Al anciano lo asfixiaba la atrabilis. Jamás lo habían zaherido tanto. Había acudido al campamento de esos perros dánaos antes de que la Aurora tiñera con sus azafranados dedos el firmamento. Vestía sus mejores galas. Empuñaba el cetro, del que pendían dos ínfulas que lo identificaban como sacerdote del Flechador Apolo, a fin de que los centinelas le facilitaran el acceso ante su rey. Lo acompañaban cuatro esclavos llevando dos cofres llenos de riquezas para comprar la libertad de su amada hija Criseida. Aquellos cuervos se la arrebataron cuando saquearon Crisa.
Lo hicieron esperar. El tal Agamenón, al que llamaban pastor de hombres, aún dormía. ¡Vaya caudillo! Retozaba entre sus sábanas, mientras que sus hombres preparaban sus armas para la batalla. Estaba ya bien alto el carro de Helios en la bóveda celeste cuando lo condujeron a su presencia.
El atrida estaba sentado en un fastuoso trono sujetado por dos leones rampantes. Una corte de reyes y altos dignatarios lo flanqueaban. El anciano se postró ante él, tendidas las manos y humillado el rostro como los suplicantes. Imploró la liberación de su hija a cambio del cuantioso rescate que traía consigo. Prometió aún más si el que portaba no satisfacía las ambiciones del micénico.
Agamenón se mofó de él. Dijo que su hija era el mejor calentador de lecho que había tenido nunca y que ni por todo el oro del mundo estaba dispuesto a desprenderse de ella. Mandó echarlo a bastonazos. Se quedó con los cofres del tesoro y con los esclavos que los habían llevado. Aquel bastardo no sólo tenía ojos de perro y corazón de ciervo, como decían a baja voz sus hombres, sino un alma negra como las pesadillas del Tártaro.
Crises se detuvo llorando a orillas de la playa mancillada por los navíos negros vomitados por los aqueos, impotente, anegado por la rabia. Se cubrió la cabeza con su manto, levantó las manos y rogó venganza al dios al que servía. Que la cólera de Apolo, el de argénteo arco, se derramara sobre aquellos impíos. Si el hijo de Leto no vengaba su afrenta, ya no había esperanza en aquel mundo. Sería verdad que los dioses habían abandonado a los mortales a su suerte. Elevó al éter su plegaria.
43 Oyóla Apolo e, irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Sentóse lejos de las naves, tiró una flecha y el arco de plata dió un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus mortíferas saetas a los hombres y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.
53 Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquiles convocó al pueblo a junta… Una vez reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:
59 «¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la muerte; pues si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, ea, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños —también el sueño procede de Júpiter— para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas querrá apartar de nosotros la peste.»
68 … Levantóse Calcas Testórida, el mejor de los augures —conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas hasta Ilión por medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo—, y benévolo les arengó diciendo:
74 «¡Oh Aquiles, caro a Zeus! Mándasme explicar la cólera del dios, del flechador Apolo. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto a defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los aqueos… Di tú si me salvarás.»
84 Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros: «Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes; pues, ¡por Apolo, caro a Zeus, a quien tú, oh Calcas, invocas siempre que revelas los oráculos a los dánaos!, ninguno de ellos pondrá en ti sus pesadas manos, junto a las cóncavas naves, mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamenón, que al presente blasona de ser el más poderoso de los aqueos todos.»
92 Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate: «No está el dios quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, sino a causa del ultraje que Agamenón ha inferido al sacerdote, a quien no devolvió la hija ni admitió el rescate. Por esto el Flechador nos causó males y todavía nos causará otros. Y no librará a los dánaos de la odiosa peste, hasta que sea restituida a su padre, sin premio ni rescate, la moza de ojos vivos, e inmolemos en Crisa una sacra hecatombe. Cuando así le hayamos aplacado, renacerá nuestra esperanza.»
(Homero, Ilíada, Rapsodia I)
Agamenón, aplastado por la evidencia de haber sido el causante de la cólera de Apolo, maldijo primero al adivino cual ave de mal agüero. Mas hubo de entregar a la joven a su progenitor, aunque como compensación obligó a Aquiles, quien se había ofrecido como garante de la vida del vate, a cederle la cautiva que había conseguido en una de sus rapiñas: Briseida. Este abuso de poder inflamó la ira de Aquiles, que a tantos arrastró anticipadamente a las sombras del Hades y que, a la fin y a la postre, es el argumento de la Ilíada, pero eso es otra historia.
