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Cuando no sé qué hacer

Cuando no sé qué hacer

El periodista y escritor argentino Juan José Becerra publica una distopía en la que anticipa cómo será el amor dentro de un siglo. Y la respuesta es sencilla: algo del pasado.

En este making of Juan José Becerra recuerda el origen de su Amor (Candaya).

***

La única vez que redacté un programa sobre cómo y qué contar en un libro fue para organizar el “progreso” de Atlántida (2001), mi segunda novela. Pero cuando encontré esos papeles (judiciales, policiales) varios años después de haberla publicado, sentí una pena enorme por mí. Había caído en la tentación fúnebre del control, olvidando que la literatura es un mundo cuya actividad principal es la experiencia de libertad.

Desde entonces escribo un poco en el aire, en el agua, mientras espero anhelante el momento en que la literatura pierda el carácter escultórico que le dan los libros y recupere sus impurezas orgánicas y su inestabilidad de origen.

"Antes de seguir concediéndole importancia a la seguridad del estilo, la seriedad de cepa romántica, la solemnidad de escribir novelas como si fuesen ponencias para la ONU, prefiero ir hacia el desastre formal improvisado"

Entiendo que esto suene a deseo restaurador, pero no le veo salidas nuevas a la novela que no estén orientadas a aumentar su tasa de “naturalidad”. Lo digo como un novelista de escritura arrepentido (digamos como un traidor) que ve en la insistencia de “lo literario” las calamidades de un artificio agotado.

Antes de seguir concediéndole importancia a la seguridad del estilo (tremendo narcisismo que no alcanza a ocultar que su verdadero propósito es la imitación), la seriedad de cepa romántica, la solemnidad de escribir novelas como si fuesen ponencias para la ONU, prefiero ir hacia el desastre formal improvisado que pueda darle al arte de la literatura la suciedad humana de la que parece estar limpiándose.

"Se acabaron los tributos indirectos. Si verdaderamente se va a escribir, que sea bajo el cielo de la orfandad"

Abrazado el mástil de estas ideas, mientras veo partir la literatura “gratuita”, improductiva, de pérdida, hacia su inevitable hundimiento al que —una vez más— sobrevivirá, desde hace unos veinte años sólo empiezo mis novelas cuando no sé qué hacer. Que todas sean sobre el tiempo y el amor (su insignificante rival) obedece a que mi repertorio no elegido se hizo presente por su modo de ofrecerse a la aventura del desconocimiento. ¿El tiempo? ¿El amor? Quién puede saber qué son esas maravillas catastróficas de la existencia.

Esta conversión operó de manera simultánea con una experiencia de desprendimiento de mis ídolos literarios. Sencillamente, los olvidé, y ese olvido, una especie de homenaje por vía del desagradecimiento, curó de espanto el edipismo propio del escritor lector. Basta de Proust, Joyce, Flaubert, Borges, Aira, Puig, Saer (de Cervantes, de la locura de Cervantes, no puedo decir lo mismo): basta. Se acabaron los tributos indirectos. Si verdaderamente se va a escribir, que sea bajo el cielo de la orfandad.

En este estado de zozobra no programática, “de la nada”, me senté a escribir la primera escena de Amor: un sociólogo, víctima del spleen de la rutina, escucha una conversación de dos amantes en el bar en el que intenta escribir un ensayo por encargo. Los enamorados están viviendo el amor, por lo que no pueden escribir su historia: se vive o se escribe. El sociólogo acepta escribirla y ellos les conceden el acceso a sus materiales, básicamente el tráfico de los teléfonos (la caja negra del amor) y encuentros periódicos entre los tres para ir ajustando la historia entre los personajes y el novelista novato que los va a inmortalizar.

"Lo que me pasó, como quien se olvida la leche en el fuego y tiene que correr a cerrar el gas, fue que recordé que, si la historia contaba la última historia de amor de la humanidad, le faltaba pasado"

Escribí la novela yendo hacia adelante como me fuera saliendo, me cansé, digamos que la terminé por abandono, y la entregué con el título más bien cansino de Otra novela de amor, como diciéndome a mí mismo: “¿Otra vez una historia de amor? ¿No se te ocurre otra cosa?”. Y cuando estaba entrando al tubo de la imprenta la retiré. Me preguntaron qué quería hacer. Dije, hablando muy en serio: “arruinarla” (mi amigo Alan Pauls dice que la “vanguardicé”).

Lo que me pasó, como quien se olvida la leche en el fuego y tiene que correr a cerrar el gas, fue que recordé que, si la historia contaba la última historia de amor de la humanidad, le faltaba pasado. Y se lo agregué por la ventana en unos pocos días. Cómo quedó, no me importa. En eso mi conducta crónica de desentendimiento de mis libros me lleva a sentir que nunca los hago yo.

Veo borroso a la distancia, como se mira retrospectivamente en el espejo la ruta que quedó atrás bajo el hechizo del espejismo, que lo que hice fue adelantar la posición del lector para que el “ahora” de su lectura ocurriese dentro de cien años y, de ese modo, leer desde la eternidad el pasado que la novela no tenía. Digo esto por decir algo. Pero, ¿la verdad? No tengo idea.

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Autor: Juan José Becerra. Título: Amor. Editorial: Candaya. Venta: Todos tus libros.

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