Marilyn Monroe y Arthur Miller
Ahora que nos acecha de nuevo el virus, como ya pasara millones de veces a lo largo de la historia de la humanidad, comenzamos a comprender, por fin, que somos vulnerables.
Afortunadamente, casi todos tenemos una o varias plataformas digitales con más horas de cine que años de vida nos queda a todos sobre la faz de la tierra, pero no solo de series vive el hombre. Una cuarentena con sus días y sus noches son muchos minutos, y la soledad, el aislamiento, el pensamiento oscuro y el bombardeo de internet no deben ser muy beneficiosos para contribuir a lograr el sosiego que aconsejan tener en esos casos.
Lo más recomendable para toda cuarentena que valga la pena es tener una buena cava de vinos y una compañía agradable, pero estas cosas no suelen ser fáciles de conseguir así que, como casi siempre, toca echar mano del mejor remedio contra la ansiedad, la desesperación, el aburrimiento y la sequedad de córnea producida por la luz azul de las pantallas de nuestros dispositivos.
Sobre libros leídos o por leer hemos hablado en otras ocasiones, por eso hoy quiero compartir con todos vosotros, potenciales portadores como yo misma, del COVID-19, un calendario de aislamiento literario; textos que se consumen en apenas unas horas y que sin embargo alimentan durante semanas, años, o toda la vida.
Aquí les dejo los cuarenta textos más o menos breves, que uno podría leer (o releer) durante esos cuarenta (y tal vez por esa razón) maravillosos días y por qué:
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Novísimas aventuras de Sherlock Holmes, de Jardiel Poncela; porque hay que comenzar la cuarentena riendo con inteligencia y sofisticación.
- El nadador, de John Cheever, porque es una manera literariamente hermosa de entender el peso en nuestras vidas de la palabra «μεταφορά», metáfora.
- La sombra del águila, de Arturo Pérez-Reverte, porque es una lúcida lección de historia, valentía y estoicismo divertido e inteligente.
- Novela de ajedrez, de Stefan Zweig, porque muestra, mejor que nadie, el secreto de la libertad, incluso en el encierro.
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El ojo de Apolo, de G.K. Chesterton porque, como todas las aventuras del padre Brown, propone un camino singular desde el misterio novelesco a nuestra propia naturaleza.
- Monte de Venus, de Anaïs Nin, porque después de casi una semana de encierro, toca sesión de sexo sin medias tintas, perverso, abundante y descarado.
- Desayuno en Tiffany’s, de Truman Capote, porque una buena historia de amor no siempre tiene por qué hablar de amor.
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Romeo y Julieta, de William Shakespeare, porque este amor cambió y sigue cambiando el mundo.
- Los asesinos, de Ernest Hemingway, porque si sus novelas ganan por puntos, sus cuentos en general, y este en particular, lo hacen por knockout.
- Un buen bistec, de Jack London, porque enseña, como sólo un hombre con la biografía de London puede hacerlo, que lo mismo da triunfar que hacer gloriosa la derrota.
- Confesiones de San Agustín, porque es el hombre que mejor explica a Dios.
- Un escándalo en Bohemia, de Arthur Conan Doyle, porque aquí se esconde La Mujer, querido Watson.
- Drink time!, de Dolores Payás, porque vibra con el último eco de una de las voces más seductoras y singulares de la literatura del siglo XX: Paddy Leigh Fermor.
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El asesinato de Rogelio Ackroyd, de Agatha Christie, porque algunos mataríamos por haber podido escribir ese final.
- Dos personas delicadas, de Graham Greene, porque también los espías se enamoran.
- El fantasma de Canterville, de Oscar Wilde, porque leer y reír con Wilde es no envejecer jamás.
- La obra maestra desconocida, de Balzac, porque no debemos olvidar que ars longa, vita brevis
- Los pájaros, de Daphne du Maurier, porque es tan bueno que hizo arrodillarse (por segunda vez) a los pies de esta autora inmensa, al mismísimo Alfred Hitchcock.
- El licenciado Vidriera, de Miguel de Cervantes, porque es la prueba de que la mano de Dios manejaba la pluma de don Miguel.
- El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, de R.L. Stevenson, porque no es un relato, es un espejo.
- Las cosas que llevaban los hombres que luchaban, de Tim O’Brien aunque más extenso que un relato, es perfecto para recordar que la guerra es la madre de todas las cosas.
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La puñalada / El tango de la vuelta, de Julio Cortázar y Pat Andrea (ilustrador); porque es el abrazo perfecto entre arte, literatura y muerte.
- El pobrecito hablador, de Larra, porque sus artículos lo reconcilian a uno con esta España nuestra, que no es tarea fácil.
- El clavo, de Pedro Antonio de Alarcón, porque después de leerlo, podemos mirar por encima del hombro al mismísimo Edgar Allan Poe.
- La caída de la casa Usher, de Edgar Allan Poe, porque le debemos todo el respeto y la admiración “al padre”.
- Pedro Páramo, de Juan Rulfo, porque consuela saber que el infierno ya nos lo han contado.
- El collar de perlas, de Somerset Maugham, porque para morir, igual que para vivir, la estética debe ser, ahora más que nunca, la base de nuestra ética.
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Nuestros antepasados (cualquiera de los tres cuentos; a ser posible, los tres), de Italo Calvino, porque es un ejercicio sano observar cómo aman los italianos el pasado; sea suyo o ajeno, recuperándolo sin prejuicios en su literatura y reinventándose en él continuamente.
- La sirena, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, porque es la melancolía, y es el Mediterráneo.
- La gota de sangre, de Emilia Pardo Bazán, porque esta señora potente, rotunda, inteligente y avant garde, se atrevió con casi todo, hasta con lo policíaco, y salió victoriosa.
- Las hazañas de un joven Don Juan, de Guillaume Apollinaire, porque el erotismo enlazado al humor debería ser una religión, y Apollinaire su profeta.
- Meditaciones de Marco Aurelio, porque es la mejor guía para comprender la razón última de vivir y empezar a saber morir como un romano.
- Del asesinato considerado como una de las bellas artes, de Thomas De Quincey, porque nos viene bien recordar que el horror y el humor son perfectamente compatibles en la naturaleza del hombre.
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La cruz del diablo, de Gustavo Adolfo Bécquer porque contradice a aquellos que todavía creen que Bécquer era solo un poeta.
- Cartas de las heroínas, de Ovidio, porque es la prueba más clara de que los hombres nunca suelen estar a la altura de los sentimientos que despiertan.
- Alejandro Magno, de Pietro Citati, porque nos enseña el verdadero significado del término “líder político”. Y porque Citati, al escribir, hace con el lenguaje lo que Alejandro con Bucéfalo.
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Prólogo de A sangre y fuego, de Chaves Nogales, porque debería ser de lectura obligada en colegios, iglesias y parlamentos.
- Ficciones, de Jorge Luís Borges, porque supone asomarse al filo del abismo de dos inmensidades; El jardín de senderos que se bifurcan, y Artificios. Y porque Borges es el epílogo perfecto de una vida lectora.
- Los duelistas, de Joseph Conrad, porque Conrad es todo.
- Epigramas funerarios griegos, (si puede ser en la edición de Gredos, mejor que mejor). Porque no hay nada como leer estas hermosas despedidas en piedra para comprender que, a pesar de todo, la muerte nunca es el final.
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