La peste, enviada como castigo por los dioses contra la impiedad de los humanos, está ya presente en la piedra angular de la literatura occidental, en la primera epopeya homérica.
Papel crucial como detonante también tiene en la que Aristóteles consideró como modelo de tragedia perfecta: Edipo Rey, de Sófocles. Edipo es el prototipo de héroe trágico. En su persona y en la de los suyos ha de pagar los crímenes de su padre Layo, quien, antes de ser rey de Tebas, raptó al hijo del monarca Pélope y lo violó, inventando la homosexualidad entre los mortales. Entre los dioses, el descubridor fue Zeus, al seducir, convertido en águila, al pastorcillo Ganímedes.
Pélope maldijo a Layo, deseando que su estirpe se exterminara a sí misma, e invocó a Apolo para que fuera garante de la misma. Una profecía advirtió a Layo de que su hijo lo mataría y se casaría con su madre, por lo que se abstuvo de yacer con su esposa, Yocasta. Pero una aciaga noche, hundido en los abismos del vino y la insania, la forzó y la preñó.
Al nacer el niño le atravesó los pies con unas fíbulas y ordenó a un pastor que lo abandonara en el Monte Citerón para que muriera. El sirviente se apiadó de la criatura y se la entregó a un pastor que servía a los reyes de Corinto, un reino demasiado lejano de Tebas para que Layo descubriera que lo había desobedecido.
Pero los designios de los dioses son ineludibles. Edipo mata a Layo en un encuentro fortuito sin saber que era su verdadero progenitor: consideraba como tal al soberano de Corinto, a la que creía su patria. En su huida acaba con la Esfinge, monstruo enviado por Hera para castigar la violación de Layo, y libera a Tebas de esta plaga. Como recompensa obtiene el trono y la mano de su reina viuda, Yocasta, la que él ignora que es su madre. Con ella tiene cuatro hijos. Edipo es un monarca justo y amado por su pueblo durante largos años. Hasta que un infausto día Apolo prosigue con la maldición y lanza una mortífera epidemia sobre la polis. Dejemos que sea Sófocles quien hable:
—Sacerdote: ¡Oh Edipo, que reinas en mi país! Ves de qué edad somos los que nos sentamos cerca de tus altares: unos sin fuerzas aún para volar lejos; otros, torpes por la vejez, somos sacerdotes —yo lo soy de Zeus—, y otros, escogidos entre los aún jóvenes. El resto del pueblo con sus ramos permanece sentado en las plazas en actitud de súplica, junto a los dos templos de Palas y junto a la ceniza profética de Ismeno.
La ciudad, como tú mismo puedes ver, está ya demasiado agitada y no es capaz todavía de levantar la cabeza de las profundidades por la sangrienta sacudida. Se debilita en las plantas fructíferas de la tierra, en los rebaños de bueyes que pacen y en los partos infecundos de las mujeres. Además, la divinidad que produce la peste, precipitándose, aflige la ciudad. ¡Odiosa epidemia, bajo cuyos efectos está despoblada la morada Cadmea, mientras el negro Hades se enriquece entre suspiros y lamentos! Ni yo ni estos jóvenes estamos sentados como suplicantes, por considerarte igual a los dioses, pero sí el primero de los hombres en los sucesos de la vida y en las intervenciones de los dioses. Tú que, al llegar, liberaste la ciudad Cadmea del tributo que ofrecíamos a la cruel cantora y, además, sin haber visto nada más ni haber sido informado por nosotros, sino con la ayuda de un dios, se dice y se cree que enderezaste nuestra vida.
Pero ahora, ¡oh Edipo, el más sabio entre todos!, te imploramos todos los que estamos aquí como suplicantes que nos consigas alguna ayuda, bien sea tras oír el mensaje de algún dios, o bien lo conozcas de un mortal. Pues veo que son efectivos, sobre todo, los hechos llevados a cabo por los consejos de los que tienen experiencia. ¡Ea, oh el mejor de los mortales!, endereza la ciudad. ¡Ea!, apresta tu guardia, porque esta tierra ahora te celebra como su salvador por el favor de antaño. Que de ninguna manera recordemos de tu reinado que vivimos, primero, en la prosperidad, pero caímos después; antes bien, levanta con firmeza la ciudad. Con favorable augurio, nos procuraste entonces la fortuna. Sénos también igual en esta ocasión. Pues si vas a gobernar esta tierra, como lo haces, es mejor reinar con hombres en ella que vacía, que nada es una fortaleza ni una nave privadas de hombres que las pueblen.
