedaba mirando al techo o la puerta del armario como si dentro del yeso y la madera estuviera escondido el espíritu de Salva. Me habría gustado creer en espíritus y pensar que el suyo permanecía en esta habitación, acompañándome y señalándome a su manera algo en lo que debería fijarme, algo en lo que aún no había caído. Sentía que me gritaba desde montañas muy altas y muy lejanas que aún no lo había descubierto todo, y sentía que yo estaba muy torpe y que tenía telarañas en los ojos y en el cerebro, y que quizá solo había visto la punta del iceberg.
Desde que tengo tanto tiempo para pensar bajo las palmeras del jardín y entre el zumbido de los insectos, he empezado a preguntarme por qué Salva no denunció directamente él a la Hermandad. Era fácil dar sus nombres y direcciones como hice yo. En cambio, me obligó a descubrir algo que él ya había descubierto. ¿O quería mi ayuda para que fuésemos más allá?
Sandra
Creía que el comienzo de mi nueva vida en Madrid iba a ser tortuoso y lleno de piedras, pero no fue para tanto. Empecé a darme cuenta de que quizá antes de verle las orejas al lobo en Dianium no apreciaba lo que la gente hacía por mí. Mi hermana alquiló un local en un centro comercial y me propuso ser su socia, aunque era ella quien ponía el dinero. Me entusiasmaba decorar el escaparate con algunas prendas de ropa, bisutería y también un par de accesorios como cinturones o bolsos. Trataba de que fuese un reflejo de lo mejorcito que podía encontrarse en el interior. En el fondo el escaparate es como cualquiera que se arregla para salir, y mi escaparate día a día iba teniendo menos que ver con la antigua Sandra del mechón rojo y los piercings. No paraba en toda la jornada: abrir cajas, devolver mercancía, repasar facturas… En otros tiempos habría pensado que era un auténtico rollo y me deprimiría imaginarme envejeciendo entre los collares, los pañuelos y las blusas colgadas entre estas cuatro paredes.
Ahora todo había cambiado, y daba gracias por tener tanto trabajo y no poder regodearme en Alberto, pensamiento que me ponía muy triste. Además, tuve la suerte de encontrar un pequeño apartamento cerca de la tienda y de un jardín de infancia, cuya hipoteca mis padres me ayudaban a pagar gustosamente porque ahora tenía un hijo, un trabajo, lo que ellos llamaban sentar la cabeza. Aunque la guinda de mi vida, o, mejor, de la suya, consistiría en que yo tuviese un marido, a ser posible Santi, el padre de mi hijo. De todos modos, trataban de contentarse y de no insistir en este punto por miedo a despertar a la antigua Sandra del mechón rojo, la descontenta, la que no paraba en ningún sitio, y que ella lo mandase todo al garete. Era normal, para ellos había pasado un año y medio de mi huida hacia delante. Para mí un siglo. Ellos continuaban igual y yo había envejecido. En el fondo me enternecía que se creyeran responsables de mí cada vez que la pifiaba. Y esperaba que nunca abriesen del todo los ojos.
Me distrajo mucho elegir los muebles del piso: un sofá, la mesita del salón, una estantería, mi cama. Santi me ayudó a empapelar el cuarto del niño y le pegó estrellas en el techo que cuando se apagaba la luz iluminaban el suelo y las paredes como si el cielo estuviera en todas partes. Mi hermana sacó del trastero la cuna de sus hijos, que solo necesitaba una mano de barniz, y mis padres me regalaron una sillita Jané último modelo junto con una bolsa acolchada de ositos morados para colgarla del respaldo y llevar ahí los biberones y pañales. Era muy agradable que todos se preocuparan por el bienestar de mi hijo. Antes de nacer tenía toda la ropa que necesitaría hasta que cumpliese un año y juguetes de goma para cuando empezaran a salirle los dientes.
Estaba tan ocupada que no me di cuenta de que el día señalado tendría que llegar. Y el doce de febrero de 2005, a eso de las cuatro de la mañana, me levanté para ir al baño y noté un líquido resbalándome por las piernas. No me pareció que estuviera rompiendo aguas sino otra cosa, quizá el niño no venía bien. Se me empaparon las zapatillas de sangre y me siguió un reguero hasta el teléfono. No quería despertar a mis padres ni a mi hermana, muy dados a las tragedias de madrugada, y llamé a Santi, con todo lo que eso suponía de sobrecarga sentimental. Mientras llegaba, me puse una toalla entre las piernas y metí como pude la ropita del niño en la bolsa acolchada, con la revelación interna de que mi hijo lucharía por venir al mundo y se salvaría de innumerables peligros.
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Sinopsis de Cuando llega la luz: En el último año y medio la vida de Sandra ha dado todo un vuelco. Tras escapar de las engañosas redes de un grupo de ancianos nada inocentes instalados en el tranquilo pueblo de Dianium, se traslada a Madrid junto a su hijo recién nacido, Janín. Alejada del pasado, su nueva vida parece felizmente encauzada, pero un día, al recoger a Janín de la guardería, encuentra una nota anónima en su mochila: «¿Dónde está tu amigo Julián?». Después de mucho tiempo sin saber de él, Sandra tendrá que localizarlo y ponerlo sobre aviso: alguien anda sobre su pista y no se detendrá ante nada hasta encontrarlo.
Mientras tanto, Julián pasa sus días en la residencia Los Tres Olivos. Desde que Sandra y él pusieron al descubierto el paradero de varios miembros de la Hermandad, él ha seguido empeñado en sacar a la luz la cara oculta de antiguos nazis instalados en la costa levantina. Ahora algunos, ya octogenarios, comparten residencia con el viejo Julián, quien deberá convivir con ellos en el más estricto anonimato para no ser descubierto.
Booktrailer de Cuando llega la luz
Autor: Clara Sánchez. Título: Cuando llega la luz. Editorial: Destino. Edición: Papel y kindle
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