La línea del destino. Pablo Picasso en Vallauris, 1952. Foto: Robert Doisneau.
A Gustavo Molero Millán, que habría disfrutado en el Bateau-Lavoir
Desde Pigalle, dejando atrás las famosas aspas de Moulin Rouge, París se estira hacia arriba, a la colina de Montmartre, en donde al viajero le aguardan las cúpulas blancas de la basílica du Sacré Coeur y el ambiente bohemio de la place du Tertre inundada de pintores y de bistrots con tolditos rojos. Es el distrito 18 de París, en el que «sobrevive» en el número 13 de la rue Ravignan, el Bateau-Lavoir. El edificio fue declarado monumento histórico en 1969 y un año después ardería, aunque afortunadamente, se conserva la fachada original y se destinó a taller multiespacio para alojamiento de artistas extranjeros.
Pero, ¿qué fue el Bateau-Lavoir? Pues ni más ni menos que el lugar de encuentro de artistas en los primeros años de 1900. Por allí pasaron Paul Gauguin, Juan Gris, Modigliani, Brancusi, Max Jacob, quien, emulando a Fernando Beltrán, bautizó con ese nombre el edificio, cuya traducción sería la de Barco-Lavandería… Su estructura de madera se daba un aire a los barcos de las orillas del Sena, utilizados como lavaderos; además, sus habitaciones estaban separadas por mamparas, como los barcos, y no por tabiques. Se había construido con paneles de madera muy rudimentarios, y los ruidos y el olor a pintura inundaban el edificio, al igual que el frío del invierno y el calor del verano, extremos en París.
Picasso se hace con el lugar en 1904, época en la que empieza su período rosa, y va hasta que pinta Las señoritas de Avignon, el cuadro que le lleva al cubismo, que encendería después la mecha del futurismo y más tarde del arte abstracto. Picasso pinta Las señoritas de Aviñón después de que Matisse le enseñara en casa de Gertrude Stein una pequeña escultura que hace que su cabeza dé vueltas. Sale de la casa sin decir nada y se va al Museo Etnográfico de Trocadero para ver la exposición de máscaras africanas, lo que le hará comprender, dice, “por qué soy pintor”, y provocará con ese cuadro un cambio profundo en la historia del arte.
Su presencia en el Bateau-Lavoir llegará hasta 1909; el lugar sigue llenándose de divertidos bohemios: Braque, Matisse, Léger, Apollinaire, Dufy, Utrillo, Alfred Jarry, Jean Cocteau…, incluso Gertrude Stein, quien con su pareja, Alice B. Toklas, eran también reinas de las reuniones artísticas los sábados por la noche, aunque en su casa del 27 de la rue de Fleurus, en el distrito VI, entre Saint-Germain-des-Prés y Montparnasse, muy cerca de los Jardines de Luxemburgo.
Fue aquella una época de locura artística de veinteañeros muertos de hambre que continuaban la senda de los precursores de la pintura moderna que antes que ellos habían pululado por los alrededores de la place du Tertre: Claude Monet, Degas, Van Gogh, Renoir…, y el que no podía faltar en la fiesta, Toulouse-Lautrec.
Tomé prestado el título de París era una fiesta (Seix-Barral) de las memorias póstumas de Ernest Hemingway, cuya primera edición publicó en 1964 Scribner’s y Gabriel Ferraté tradujo para la edición española. Un libro melancólico y brillante que el escritor supo siempre que tenía que escribir a modo de despedida de esa ciudad de la que una vez dijo: “París es una fiesta que nos sigue”.
En 2003 Enrique Vila-Matas publicó París no se acaba nunca (Anagrama), cuyo título está tomado del último capítulo del de Hemingway. Es una recreación de los años mozos del escritor, que a la manera del Premio Nobel, que contó que allí fue muy pobre y muy feliz, Vila-Matas fue también pobre, aunque “muy infeliz”. Pero no todo joven autor que llega a París puede vivir de alquiler en una casa que pertenece a Marguerite Duras y recibir consejos de ella para escribir una novela.
En el fondo, París, como escribió Julio Cortázar en Rayuela, es una enorme metáfora.
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