—Edipo: ¡Oh hijos dignos de lástima! Venís a hablarme porque anheláis algo conocido y no ignorado por mí. Sé bien que todos estáis sufriendo y, al sufrir, no hay ninguno de vosotros que padezca tanto como yo. En efecto, vuestro dolor llega sólo a cada uno en sí mismo y a ningún otro, mientras que mi ánimo se duele, al tiempo, por la ciudad y por mí y por ti. De modo que no me despertáis de un sueño en el que estuviera sumido, sino que estad seguros de que muchas lágrimas he derramado yo y muchos caminos he recorrido en el curso de mis pensamientos. El único remedio que he encontrado, después de reflexionar a fondo, es el que he tomado: envié a Creonte, hijo de Meneceo, mi propio cuñado, a la morada Pítica de Febo, a fin de que se enterara de lo que tengo que hacer o decir para proteger esta ciudad. Y ya hoy mismo, si lo calculo en comparación con el tiempo pasado, me inquieta qué estará haciendo, pues, contra lo que es razonable, lleva ausente más tiempo del fijado. Sería yo malvado si, cuando llegue, no cumplo todo cuanto el dios manifieste.
El desenlace y lo acaecido a sus descendientes, a quienes también alcanzará la execración de Pélope, los pueden seguir los amables visitantes de esta cueva en los enlaces que dediqué a Antígona tiempo ha.
Los historiadores defienden que Sófocles describe tan bien los efectos de la peste porque él vivió en carne propia cuando pasaba de los 60 la fatídica epidemia que asoló Atenas en el 430 a. C. en plenas Guerras del Peloponeso, en las que los atenienses y sus aliados se enfrentan contra los espartanos y sus coaligados del Peloponeso, la isla, precisamente, de Pélope. Plaga que se cobró la vida del mejor estadista que dio el Ática, Pericles, junto con un tercio de sus vecinos.
Tucídides, padre de la historiografía científica, nos ofrece un estremecedor relato de la misma en Historia de la Guerra del Peloponeso. En ella confiesa que él mismo padeció la enfermedad.
«Apenas comenzó la buena estación, los Peloponesios y sus aliados invadieron el Ática … y cuando aún no llevaban muchos días en ella comenzó por primera vez a propagarse entre los atenienses la famosa epidemia, que se dice que ya antes había sobrevenido en muchos lugares… aunque una epidemia tan grande y un aniquilamiento de hombres como éste no se recordaba que hubiese tenido lugar en ningún sitio. Los médicos nada podían hacer, pues desconocían la naturaleza de la enfermedad y además fueron los primeros en tener contacto con los enfermos y, por tanto, en morir. La ciencia humana se mostró incapaz; en vano se elevaban oraciones en los templos y se dirigía ruegos a los oráculos. Finalmente, todo fue olvidado ante la fuerza de la epidemia». (Tuc. II, 47)
«Por mi parte, simplemente la describiré por su naturaleza y explicaré sus síntomas, por los que pueda ser reconocida por el estudioso si alguna vez se vuelve a presentar; esto lo puedo hacer mejor, pues yo mismo sufrí el mal y fui testigo de su actuar en el caso de otros» (Tuc II.48.3)
2.49.2 No hubo una causa ostensible; pero personas en buena salud eran repentinamente atacadas por violentos calores en la cabeza y enrojecimiento e inflamación de los ojos y las partes internas, como la garganta o la lengua, que se tornaban rojas y emitían un hálito anormal y fétido.
2.49.3 Estos síntomas eran seguidos de estornudos y ronquera, luego de lo cual el dolor llegaba pronto al pecho y producía una fuerte tos. Cuando se fijaba en el estómago lo indisponía, y seguían descargas de bilis de todos los tipos conocidos por los médicos, acompañadas de gran angustia.
2.49.4 En la mayoría de los casos seguían arcadas inefectivas, produciendo violentos espasmos, en algunos casos pronto después de que cesaban los síntomas precedentes, en otros mucho después.
2.49.5 Externamente el cuerpo no estaba muy caliente al tacto, ni pálido en apariencia, sino colorado, lívido y rompiendo en pequeñas pústulas y llagas, pero internamente ardía tanto que el paciente no era capaz de soportar ropa o sábanas, incluso aquellas de la más liviana descripción, o en verdad de estar de cualquier otra manera que completamente desnudo. Lo que hubiesen querido más habría sido lanzarse al agua helada; como en efecto lo hicieron algunos de los enfermos descuidados, que se lanzaron a los estanques de agua lluvia en su agonía de sed inextinguible; aunque no hacía diferencia si tomaban poco o mucho.
