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Cuando violan a un hombre

Era una Nochebuena como cualquier otra en París. Tres amigos armaban la fiesta: copas, pasteles y regalos complacían, al menos por unas horas, la entelequia de la felicidad. La de Édouard se rompería al acabar la cena porque, sin señal previa o un mal agüero, protagonizaría un espeluznante cuento de Navidad —que terminaría en estrangulamiento, semen y sangre—. Didier le obsequió un ejemplar de las obras completas de Nietzsche, y Geoffroy, con zalamería, lo animó a leer algunas frases. Después de afinar su melopea en el recital, escuchar ópera y cantar temas pop de memoria, Édouard regresó a su casa. Con el tesoro literario en la mano derecha, quiso caminar. De repente, por unas pisadas, reaccionó ante la aparición de un bel ami. Se llamaba Reda y era oriundo de Cabila. Tenía los ojos marrones y una respiración corpórea: «Sentí el deseo de agarrar su aliento con los dedos y extenderlo en mi cara». El paseo con el desconocido, la propuesta de un último brindis y la insistencia de un requiebro abrieron las puertas al consenso y al deseo. Y la pregunta ineludible: «¿Hacemos el amor?». ¿Cómo negarse a las voluptuosidades debajo de un chándal, al enamoramiento que la penumbra y la soledad propiciaban fuera del alcance del prejuicio? Édouard claudicó e invitó al extraño a su piso. Se revelaron secretos en la cama y, como paroxismo de la intimidad compartida, exhalaron uno, dos y hasta cinco orgasmos. A la hora de la despedida, un último beso acompañado de un toqueteo donde no debía, en el abrigo del cabileño, el anfitrión encontró su iPad. ¿Dónde estaba su móvil? Tras la pregunta y la espera incómoda, Reda se supo descubierto. La sorpresa atizó su violencia y con ella los gritos y el ultimátum homófobo «voy a ponerte mala cara, marica», tomó una bufanda y la ató al cuello del efebo que antes había acariciado. Ya sin aire en los pulmones, Édouard no sólo miró la glotis hinchada de la muerte, sino también el cañón de un revólver. Para acentuar la desgracia, quien lo había hurgado con gozo lo forzó dejando dolor, hemorragias y una certeza irónica: su amante también lo violaba.

"Narrado en primera persona, el relato no pretende una ascesis del valor para superar el daño. Tampoco es la experimentación artística a través del yo. De hecho, se divorcia del ejercicio egocéntrico de la autoficción"

La novela Historia de la violencia se suma a una larga lista de libros que, publicados en la última década, da cuenta de abusos sexuales. Por citar unas pocas obras, Un lugar para Mungo, del irlandés Douglas Stuart, Una melancolía, de Abdelá Taia, y En verano duele más, firmado por quien redacta este artículo, tratan de agresiones a niños y adolescentes. La pederastia, tan a menudo confundida con pedofilia, desata lapidaciones públicas porque, en la mayoría de los casos, los perpetradores comparten lazos sanguíneos con las víctimas. O sea, padres o familiares que, en espacios reservados para el cariño y el cuidado, depredan a menores e infligen el estropicio de la infancia. Es, además, una parafilia de difícil compresión según el escritor Luisgé Martín, quien en su ensayo ¿Soy yo normal? asoma: «Sería una inclinación sexual semejante a la heterosexualidad o la homosexualidad, de la que el individuo no puede escapar». Sin embargo, Édouard Louis se introduce en una caverna igualmente dolorosa que pocos se atreven a explorar: el adulto varón que ultraja a otro. Narrado en primera persona, el relato no pretende una ascesis del valor para superar el daño. Tampoco es la experimentación artística a través del yo. De hecho, se divorcia del ejercicio egocéntrico de la autoficción. En virtud de un trauma, el autor construye un testimonio inquietante que se enfrenta a los temores de la violación masculina. Resalta, como no podía ser de otra manera, el abatimiento y la desesperanza que, como fantasmas siniestros, emboscan una y otra vez a quienes la han sufrido. Se lee en Historia de la violencia: «… llegué a creer que todo el mundo podía potencialmente convertirse en peligroso, incluidas las personas que me eran más cercanas; que cualquiera podía caer en una locura homicida, verse dominado de golpe por un deseo de destrucción y de sangre, y atacarme, sin previo aviso…».

Fenómeno literario en Francia después la publicación Para acabar con Eddy Bellegueule, Louis pone en relieve el interrogante que, por las controversias y desacuerdos que giran a su alrededor, especialistas en estudios queer y feministas intentan resolver: ¿los hombres pueden ser violados? Como una estrella muerta, lejos de proyectar haces de luz, deja el espacio libre a malinterpretaciones. Tal como asegura el sociólogo Aliraza Javaid en el ensayo Male Rape Myths (Understanding and Explaining Social Attitudes Surrounding Male Rape), el reconocimiento de la violación masculina como un padecimiento de ellos ocurre en 1970. Casi de manera instantánea se la vincula a cotidianidades carcelarias: demarcación de zonas de control, imposición de mandos, escarmiento disciplinario de los caciques, explotación de subordinados: «Puede verse como una extensión de los poderes tomados a la fuerza por los acosadores para dominar tanto física como sexualmente. La violación de los reclusos no se mira con simpatía debido a la creencia de que un “hombre” no puede ser obligado a participar en algo en contra de su voluntad», suscribe Javaid. Fuera de los barrotes y de las trifulcas que se dirimen a puñaladas, aún se la considera «como una actividad homosexual consensuada» o como un peligro que diezma a la comunidad LGTBI+.

