Una exhaustiva guía literaria y musical de Kazuo Ishiguro, último Premio Nobel de Literatura.
Uno llega a los dominios de Kazuo Ishiguro como se llega al amor o al final de una buena película, sin esperarlo y apenas sin esfuerzo, casi de sopetón. No importa de dónde se viene porque lo que une a sus lectores es el destino, no el trayecto. Y se llega, claro que se llega, aunque sea a trompicones. En cuanto a la partida, se sale de él como Cortázar decía que debía salirse de un tramo de escalera, “fácilmente, con un golpe de tacón que lo fijará en su sitio, del que no se moverá hasta el momento” de una nueva lectura. Nunca se llega tarde al arte, ni existen sendas equivocadas para dar con él. Como lo que a mí me gustan son las conversaciones de cóctel que propician promesas y encuentros de futuro, llegué a Ishiguro desde sus Nocturnos (2009; Anagrama, 2010), una colección de cinco historias de música y crepúsculo, según la subtitularon los editores españoles, que no tenían muy claro si lo de “nocturnos” del original iba a entenderse en toda su profundidad, como si no se fiaran de la tradición que va de las miniaturas musicales de John Field a Duke Ellington y recorre tanto las pinturas de James McNeill Wistler como las piezas melancólicas de Frédéric Chopin o los poemas de José Asunción Silva. Nocturnos, primer libro de relatos breves del último Premio Nobel de Literatura, entronca con aquella tradición decimonónica y la desborda hacia lo que de verdad preocupa a Ishiguro, que no es otra cosa que el blues, un estado del alma entendido como un lamento emocional que ha de ser vivido con la contemplación suficiente para asumirse y, dado el caso, olvidarse de él hasta nueva orden. La bilis negra es así de traviesa, qué se le va a hacer.
Estas cinco conversaciones de cóctel en forma de relatos iban a plantear los temas que le son cercanos al escritor nacido en Nagasaki en 1954, aunque criado desde su infancia en Inglaterra, como son la sorpresa por lo insondable que hay siempre en el otro, los trasvases entre los deseos imaginados y la realidad que los reordena o los sepulta, la extraterritoriedad o el desarraigo de los personajes —y quién no está de paso hacia la nada, cabe preguntarse—, el mundo visto como un entramado de superposiciones que no muestran con claridad de qué va esto de vivir, y claro, finales donde la ambigüedad se enseñorea para obligarnos a pensar que la esperanza está en los ojos del que mira, no en el mundo que ante ellos se muestra. Todo envuelto en un fondo musical que impregna las ficciones de Kazuo Ishiguro como pocos escritores han conseguido llevar a cabo sin desvelar el artificio que supone llenar de notas y referencias musicales algunos de sus más logrados párrafos. También de esto habrá que aprender de Cortázar, cómo no.
El Nobel que ahora se le otorga a Ishiguro tiende a resaltar la rareza que supone en un escritor utilizar las artes de su oficio en la construcción de las ideas que desea trasladar a sus lectores. Resulta curioso que se resalte la ambición del escritor por enhebrar cada una de sus ficciones con un estilo diferente, como si la variedad fuera en sí mismo un valor. Con esas premisas, Proust estaría perdido, y AC/DC o ZZ Top defenestrados. Si pensamos en Miles Davis como epítome del cambio perpetuo, su trayectoria tiene que ver tanto con una necesidad investigadora de ajustarse a territorios poco transitados en su género como con conquistar nuevas propuestas que estimularan su mundo. Pero Ishiguro ni inventa ni fuerza los géneros hasta el punto de apropiárselos. Su estilo es la ausencia de estilo en cuanto a lo arquitectónico, a la forma, no así en lo que se refiere al contenido, siempre personal y hasta cierto punto obsesivo.
Si nos fijamos en lo estrictamente musical, llama a la sospecha que Ishiguro escoja a Stacey Kent como una de las cantantes que mejor responden a los designios de nuestro tiempo, por más que le parezcan inmortales Billie Holiday o Ella Fitzgerald (pero él seguro que prefiere a Peggy Lee y Julie London, como le ocurre a Ray, el protagonista de su cuento “Come Rain Or Come Shine”). Claro que estas últimas no podrían cantar las letras que escribe el propio Ishiguro para la intérprete de New Jersey (South Orange, 1968). Con Stacey Kent y su marido, el saxofonista inglés Jim Tomlinson, han forjado una sociedad que bien podría tener su sede en el Brill Building neoyorquino, dada la altura que ha alcanzado el arte del trío. Kent es lo más cercano a una transposición contemporánea del timbre de Blossom Dearie pero con el doble de ingenuidad. En los álbumes de la angloamericana siempre cabe la esperanza, de ahí que a Ishiguro le interesaran desde bien pronto los discos de Kent. No se corren demasiados riesgos en ellos, son agradables —amables más bien—, renuncian al peligro en pos de un estado vital cercano al bienestar que resulta de una mirada esperanzada, y a menudo humorística, de la vida. Tal vez sea esa la razón por la que han hecho de la bossanova un territorio propicio a sus hazañas musicales. En la bossanova han encontrado la carga lírica de las letras unida a las melodías que mecen cuerpo y alma, con ese punto de tristeza con puerta abierta a la ilusión que tienen las historias imaginadas por Kazuo Ishiguro. Ryuichi Sakamoto también se ha acercado a la última gran herencia brasileña desde esa perspectiva. Wong Kar-way, en cambio, ha optado por el bolero para ilustrar sus ficciones, melodías sin esperanza. El asunto va por tanto de puertas, de las que se entornan y de las que tienen cerradura de doble vuelta. Como tantas otras cosas de la vida.
