A los italianos (y en concreto, a los venecianos) se les llena mucho la boca cuando presumen de que tienen la casa de juego más antigua de Europa. (el Casinò di Venezia, en el Ridotto de San Moisés, donde la gente apuesta su dinero desde 1638). Sin desmerecer, convendría puntualizar que se olvidan de añadir “en activo” a su frase, para convertirla en verdadera.
Y es que los seguidores de este blog ya saben que el hombre es lúdico por naturaleza, como buen mamífero, y los juegos de azar y de apuestas son casi tan antiguos como el comer, el beber y el f…. dormir.
En la época en la que el flamante casino de Venecia abría sus puertas los españoles podíamos, como franceses, ingleses, italianos y otros hijos de cristiano, ir a antros quizá no tan lujosos, pero para lo que interesaba, que era jugar y ganar (más a menudo perder) como que ya valía.
En los dominios de nuestro rey Felipe (el cuarto de su nombre, nada que ver con el sexto) los únicos locales con Real Licencia para jugar en ellos eran los concedidos a veteranos lisiados de los Tercios. (En la ficción, a Juan Vicuña, amigo del capitán Alatriste; en la vida real, a Antonio Espinosa, que regentó su negocio en la madrileña calle Alta del Olivo). Estos locales (muchas veces auténticos antros, aunque alguno hubo de mediano pasar y unos pocos con algunos lujos) recibían el nombre de “garitos de juego”, aunque eran más conocidos con motes malsonantes como Boliches, Mandrachos o Leoneras. (Sólo en Sevilla hubo en un tiempo más de trescientos locales autorizados, y en la Villa y Corte de Madrid apenas hubo unos pocos menos).
Cosa curiosa, se pagaba por entrar, y ese boleto era (en teoría) la única ganancia que del juego sacaba el garitero. Pero ya se sabe que del dicho al hecho… Buenos extras se sacaban vendiendo vino, o proporcionando algo para comer para que los más enviciados no dejasen la partida, o poniendo en contacto a los que tenían mala racha con los usureros que por allí rodaban, o sacando tajada de las ganancias de los jugadores de ventaja. Que ni usureros ni fulleros tendrían que estar en casa honrada, por ser ambas actividades ilegales, pero ya se sabe que poderoso caballero… y todo eso.
Sólo se podía jugar a los juegos de cartas legales, en los que se ganaba (o perdía) el dinero poco a poco, y no en los llamados “ilegales”, también llamados “de estocada”, pues en una sola vuelta se podía vaciar la bolsa más llena. Tampoco se jugaba, en las casas honradas, a los juegos de dados, por lo fácil que era hacer trampas con ellos. Pero como se ha dicho antes una cosa es el dicho y otra el hecho, y demasiado a menudo los gariteros hacían la vista gorda o habilitaban salas privadas y discretas para partidas “especiales”
Tres eran los clientes habituales de los garitos de juego, aparte de los visitantes ocasionales que se asomaban por curiosidad o para matar el rato muy de tarde en tarde: Los tahúres, que así se llamaban los que “estaban poseídos por el diablo del juego”, (ludópatas, que diríamos ahora); los fulleros (que eran los jugadores profesionales, que podían hacer trampas o no hacerlas, pero que casi siempre ganaban) y los barateros… que no tocaban ni una baraja, ni unos dados. Ejercían de espectadores… pero raro era el día que no se iban con ganancia en la bolsa, una vez descontado el pago de la entrada. Pues era costumbre que si se ganaba una gran baza se repartiera algo entre los espectadores cercanos, en la creencia de que la suerte, si no se compartía, se iba con otro menos egoísta. A esta propinilla se le llamaba “el barato”, y de ahí que quienes vivieran de ella se les conociera como “barateros”. También estaban los que iban a primera hora y se sentaban en las mesas, no para jugar, sino para ceder el asiento a cambio de una propina a quien se lo requiriera (lo que solía suceder cuando el local se empezaba a llenar). Otras propinas se solían ganar a cambio de traer de comer o de beber, e incluso de llevar un orinal para luego vaciarlo fuera, que cuando los naipes estaban calientes ningún tahúr se levantaba de la mesa, no sea que se enfriasen. Otras veces los barateros hacían cosas menos amables: Como colocarse tras los jugadores y mediante un código secreto chistarle la jugada al fullero con el que iban conchabados. O aprovechar el gentío para hurtar una bolsa o siquiera algunas monedas. O, descubriendo a un fullero que se había colado sin permiso en el local, hacerle dar una propinilla para que no cantarle cual canario la nueva al garitero, También los había que, si veían que uno ganaba abundantemente, mandaba aviso a algunos valentones para que lo siguieran y le aligerasen la bolsa, liberándole así del peso de tanto dinero mal ganado.
Si el jugador (eventual o demasiado habitual) no quería someterse a semejantes peligros lo mejor que podía hacer en nuestro Siglo de Oro era ir a una de las llamadas “Casas de Conversación”, cuyo concepto luego copiaron esos pérfidos herejes y ahora se conoce como “club inglés”, aunque la idea fue nuestra y bien nuestra. A menudo eran casas particulares donde el dueño abría la puerta a determinadas horas a ciertas estancias. No se pagaba por entrar, pero a cambio lo que hoy llamamos “derecho de admisión” era muy riguroso, y sólo entraba gente de calidad avalada por un habitual de la casa. En ellas se podía charlar de nimiedades, debatir sobre la política del reino o sobre la última decisión de Olivares. Del mismo modo, los poetillas recitaban a sus amigos más íntimos sus poesías y se establecían, a veces, hasta duelos de ingenio, acertijos y composiciones rimadas improvisadas. Y, por supuesto, también se jugaba. Y a veces a juegos ilegales, y con apuestas altas, que había que tener muchos hígados o ser muy insensato para sostenerlas, que al no estar estas Casas de Conversación tan vigiladas por la ley como los Garitos, podían ser más peligrosos aún que ellas.
¡Qué le digan sino al pobre don Luís de Góngora, que regentaba una de estas Casas, (en su propio domicilio) y que de tanto jugar acabó perdiendo su hacienda entera, y se encontró en la calle, arruinado y enfermo!
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