2.49.6-8 El cuerpo, durante todo el tiempo en que la enfermedad estaba en plena actividad, no quedaba agotado, sino que resistía inesperadamente el sufrimiento; así, o perecían, como era el caso de la mayoría, a los nueve o a los siete días, consumidos por el calor interior, quedándoles todavía algo de fuerzas, o, si conseguían superar esta crisis, la enfermedad seguía su descenso hasta el vientre, donde se producía una fuerte ulceración, a la vez que sobrevenía una diarrea sin mezclar, y, por lo común, se perecía a continuación a causa de la debilidad que aquélla provocaba. El mal, después de haberse instalado primero en la cabeza, comenzando por arriba recorría todo el cuerpo, y si uno sobrevivía a sus acometidas más duras, el ataque a las extremidades era la señal que dejaba: afectaba, en efecto, a los órganos genitales y a los extremos de las manos y los pies; y muchos se salvaban con la pérdida de estas partes, y algunos incluso perdiendo los ojos. Otros, en fin, en el momento de restablecerse, fueron víctimas de una amnesia total y no sabían quiénes eran ellos mismos ni reconocían a sus allegados.
“La naturaleza de esta enfermedad fue tal que escapa sin duda a cualquier descripción; atacó a cada persona con más virulencia de la que puede soportar la naturaleza humana, pero sobre todo demostró que era un mal diferente a las afecciones ordinarias en el siguiente detalle: las aves y los cuadrúpedos que comen carne humana, a pesar de haber muchos cadáveres insepultos, o no se acercaban, o si los probaban perecían. Y he aquí la prueba: la desaparición de este tipo de ave fue notoria, y no se las veía ni junto a ningún cadáver ni en ningún otro sitio; los perros, en cambio, por el hecho de vivir con el hombre, hacían más fácil la observación de los efectos.
Tal era, pues, en general el carácter de la enfermedad, dejando a un lado otros muchos aspectos extraordinarios, dado que cada caso presentaba alguna particularidad, que lo diferenciaba de otros. Y durante aquel tiempo ninguna de las enfermedades corrientes hacía sentir sus efectos, y si sobrevenía alguna, acababa en aquélla. Unos morían por falta de cuidados y otros a pesar de estar perfectamente atendidos. No se halló ni un solo remedio, por decirlo así, que se pudiera aplicar con seguridad de eficacia; pues lo que iba bien a uno a otro le resultaba perjudicial. Ninguna constitución, fuera fuerte o débil, se mostró con bastante fuerza frente al mal; éste se llevaba a todos, incluso a los que eran tratados con todo tipo de dietas. Pero lo más terrible de toda la enfermedad era el desánimo que se apoderaba de uno cuando se daba cuenta de que había contraído el mal (porque entregando al punto su espíritu a la desesperación, se abandonaban por completo sin intentar resistir), y también el hecho de que morían como ovejas al contagiarse debido a los cuidados de los unos hacia los otros: esto era sin duda lo que provocaba mayor mortandad. Porque si, por miedo, no querían visitarse los unos a los otros, morían abandonados, y muchas casas quedaban vacías por falta de alguien dispuesto a prestar sus cuidados; pero si se visitaban, perecían, sobre todo quienes de algún modo hacían gala de generosidad, pues, movidos por su sentido del honor, no tenían ningún cuidado de sí mismos, entrando en casa de sus amigos cuando, al final, a los mismos familiares, vencidos por la magnitud del mal, ya no les quedaban fuerzas ni para llorar a los que se iban. No obstante, eran los que ya habían salido de la enfermedad quienes más se compadecían de los moribundos y de los que luchaban con el mal, por conocerlo por propia experiencia y hallarse ya ellos en seguridad; la enfermedad, en efecto, no atacaba por segunda vez a la misma persona, al menos hasta el punto de resultar mortal. Así, recibían el parabién de los demás, y ellos mismos, debido a la extraordinaria alegría del momento, abrigaban para el futuro la vana esperanza de que ya ninguna enfermedad podría acabar con ellos.