“Una de las cosas clave que aprendí al escribir letras —y esto tuvo una enorme influencia en mi ficción— fue que con una canción íntima, confidencial, en primera persona, el significado no debe ser autosuficiente en la página. Tiene que ser oblicuo, a veces hay que leer entre líneas», declaró Ishiguro hace ya años. Primer paso, ampliar la connotación y evitar la lectura literal; segundo paso, tender al final abierto, dejar en suspenso la experiencia, lo mismo a lo que aspiraron los grandes del cancionero clásico universal. La parte musical corre a cargo del saxofonista Jim Tomlinson, mientras que la cantante —en cuyo currículo también figura una Graduación en Literatura Comparada— se decanta por la interpretación y por llevar a una suerte de actuación dramatizada las composiciones literarias de Ishiguro. “Me considero una contadora de historias”, ha declarado en más de una ocasión la artista estadounidense, tan interesada por el influjo de la saudade como el flamante Nobel.
The summer we crossed Europe in the rain (The Changing Lights, 2013) es una de esas historias de esperanza cuando todo parece perdido:
“Remember that hotel, the crooked balcony door / From where we watched the market in the downpour? / Sharing warm baguettes, on sunny cathedral stops / Dancing the tango while waiting for our train / Let’s be young again, if only for the weekend / Let’s be fools again, let’s fall in at the deep end / Let’s do once more all those things we did before / The summer we crossed Europe in the rain” («¿Recuerdas aquel hotel, la puerta del balcón curvado / desde donde vimos el mercado durante el aguacero? / Compartiendo baguettes calientes en las paradas soleadas de la catedral, / bailando un tango mientras esperamos nuestro tren… / Seamos jóvenes otra vez, aunque sea sólo durante el fin de semana. / Seamos tontos otra vez, abandonémonos por completo. / Hagamos una vez más todas esas cosas como lo hicimos antes: / el verano en que cruzamos Europa bajo la lluvia», la traducción es mía).
Ay, si Vargas Llosa supiera de las veleidades del flamante Premio Nobel, también renegaría de Ishiguro como sigue haciendo con el otorgado el pasado año a Bob Dylan. El más inglés de todos los escritores ingleses resulta que tiene alma brasileña. En cambio, Haruki Murakami, también eterno aspirante al Nobel, se mueve entre Manhattan y Liverpool: su dosis de melodía viene de The Beatles y sus estímulos improvisadores le llegan de la Gran Manzana. Otro año, señor Murakami, échese de momento unas copas con Philip Roth. No son pocos los críticos que han observado que los narradores de Kazuo Ishiguro —todos en primera persona, con excepción del último que aparece en El gigante enterrado (Anagrama, 2016)— cuentan desde la contención, como si llevaran al extremo máximo aquel principio ya legendario de Javier Marías del “no he querido saber pero he sabido”, sólo que las voces imaginadas por el anglojaponés están menos dotadas para la indagación personal, si se me permite el juicio. Estos narradores actúan más como el objetivo de una cámara durante un viaje de recreo o como un conductor de club de lectura que como un indagador profundo de las circunstancias que envuelven a los personajes de sus historias. Muestran a medias, sin sustanciar lo que de definitivo tiene una mirada, todo traspasado por la sugerencia y por eso que tiene la vida de misterio irresuelto. De ahí que Joyce Carol Oates, otra eterna aspirante al Nobel, se atreva a asegurar que Ishiguro es un gran poeta de la pérdida, pero también una especie de Kafka tratado con Thorazina, un antipsicótico que a más de uno deberían suministrar con el desayuno. Y es que para Ishiguro existe consuelo en este mundo a pesar de la locura circundante. Importa menos si el consuelo viene de la farmacopea o de la bossanova, pero ahí está, al alcance de cualquiera.Desde Pálida luz de las colinas (1982; Anagrama, 1994) y Un artista del mundo flotante (1986, Anagrama 1994), sus dos obras “japonesas”, donde la joven promesa de la revista Granta examinaba el Japón de la posguerra y los conflictos emocionales, sociales y culturales que renace de las cenizas del Imperio perdido, el arte narrativo del escritor se enmarca en la difícil senda que va de la rigidez a la flexibilidad, aunque en sus inicios optará por el clasicismo oriental del que tanto aprendió Alessandro Baricco