“Sonó el timbre de manera distinta, alborozada. Tengo mi cuarto de trabajo frente a la puerta de la escalera. Me hallaba trabajando; un impulso súbito, irresistible, me hizo salir a abrir yo misma. Mi no esperado visitante (ningún aviso previo, ninguna llamada telefónica) era Federico García Lorca, a quien yo veía de cerca, por primera vez, allí en el hueco de mi puerta”.
Lorca no llama por casualidad a la puerta de María Luz Morales. Lorca va a visitar a la periodista cultural más importante del siglo XX. Bueno, al menos entonces, en 1936, la más importante de la prensa catalana.
El escritor granadino llama a la puerta blandiendo un inmenso ramo de flores. Su visita por sorpresa en casa de una desconocida refleja el carácter espontáneo del poeta, ya una celebridad. Formal en las formas, informal en el juego de la vida.
La visita de Lorca va mucho más allá de la mera cortesía. La intención es agradecer a la periodista su crítica de Doña Rosita la soltera, que acaba de estrenar en Barcelona. La chispa de la conversación se enciende de inmediato entre los dos. Se prolongará durante horas, hasta bien entrada la madrugada. Hablan de literatura, claro, y entre la charla a borbotones aparecen grandes proclamas, en forma de poemas lorquianos: “El teatro es la poesía que se levanta del libro y se hace humana”.
La política se entromete en la charla. Son tiempos donde la política manda sobre toda la vida, y todo se juzga bajo la pacata mirada partidista. Morales recuerda “la batalla de Yerma”, los ataques furibundos a la emblemática obra de Lorca en el fatídico 34, y cómo “a todo se le otorgaba significado político, no ya apasionado, sino emberrinchinado; todo se juzgaba a rajatabla sin matices ni claroscuros; derecha, izquierda; blanco, negro; malos, buenos; amigos, enemigos…”. Una proclama que bien sirve para el presente, para el periodismo y para la política.
Federico está entusiasmado con el éxito de Doña Rosita o el lenguaje de las flores. Ha organizado una función homenaje para las floristas de Las Ramblas en diciembre de 1935. ¿Alguien se puede imaginar un teatro más hermoso que aquel atiborrado de flores y de mujeres, de olores y de colores? Mientras, la doña Rosita de Lorca, gran abogado de la mujer, desgrana la desgracia de la soledad, la incomprensión y la represión.
Preso del frenesí de la conversación bien entrada la madrugada, Lorca confiesa a María Luisa sus mil y un proyectos:
“Quiero dar al teatro español una Santa Teresa a un tiempo mística y humana. Desde siempre, esa figura me atrae de modo irresistible (…). Pero antes quiero hacer la tragedia de los soldados que no quieren ir a la guerra. Sí: esa obra de la paz, antes que otra ninguna”.
Estamos en enero de 1936. Ya no daría tiempo para la paz que tanto urgía al poeta. La guerra y el asesinato le esperaban en el siguiente recodo del camino.
El encuentro de María Luz con Lorca es uno de los siete que la periodista recogió en Alguien a quien conocí, volumen que acaba de recuperar —una vez más— la editorial Renacimiento. La edición, espléndida, corre a cargo de María Ángeles Cabré, quien en el prólogo hace especial hincapié en lo que Morales supuso para la lucha de la mujer por la igualdad.
Fue directora de La Vanguardia durante la Guerra Civil, tras la marcha al exilio del prestigioso Agustí Calvet, Gaziel. Aceptó con disciplina el difícil y comprometido encargo. Suponía obedecer órdenes directas del gobierno —que había incautado el periódico—, en una situación excepcional de conflicto bélico. Aunque sólo duró siete meses en el cargo, el franquismo le haría pagar el correspondiente castigo: cuarenta días de cárcel y cuarenta años sin poder ejercer el periodismo.
María Luz Morales no solo se dedicó a la prensa. Alcanzó también notoriedad como novelista —El amor empieza en sábado—, editora, crítica teatral y autora de versiones de clásicos para niños.
El volumen Alguien a quien conocí recoge, además del de Lorca, perfiles de personajes de tanto interés, entonces y ahora, como Marie Curie, Gabriela Mistral, Paul Valéry, Víctor Català, Hermann Graf Keyserling y André Malraux.
A la periodista le tocó ser la anfitriona de la maga del radio, como había bautizado a Curie. Dada la aversión de la científica a los hoteles, la aloja en la residencia de señoritas de María de Maeztu —hermana de Ramiro—. La pasea por el Prado, la Casa de Campo, Aranjuez… Cae fascinada por el personaje, al que describe con esta maestría:
“Una mano blanquísima, exangüe, de una blancura traslúcida con manchas de profundas quemaduras. Cuando dejó de estrechar mis dedos, observé en los suyos un tic que no era un temblor, precisamente, sino algo como el rasguear de una guitarra, o de un arpa, mejor. Los labios, apenas entreabiertos, en un tímido conato de saludo, tenían la misma blancura que las manos. Y la tez. Y el cabello”.
El pensamiento de Keyserling, otro de los personajes de Morales, tiene una tremenda actualidad. Hay que enmarcarlo en aquella Europa de entreguerras, amenazada por los populismos y los totalitarismos, aquella Europa a la que tanto se recurre ahora para intentar comprender lo incomprensible del presente.
La periodista se admira de sus pensamientos premonitorios: cómo la herramienta esclaviza al hombre (¿qué diría hoy de la digitalización?) o la masculinización de la mujer como un peligro para el futuro. Le llama especialmente la atención el pensamiento de Keyserling sobre las utopías. La paradoja de que…
…“teniendo siempre un ideal moral de mejoramiento, resulten invariablemente crueles. Y es porque las utopías prescinden de la existencia del mal como fuerza natural… De aquí que no existan hombres más crueles que aquellos que quieren hacen el mundo mejor de lo que es”.
Keyserling murió acabada la guerra mundial, tras haber sido arrinconado por el nazismo y después de huir del avance soviético. Escribe María Luz Morales:
“Recuerdo palabras suyas: ‘Cada uno debe vivir su propia vida, amar su propio amor, morir su propia muerte’. Me pregunto: ¿Era morir de hambre —literalmente— la muerte propia de este gran filósofo del vitalismo, príncipe de la inteligencia?”
Apasionante es también la semblanza de Víctor Català, esa gran dama de la novela catalana llamada Caterina Albert (1869-1966) que adopta un nombre masculino para propagar su obra literaria. Desde la España del presente, sorprende el empeño que pone un diario de Madrid, El Sol, en publicar a un autor/autora que escribe solo en catalán, algo desgraciadamente impensable hoy día. Morales será la encargada de la traducción. El relato de las dos mujeres discutiendo el minucioso traslado de cada término al castellano es otra auténtica genialidad literaria.
María Luz Morales demostró algo que muy pocos hombres han podido demostrar en el periodismo español. Que, partiendo de la cultura y no de la política, se puede llegar a ser muy influyente en la vida pública. La guerra interrumpió abruptamente su brillante carrera y, durante el franquismo, se refugió en la soledad de la escritura. Aunque la democracia la rehabilitó como periodista, la muerte volvió a interrumpir, ya definitivamente, la que todo indica que podía haber sido una de las periodistas más brillantes del siglo XX. Al menos eso indican todos los indicios rescatados, con minuciosidad de arqueólogo, por la editora María Ángeles Cabré.
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Autora: María Luz Morales. Título: Alguien a quien conocí. Editorial: Renacimiento. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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