En medio de sus penalidades les supuso un mayor agobio la aglomeración ocasionada por el traslado a la ciudad de las gentes del campo, y quienes más lo padecieron fueron los refugiados. En efecto, como no había casas disponibles y habitaban en barracas sofocantes debido a la época del año, la mortandad se producía en una situación de completo desorden; cuerpos de moribundos yacían unos sobre otros, y personas medio muertas se arrastraban por las calles y alrededor de todas las fuentes, movidos por el deseo de agua. Los santuarios en los que se habían instalado estaban llenos de cadáveres, pues morían allí mismo; y es que ante la extrema violencia del mal, los hombres, sin saber lo que sería de ellos, se dieron al menosprecio tanto de lo divino como de lo humano. Todas las costumbres que antes observaban en los entierros fueron trastornadas, y cada uno enterraba como podía. Muchos recurrieron a sepelios indecorosos debido a la falta de medios, por haber tenido ya muchas muertes en su familia; en piras ajenas, anticipándose a los que habían apilado, había quienes ponían su muerto y prendían fuego; otros, mientras otro cadáver ya estaba ardiendo, echaban encima el que ellos llevaban y se iban. También en otros aspectos la epidemia acarreó a la ciudad una mayor inmoralidad. La gente se atrevía más fácilmente a acciones con las que antes se complacían ocultamente, puesto que veían el rápido giro de los cambios de fortuna de quienes eran ricos y morían súbitamente, y de quienes antes no poseían nada y de repente se hacían con los bienes de aquellos. Así aspiraban al provecho pronto y placentero, pensando que sus vidas y sus riquezas eran igualmente efímeras. Y nadie estaba dispuesto a sufrir penalidades por un fin considerado noble, puesto que no tenía la seguridad de no perecer antes de alcanzarlo. Lo que resultaba agradable de inmediato y lo que de cualquier modo contribuía a ello, esto fue lo que lo que pasó a ser noble y útil. Ningún temor de los dioses ni de la ley humana los detenía; de una parte juzgaban que daba lo mismo honrar o no honrar a los dioses, dado que veían que todo el mundo moría igualmente, y, en cuanto a sus culpas, nadie esperaba vivir hasta el momento de celebrarse el juicio y recibir su merecido; pendía sobre sus cabezas una condena mucho más grave que ya había sido pronunciada, y antes de que les cayera encima era natural que disfrutaran un poco de la vida.
Éstos son los hechos relativos a la epidemia».
(Extracto de la obra Historia de la Guerra del Peloponeso (Tucídides): Tucídides y la peste de Atenas)
El autor Marcos Chicot quedó finalista del Premio Planeta en 2016 con El asesinato de Sócrates, en cuyas páginas podemos vivir los efectos que este drama causó en sus protagonistas. Todo envuelto en una trama apasionante en la que brilla la figura de Sócrates. Siglos después, Virgilio cantará en el Libro III de sus Geórgicas las consecuencias de una epidemia de peste en la región alpina de Nórico, que afectó sobre todo al ganado.
No son tan frecuentes las borrascas que revuelven y alborotan los mares como las enfermedades a que están sujetos los ganados, ni éstas atacan a las reses una a una, sino que invaden de repente dehesas enteras, lo mismo a las tiernas crías, esperanza de la grey, que a los padres y a todo el ganado. Sube si no a los enhiestos Alpes y a los castillos nóricos que se levantan en sus cumbres y a los campos japidios, que riega el Timavo, y aun hoy todavía, al cabo de tanto tiempo, verás desiertas las moradas de los pastores y despoblados en contorno aquellos dilatados bosques. Allí, con la corrupción del aire, se originó en otro tiempo una miserable pestilencia, exacerbada con los excesivos calores del otoño, que hizo perecer todos los ganados, todas las fieras e inficionó las aguas y envenenó los pastos. No todos los animales morían de una misma enfermedad: a unos, abrasadas sus venas por una ardiente sed, se les encogían los miserables miembros, de los cuales les manaba un licor corrosivo que poco a poco les iba carcomiendo los huesos, reblandecidos por la peste. Muchas veces sucedió, puesta ya la víctima en el altar para ser sacrificada en honor de los dioses, y mientras le estaban ciñendo las cándidas vendas de lana y las guirnaldas, caer muerta en medio de los sacerdotes, demasiado lentos en herirla; o bien, si el sacrificador se adelantaba a clavarle el cuchillo antes de tiempo, no ardían las entrañas colocadas en los altares ni servían al adivino consultado