"La motivación de Reda no fue otra sino la humillación de Louis. Su propósito era devaluar su identidad, porque un cuerpo penetrable es lo más parecido a una mujer"

Sí, la mentalidad hegemónica pretende reducirla a un problema que sólo afecta a la homosexualidad. En su discurso sostenido en los roles normativos de género, difunde un sinnúmero de argucias tan variadas como estrafalarias: los machos de verdad no permitirían un restriego indebido y se defenderían de los degenerados; por la naturaleza pervertida de los sarasas se convierten en verdugos; cuando no merecen el castigo por el crimen nefando, lo consienten con agrado. Investigaciones recientes, no obstante, las contradicen con evidencia científica: «… la violación masculina generalmente es cometida por hombres heterosexuales y no está motivada por la gratificación sexual sino, al igual que la violación femenina, por la dominación, el poder y la exaltación de la masculinidad», vuelve Javaid. Resultan temerarias, cuando no arriesgadas, las generalizaciones acerca de la orientación sexual de los ofensores.

"Después de la emanación agitada y de la preñez de la deshonra, la culpa chorrea desde la desgarradura y la vergüenza se apodera de las células, recurrencia que asedia la calma y el sueño"

La motivación de Reda no fue otra sino la humillación de Louis. Su propósito era devaluar su identidad, porque un cuerpo penetrable es lo más parecido a una mujer: «Las masculinidades de dominación apuntan a distinguir a los “verdaderos” hombres de los otros, cobardes, gallinas, miedosos, pusilánimes y demás nenas. Por lo tanto, el triunfo (…) va de la mano del rebajamiento de lo femenino, género inferior», sostiene Ivan Jablonka en Hombres justos. Con su acto, Reda trazó la línea que lo distinguía como el cazador que sojuzga a su presa: «Lo que él buscaba era, precisamente, mi no-consentimiento. Estaba sobre mí, pero se materializaba en todo lo que me rodeaba, sé que es un tema recurrente en los relatos sobre este asunto, todo se había vuelto como una excrecencia de Reda, mi almohada era Reda, las sábanas eran Reda, la oscuridad entera era Reda». Mientras tanto suceden las embestidas y la invasión sobre la espalda pasiva, que soporta la afrenta hecha también un jadeo sudoroso. Quebrada la autonomía de Édouard, las palabras e ideas huyen de la boca, la diacronía se nubla —¿qué pasó antes y después?—, y una suerte de rigor mortis paraliza el cuerpo como medida para salvaguardar la existencia. Él no se opuso: «… cogió de nuevo la pistola que había devuelto momentáneamente al bolsillo interior de su abrigo de imitación de cuero, tirando la bufanda al suelo o poniéndosela de nuevo al cuello, ya no me acuerdo, y me inmovilizó contra el colchón, aplastándome el rostro contra la tela beige de las sábanas, que olían a detergente con aroma más o menos realista de melocotón. No grité mientras me violaba, por temor a que me disparase. Me quedé inmóvil. Respiraba contra el colchón, el oxígeno tenía sabor a melocotón». Los investigadores Hodge y Canter, en Victims and Perpetrators of Male Sexual Assault afirman que, en el 60% de los casos, los chicos, sin importar su orientación sexual, se congelan, se detienen… una incapacidad a la acción los invade, estoicismo para no prolongar el suplicio.

Y después de la emanación agitada y de la preñez de la deshonra, la culpa chorrea desde la desgarradura y la vergüenza se apodera de las células, recurrencia que asedia la calma y el sueño: «… son las imágenes que conservo más vívida e intensamente, da para creer que eso que llamamos “vergüenza” es de hecho la forma de memoria más viva y más duradera, una modalidad superior de la memoria, una memoria que se graba en lo más profundo de la carne». Un sentimiento que perdura y despierta la incredulidad de las instituciones de control: la policía que atiende la denuncia y juzga el origen inmigrante del delincuente y la inercia del perjudicado, el hospital que receta los fármacos para que la infamia no devenga virus y estigma maldito en el paciente, el lector que se enfrenta a las páginas y no sabe dónde situarse. La violación masculina no es un riego que amenaza exclusivamente a minorías. Sin embargo, son estas últimas las que, desde la llaga, desde los márgenes, crean conocimiento de la vejación. Se atreven a lo indecible: contar la herida y hacer de ella un discurso de resistencia. Historia de la violencia es una declaración que libera a quien la firma. Espejo en el que se quiebran las imágenes de la fatalidad y de la revictimización.

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