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Cuanta más gente se muere, más ganas de vivir tengo, de Maruja Torres

Cuanta más gente se muere, más ganas de vivir tengo, de Maruja Torres

Foto de portada: Jesús Ugalde

Hoy, miércoles 4 de septiembre, una de las voces más destacadas y descaradas del periodismo español rompe su silencio y regresa a las librerías con un libro en el que repasa su vida, homenajea a sus amigos, reconstruye momentos de su pasado y, sobre todo, reflexiona sobre la cercanía del final de la escalera.

Y en Zenda tenemos el inmenso honor de ofrecer a los lectores el prólogo de Cuanta más gente se muere, más ganas de vivir tengo (Temas de Hoy), de Maruja Torres.

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Palabras a modo de felpudo en las puertas

Una mañana de un abril reciente, mi amiga desde hace casi cincuenta años, Julia Luzán, y esta que os abre un libro para que curioseéis en él después de pisar la palabra prólogo, mi amiga y yo, decía, nos encontrábamos en unos grandes almacenes, contentas porque sus pulmones le habían regalado una tregua y mis piernas, uno de mis ya raros garbeos.

Es increíble a lo que se acostumbra una. Hociquear en la sección de cosméticos como si desayunáramos en Tiffany’s, pero con la atención centrada en el rincón de Chanel, en su elegante banqueta a disposición de clientas exhaustas. Deme Chance, dadme un respiro.

Sonó el móvil de Julia. Era una mujer llamada Carmen. Una fecha. Una cita. Una Puerta.

A estas alturas ya solo te citan los médicos. Ninguna posibilidad de que lo hagan Michael Fassbender o Alicia Vikander (en realidad, nunca lo hicieron, pero siempre he sido una soñadora).

"Envejecer, morir (o todavía no), el cómo llegarás a ello (la gran incógnita), cerrando y abriendo puertas"

Tengo la tarjeta de Carmen pegada a una de las primeras páginas de los cuadernos en los que, desde entonces, empecé a escribir un desordenado dietario: notas por aquí, flechas por allá, exclamaciones de júbilo, mecagoendioses varios. Esas cosas que hacemos cuando escribimos sin saber que, algún día, alguien te propondrá que sigas tomando notas, pero que ahora lo hagas en serio, que ordenes el material, que recuerdes que fuiste una profesional de la escritura (y de la aventura) antes de convertirte en una amateur de la jubilación. Y ese alguien te pide hasta que lo publiques. Cosa que te ocurrirá (más aventuras), si es que no te conviertes en póstuma antes de que el propio libro tenga la oportunidad de serlo. Si es que la Puerta sigue en su lugar, muy de vaivén, pero sigue.

Es posible que ni Julia ni yo volvamos a ver a Carmen, pero puedo aseguraros, y acreditárselo a ella si alguna vez alcanza a leer esto, que es una de esas mujeres importantes que aparecen de golpe, como la niña de la recta; no para meter miedo como la de la curva, sino para señalar tu ruta.

Nos abrió una Puerta.

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Antes de atacar la escritura de este libro, me preguntaba cuál podría ser el hilo narrativo, la fibra que, aunque precariamente y en zigzag, con idas y venidas en el espacio y el tiempo, uniera los diferentes episodios que lo forman.

Y comprendo que el hilo no puede ser otro que, como diría Gil de Biedma, «el único argumento de la obra». Envejecer, morir (o todavía no), el cómo llegarás a ello (la gran incógnita), cerrando y abriendo puertas. Entendiéndolas, a ratos, como algo que te da en las narices y te impide ser quien eres (las goteras, la salud; el dolor social), y en otras ocasiones viendo en ellas ventanas, horizontes, aire limpio que entra y te agita el pelo.

Carmen es una veterana jefa de enfermeras. La mañana en que nos recibió, en su pequeño despacho del madrileño hospital de la Cruz Roja, formuló unas cuantas preguntas esenciales y planteó alguna que otra sugerencia práctica. Nos aconsejó ejercitar la memoria y añadió que resulta muy útil contra la senilidad prematura repasar antiguas fotos y recordar las circunstancias en las que fueron tomadas.

