Un año después de que la Paramount llevase al cine las aventuras de Philo Vance, con el amable William Powell en el papel protagonista —The Canary Murder Case y The Greene Murder Case, ambas de 1929—, la poderosa Metro Goldwyn Mayer decidió en 1930 hacerse cargo del personaje. No pidió prestado a la Paramount a Powell y buscó en la nómina de la Metro otro actor adecuado para el reto de encarnar al sofisticado investigador neoyorquino. La suerte recayó en uno de los mejores malvados que ha dado el cine, Basil Rathbone, quien diez años más tarde se haría enormemente popular interpretando a otro gran detective aficionado: Sherlock Holmes.
¿Quién le iba a decir al austero sabueso de Baker Street que sería instruido en la gran pantalla por el sibarita Philo Vance, para quien los restos de ceniza, las huellas dactilares, la dimensión de una pisada en el césped y otras obsesiones de Holmes carecen de valor ante el imperio racional de la psicología? Y sin embargo, la fisonomía estilizada de ambos personajes y su agotadora pedantería constituyen un denominador común que Rathbone supo reconocer y encarnar admirablemente.
En El caso de los asesinatos del Obispo, cuarta aventura del detective Philo Vance, su autor S. S. Van Dine —pseudónimo tras el que se ocultaba Willard Huntington Wright— abunda en los juegos de palabras habituales en inglés debido a la polisemia de su vocabulario. Esta manía anglosajona por los juegos de palabras está presente en gran parte de su literatura, y especialmente en autores como Oscar Wilde o Lewis Carroll, pseudónimo del matemático y diácono anglicano Charles Lutwidge Dodgson.
La mayoría de los personajes de esta novela de crímenes macabros, al igual que Carroll, son matemáticos, y a varios de ellos, también como al autor de Alicia en el País de las Maravillas, les entusiasma la literatura infantil. Un libro de canciones de cuna, las Melodías de Mamá Oca, sirve de columna vertebral a esta novela policíaca en la que hasta el título es polisémico: en inglés «bishop» significa al mismo tiempo «obispo» y «alfil», la pieza de ajedrez que se mueve en diagonal por el tablero.
Mientras escribía su primera novela de Philo Vance, El caso del asesinato de Benson, Van Dine le pidió a su amigo Norbert Lederer —a quien dedicaría más tarde El caso de los asesinatos de los Greene— que le organizara un encuentro con el campeón de ajedrez Alexander Alekhine. Lederer, miembro del prestigioso Club de Ajedrez de Manhattan, había prestado a Van Dine su vasta biblioteca de novela policíaca para animarle a escribir, fórmula con la que deseaba apartarlo de otros vicios aún más peligrosos que la literatura.
El encuentro entre el maestro ajedrecista Alekhine y el creador de Philo Vance fue decisivo para desarrollar una de las tramas argumentales de El caso de los asesinatos del Obispo, donde se detallan los movimientos de una partida clave para desenmascarar al criminal.
La otra línea, que es la principal, sigue las pautas de la literatura infantil. No hay que confundir los Cuentos de Mamá Oca —o Ganso— de Charles Perrault, título con el que se dieron a conocer en varios países los cuentos de hadas del brillante escritor francés del siglo XVII, con las rimas de populares canciones de cuna conocidas en Estados Unidos e Inglaterra como Mother Goose. Son estas y no los relatos de Perrault los que alientan con su letra los asesinatos firmados invariablemente por una nota mecanografiada del Obispo, que como se ha dicho, también es el alfil.
En esas canciones infantiles, Cock Robin, que en inglés significa «petirrojo», muere de un flechazo que le dispara Sparrow, que en alemán es «Sperling», nombre de uno de los arqueros de la novela. Y en un doble saltó mortal literario, Sparrow y Sperling son sinónimos de «gorrión».
El primer crimen se apoya, pues, en la canción de cuna ¿Quién mató a Cock Robin?, una fórmula que se irá repitiendo a lo largo del libro y que parece que tuvo éxito de público y de crítica, porque diez años más tarde, en 1939, Agatha Christie volvió a repetir el juego como argumento de su novela Diez negritos, que utilizaba una canción infantil más conocida en España como Yo tenía diez perritos: «Yo tenía diez perritos, / yo tenía diez perritos, / uno se perdió en la nieve. / No me quedan más que nueve. // De los nueve que quedaban, / de los nueve que quedaban, / uno se comió un bizcocho. / No me quedan más que ocho. // De los ocho que quedaban, / de los ocho que quedaban, / uno se metió en un brete. / No me quedan más que siete…». Y así, sucesivamente hasta quedarse sin ninguno, que es lo que va después de «no me queda más que uno».
La misma fórmula de la nana ¿Quién mató a Cock Robin? se repetirá en El caso de los asesinatos del Obispo con otras tonadillas de las Melodías de Mamá Oca: «Johnny Sprig», «Humpty Dumpty», «The Little Miss Muffet»…
Con la caída de cada perrito —negritos en el caso de Agatha Christie— va muriendo un personaje en la novela de la dama del crimen, al igual que con cada nana de Mother Goose van cayendo los de la novela de Van Dine. La Christie también copió otro elemento de la aventura de Philo Vance: todos los personajes son sospechosos, por lo que el asesino es incuestionablemente uno de ellos.
La escritora británica metió en una isla inaccesible a todo el reparto de su novela. Van Dine, menos truculento, o más sabio —ya se sabe, el que da primero da dos veces— no se aparta de su escenario tradicional, Nueva York, aunque eso sí, todo su dramatis personae comparte vecindad y convive no solo en el mismo barrio, sino en casas a pocos metros de distancia una de otra.
Tendida la red, el sagaz Philo Vance ya puede hacer gala de toda su ciencia, y en esto es un pozo, desde el análisis polisémico del vocabulario inglés hasta las leyes de la matemática aplicadas a la lógica, arriesgadas teorías que atraviesan dimensiones espacio-temporales y, por supuesto, sus vastos conocimientos de ajedrez o del teatro de Henrik Ibsen, que resulta esconder un acento episcopal.
Tamaña erudición fue barrida con generosidad en todas las ediciones publicadas hasta ahora de esta novela en español, no se sabe si por hacer más intenso el ritmo narrativo o para ahorrarse las dificultades de traducir de manera inteligible un contenido que haría las delicias de los campus de Oxford y Harvard, por no citar el de la Universidad Columbia, en Nueva York, donde imparten clase algunos de los personajes de esta novela.
Van Dine anota profusamente el libro, para ayudar al lector a comprender mejor la trama detectivesca y, por supuesto, para demostrar su saber y, sobre todo, el de Philo Vance, príncipe de los detectives pedantes, que igual echa un pulso a las teorías de Sigmund Freud que un borrón al último Premio Nobel de Física si este se le pone a tiro de monóculo.
Tal vez el mayor logro del autor de El caso de los asesinatos del Obispo sea moldear la literatura popular, las nanas que se cantan a los niños para que se duerman, con el horror más viscoso y sangriento.
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Autor: S. S. Van Dine. Título: El caso de los asesinatos del Obispo: Una aventura de Philo Vance. Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Todostusblibros y Amazon
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