para montar su exitosa Seda, no sin antes dejar testimonio de que el mismo acto de escribir está plagado de trampas, aceleraciones o despistes, que jamás se reinventa con linealidad. En Los restos del día (1989; Anagrama, 1992), por el contrario, su narrador ya es un individuo eminentemente expresivo, forzado por las circunstancias de su cargo y su biografía —Stevens es mayordomo de segunda generación en Barlington Hall— a reprimir sus sentimientos. Miss Kenton es aquí la esperanza, la puerta entornada, la melodía de la historia que con tanto tino llevó a la gran pantalla James Ivory en 1993, con unos inconmensurables Anthony Hopkins y Emma Thompson dando vida a estos atormentados personajes. Los inconsolables (1995; Anagrama, 1997), una arriesgada aventura literaria con fondo musical que toma la conocida sensación del déjà vu, esa paramnesia del reconocimiento, para convertirla en la vía de entrada a lo surreal y a la alteración espacio temporal que remite tanto a Lewis Carroll como a Franz Kafka, conejos y escarabajos aparte. Lo misterioso de lo prosaico, con la lucidez que otorga a menudo la opacidad: es sabido que los videntes, cuando les falta la luz, tienden a cerrar los ojos para guiarse con la seguridad del recuerdo y el afinamiento de otros sentidos menos sobrevalorados que el de la vista. Así opera la prosa de Ishiguro, como mostrará Cuando fuimos huérfanos (2000; Anagrama, 2001). “Hay momentos en que me invade una suerte de vacío”, dice Christopher en la última línea de la novela, y uno piensa que es el mismo vacío que siente el escritor por sus criaturas y por él mismo cuando piensa en qué hubiera sido de su vida si se hubiera quedado en su Nagasaki natal y no hubiera emigrado a Surrey con su familia, donde a su padre le habían ofrecido un trabajo como océanografo. Una familia en la que él era el único dotado para comunicarse en una lengua que hizo suya como pocos y que interpretaba para los suyos como una oración para que el porvenir fraguara en algo valioso. Amago de alegoría, de extraña distopía que no desearíamos que jamás se cumpliera, No me dejes nunca (2005; Anagrama, 2005) resuena con la inquietud de lo perdido, y toma forma de novela de terror entre lo épico y lo ético, pero narrada como si pudiéramos acceder a un diario personal que hubiera quedado abierto encima de la cama de forma deliberada para que entendamos. Para que entendamos. Para que entendamos, y aun así no entendemos, o no queremos entender. Javier Aparicio Maydeu y otros tantos colegas lo han explicado mucho mejor, desde luego, pero en la subversión de los géneros narrativos y en la contención extrema con la que arma sus ficciones, Ishiguro hace inteligente al lector que desea serlo, y le dice que no importa si algo cae en la incomprensión, porque entonces lo leído se parecerá más a la vida. La decente versión cinematográfica dirigida por Mark Romanek en 2010 no resuelve el enigma. Lo mismo ocurre con la alegoría de la última de sus siete novelas hasta la fecha, El gigante enterrado (2015; Anagrama, 2016), en la que una búsqueda familiar sirve de pretexto para hablar de los pies de barro ensangrentado con los que se forjan las patrias, pero no se olvida de recordar que hay amor perdurable en esta tierra, que hay memoria y olvido, que un exceso de recuerdo resulta tóxico —Héctor Abad Faciolince es de este mismo parecer— y que los ogros y los elfos pueden andar escondidos bajo la piedra más insospechada, tras el arbusto menos vistoso. Cuando Kazuo Ishiguro puede contar con una intermediaria como Stacey Kent logra contar en cuatro versos lo que sin la intervención vocal necesita quinientas páginas. En ambos casos consigue su propósito. Con ese camino que ya dura más de tres décadas, Ishiguro ha logrado este año un Nobel que satisface a muchos. En la canción firmada por el propio Ishiguro “Waiter, oh, Waiter”, una voz encarnada de nuevo por Stacey Kent pedía socorro a un camarero por no saber interpretar una carta de menú repleta de platos deconstruidos con los métodos de la nouvelle cuisine. El lector que se adentre en la obra del autor de Nocturnos no necesitará ser rescatado por ningún camarero; tan sólo deberá ser advertido de una cosa: de estas historias se sale con mejores armas para afrontar la vida. Contar importa, pero también contarlo.
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