―Me acuerdo de todo ―repliqué con soberbia pedantería.

Pensándolo bien: me acuerdo de casi todo. El casi es de rigor.

"Apartad vuestros pies del felpudo, morbosos y llorosas, o viceverse, porque este libro no va de la muerte, sino de la celebración de la vida"

Carmen, además de eficaz, era, es, amorosa. No con el afecto impostado que se dispensa a los viejos y a los niños, parecido a gotas de colonia barata, cuyo aroma se desvanece tan pronto. Detenerse un momento, hacerles monerías. No. El suyo era un genuino respeto hacia ese estado transitorio, accidentado y final que es la vida que nos queda. Carmen recibe con la satisfacción que le produce que hayas podido llegar a este momento, y a su rincón del consuelo, arrastrando tu lúcida solera. Su hermandad se queda en ti, como el perfume bueno. Te individualiza, pero percibes que te aprecia como parte de un colectivo al que conoce bien y trata a diario, aunque cada una (o uno) tenga sus trucos propios para defenderse de los nubarrones o encarar su suave interrogatorio.

En la puerta de su despacho figura un título cuyo indisimulado eufemismo no hace justicia a su trabajo: «Jefe [?] del Servicio de Atención al Paciente». Es hora de deciros que, en realidad, Carmen (no Pepe ni Luis: por tanto, jefa) está allí para echar una mano a quienes nos interesamos por firmar el testamento vital. Eso que, tras la aprobación de la muerte digna, pasó a llamarse «instrucciones previas»: otro eufemismo oficial para no mentar lo innombrable.

Francamente, habría preferido un seco y firme «Cómo estirar la pata rápidamente y con el mínimo dolor posible».

Y, ya que estamos, aviso:

Apartad vuestros pies del felpudo, morbosos y llorosas, o viceverse, porque este libro no va de la muerte, sino de la celebración de la vida. De la lucha por la vida, que es la esencia de la vida misma, como la siento, aunque sea jodidamente corta incluso cuando más se prolonga. No sin advertiros de que hablo solo de mí, de mi experiencia, determinada por mis circunstancias. No represento a nadie más. En algún instante cederé al impulso de referirme a mi generación; y será absurdo, porque, ¿cómo hablar en nombre de tantas personas distintas? Perdonadme, si podéis. Sé lo que soy y lo que he sido. Es mi cátedra y en ella puedo sentarme tranquilamente y abanicarme.

Va también, este libro, de la conciencia de estar viviendo y de la consciencia del conocimiento de cuanto acontece.

***

Cuánta c acabo de colocaros en el breve párrafo anterior. Añadiré una t. La mayúscula de Tiempo. Va este libro, también, de entregarse al Tiempo y descansar en su incógnita, en vez de pelearlo. Convertir lo que te quede en una vivencia honda, un paisaje complejo donde importe menos la longitud que la profundidad. Este momento en el que escribo, por ejemplo: con un pañito en una de las lentes de las gafas, por avería de ojo y en espera de visita oftalmológica, imaginando cómo será el mundo visto con mayor oscuridad todavía que la que ofrece de por sí.

El Tiempo que nos queda puede ser como esos países que ocupan poco espacio en los mapas y cuya perturbada geografía podría ofrecer decenas de escenarios contrapuestos para series o películas, cada una con su argumento y con su mundo propios. O para decenas de guerras reales, calientes o frías, dependiendo del grado de odio entre sus tribus, que con los años se convertirán en ficciones para los descendientes de quienes las vivieron y que las volverán a empezar con sus propias anotaciones en el guion. Con sus propios aborrecimientos.

"Pedí una orden de alejamiento, para remarcar un rotundo no a los muy lejanos parientes itinerantes que traten de aparecer a última hora"

El Tiempo al que me refiero, aquel que aprecio y acaricio porque lo noto irse, ofrece valles sombreados, refugios y también abismos angustiosos. Recuerdas cuando lo desdeñabas, buscando tonterías para entretenerte pasando el tiempo, cuya mayúscula aún no podías apreciar. Tiene rocas por las que despeñarse: los planes a largo plazo. Y montañas que escalar: el día a día.