para dar presagios. Apenas quedaban ensangrentados los cuchillos del sacrificio; sólo unas pocas gotas de sangre corrompida llegaban a humedecer la tierra. Por dondequiera los becerros caían muertos en los abundosos pastos y exhalaban el dulce aliento vital al lado de los pesebres llenos. Y sobrevino la rabia a los cariñosos perros; una fatigosa tos ponía convulsos a los apestados cerdos y oprimía sus hinchadas gargantas. Póstrase también el bizarro caballo, olvidado de sus nobles ejercicios y de los pastos, y huye de las fuentes, y cada instante escarba la tierra con el casco, trae las orejas bajas y un sudor sin causa conocida cubre su cuerpo; sudor frío que precede de cerca a la muerte; la piel se le pone seca y dura y resistente al tacto. Éstas son las señales de muerte que dan desde los primeros días; mas cuando empieza a encrudecer la peste, entonces se les arden los ojos; exhalan de lo más hondo del pecho el aliento, intercalado con sordos gemidos; dilátanseles los ijares con recios sollozos; una sangre negra les mana de la nariz y la seca y rígida lengua les oprime las hinchadas fauces. Entonces pareció provechoso echarles vino en la boca con un cuerno, como el solo remedio posible, pero esto mismo les aceleraba la muerte; reanimados un momento, ardían en mayor furia que antes y morían despedazándose a sí mismos con los dientes. Dad, ¡oh dioses!, mejor fortuna a los buenos y reservad esos tormentos a nuestros enemigos. Y he aquí que, respirando fuego bajo la dura reja, se deja caer el toro vomitando espumosa sangre y da las últimas boqueadas, con lo que se retira del campo el angustiado labrador, desuncido ya el otro toro, pesaroso de la muerte de su compañero, y deja hincado en el surco el arado a la mitad de su tarea. Nada ya basta a alegrar a los toros, ni las sombras de los altos bosques, ni los herbosos prados, ni los ríos que entre peñascos se precipitan a la llanura, más tersos que el ámbar; se les descarnan los lomos, un inerte estupor pesa sobre sus ojos y su cerviz se doblega hacia el suelo por su propio peso. ¿Qué les valen sus trabajos ni los beneficios que les debemos? ¿Qué el haber revuelto con la reja las duras tierras?
Es fama que habiéndose por entonces buscado vanamente en aquellas comarcas bueyes para llevar ofrendas a Juno, hubo que conducirlas en un carro tirado por dos búfalos desiguales. Viose así a los hombres reducidos a arar la tierra con la azada y a hacer la siembra con sus propias uñas y a uncirse resignados a los rechinantes carros para arrastrar los por los altos montes. No tiende ya el lobo sus asechanzas alrededor de las majadas ni ronda por las noches los rebaños; otro afán más acerbo doma sus feroces instintos. Ya los tímidos gamos y los ciervos corredores andan mezclados con los perros y por en medio de las alquerías; ya las olas arrojan a la playa, como cuerpos náufragos, toda clase de peces, hijos del inmenso mar; huyen las focas por los ríos desconocidos para ellas; hasta la víbora muere en sus tortuosas cavidades, que no bastan a defenderla, y también la hidra, atónita entre sus erizadas escamas. Para las mismas aves es mortal el aire, y desplomadas desde las altas nubes, pierden la vida.
A más de esto, de nada aprovecha ya mudar los pastos a los ganados, antes les dañan los mismos remedios que se emplean; danse por vencidos los maestros de la ciencia Quirón, hijo de Filira, y Melampo, hijo de Amitaón. La pálida Tisifone, vomitada de las tinieblas estigias, ejerce sus estragos a la luz del sol, y empujando delante de sí a las enfermedades y al miedo, de día en día levanta más altiva su insaciable cabeza. En las secas orillas de los ríos y en los enhiestos collados resuenan el continuo balar de las ovejas y los bramidos de los toros; manadas enteras mueren de la peste, y hasta en los mismos establos se hacinan los cadáveres destrozados con la horrible infección, hasta que se hace forzoso cubrirlos de tierra y sepultarlos en hoyas, porque ni sus pieles pueden servir para nada, ni hay medio de desinficionar sus carnes ni con agua ni con fuego, ni siquiera es dable aprovechar sus vellones, carcomidos por la podredumbre, ni aun tocar con la mano aquellas lanas corrompidas. Si alguno probaba a vestirse con aquellos repugnantes despojos, al punto se le cubría el cuerpo de ardientes postillas y de un sudor pestífero, y al poco tiempo un misterioso fuego devoraba sus apestados miembros.
(Virg. Georg. III 470-566)
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