Al otro lado de su puerta, la de Carmen, nuestra Puerta de escape. Nos preguntó si deseábamos estar con la familia cuando se produjera el asunto. Pedí una orden de alejamiento, para remarcar un rotundo no a los muy lejanos parientes itinerantes que traten de aparecer a última hora. En cuanto a los amigos, que siento siempre cercanos, un sí redondo. Hubo otra pregunta, mejor dicho, otra respuesta que nos definió, relacionada con una de las palabras con c inicial que os he endilgado hace unos párrafos: consciencia.

Vino a decirnos: si despiertas brevemente de un posible estado de inconsciencia, ¿querrías ser informada de tu muerte inminente? Durante ese probablemente breve destello de lucidez, ¿desearíamos saber? A mi amiga y a mí casi se nos salió la cabeza de la concha al responder afirmativamente. Porque somos periodistas hasta el astrágalo, ejerzamos o no. Y esa «noticia bomba» (vaciamiento total, kaputt, adieu, no somos nadie, paz) no querríamos perdérnosla por nada del mundo. Menuda exclusiva.

Nos dijo también que, en casa, metiéramos el certificado de I. P. en «ese sobre o caja o lo que sea donde guardáis los papeles importantes», que los que queden al cargo van a necesitar para gestionar nuestros asuntos.

Nos despedimos de Carmen con la efusión que habríamos ejercido, de habernos resultado posible, con la comadrona o el médico que nos ayudó a nacer. Una mujer: partera de un mejor final.

"No os voy a engañar. A esta edad, lagrimear no significa emocionarse, meter los dos pies en la misma pernera del pantalón no resulta gracioso porque puedes romperte el fémur"

Brindamos por ella. Incluso en el Madrid más patriotero y chabacano, mis amigos y yo encontramos o creamos escondrijos. Así que nos tomamos unas cañas para celebrar que nuestra voluntad de muerte digna ya está en el sistema. Arreándoles, de paso, un corte de mangas a los enemigos de la eutanasia, curiosos personajes que, sin sentirse contradictorios, ni malos cristianos, avalan las atroces muertes de ancianos en residencias a las que su perversidad y su codicia han convertido en negocio.

Comentó Julia, con espumita de la cerveza en el labio superior: «¿Has visto que en la sala de espera solo había mujeres?». «Porque somos muy listas», dije. Luego reflexioné: «También puede ocurrir que todas estén viudas». Un veterano colega mío, con quien me agrada recordar anécdotas, suele responderme así cuando le pregunto por la salud de las mujeres de su entorno:

―Van muy bien. Resistiendo. ¿No ves que vosotras vivís más?

Usa un tono dulce y adivino en su fondo un indoloro rencor de género.

Pues de eso, de vivir más (o menos) y mejor (o como se pueda), disfrutando lo máximo y perdiéndonos lo mínimo, va este recuento de marujismos entrecortados. Dedicado a todos los sexos y a todas las edades. Por lo que fue, por lo que seremos y por lo que podemos llegar a ser. Por lo que dejaremos de ser cuando se extinga la memoria.

No os voy a engañar. A esta edad, lagrimear no significa emocionarse, meter los dos pies en la misma pernera del pantalón no resulta gracioso porque puedes romperte el fémur, cabecear en las meriendas conduce a que te atragantes. Y por las noches no puedes permitirte confundir la taquicardia con aquella hermosa inquietud que fue el deseo.

Dicho lo cual: mientras tanto.

Y otro aviso:

No hace falta que os frotéis los pies en el prólogo. Nuestras suelas, las mierdas que recogemos por el camino, también nos hacen como somos.

Oviedo, julio de 2023

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Autora: Maruja Torres. Título: Cuanta más gente se muere, más ganas de vivir tengo. Editorial: Temas de Hoy. Venta: Todostuslibros.

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eva
eva
12 ddís hace

Gracias. No me he frotado los pies pero si los ojos