Los libreros (si es que no hemos acabado ya con esta profesión) deberían colocar una báscula detrás de sus mostradores y enfundarse un delantal verde pescadero. Así podrían vender con más facilidad la literatura a cuarto y mitad.
—¿A cuánto está hoy la novela? —preguntaría el cliente, curioseando las últimas novedades.
—A 4 euros los cien gramos —respondería el librero.
—Perfecto, pues póngame medio kilo de novela histórica para estas vacaciones y un kilo de novela policiaca para mi marido, que le gusta mucho consumirla rebozada de escenarios turbios.
—¿No desea algo de poesía? Lleva todo el mes en oferta y está muy fresca —intentaría colarle, como buen comerciante, el molesto excedente.
—¡Ummm! Mejor no. La poesía nos produce digestiones pesadas en casa —se excusaría el cliente.
—¿Relato, tampoco?
—Menos aún. No hay quien soporte el relato en casa, nos dan arcadas con solo olerlo.
Me resulta una escena bastante coherente, dado que a nadie parece preocuparle la calidad del producto, sino el tamaño del mismo; aquí sí es importante.
Pocas historias merecen las exageradas páginas de las que gozan y, sin embargo, son las más demandadas por los lectores de nuestro país. A nadie parece importarle leer descripciones alargadas, personajes insustanciales o escenas que no influyen lo más mínimo en la trama. Es más, hay lectores (muchos) que consideran normal saltarse 50, 60, 100 páginas de un libro, sin que influya lo más mínimo en la calidad de la narración ni en su juicio de la misma.
“Una novela en la que usted podrá elegir sus propias elipsis”, deberían rezar las fajas comerciales.
«Si una película puedes contarla en 5 escenas no la cuentes en 6», o algo así decía el guionista Elmore Leonard. Nuestra literatura funciona a la inversa: si una novela puedes narrarla en veinte escenas, intenta mejor narrarla en 30 y así aumentarás 150 páginas totalmente anodinas.
¿Se imaginan que fuese normal ir al cine y que nos adelantasen la película a tramos cada poco rato?
Sorprende más aún en un mundo en el que se impone lo digital y todo tiende a un formato breve. «Lo bueno, si breve, dos veces bueno», decía Baltasar Gracián. Excepto en lo que se refiere a la letra impresa, le faltó añadir.
Me pregunto si Carver (que nunca escribió novela), Borges o Cortázar, por poner tres ejemplos de clásicos de la literatura moderna, lo hubiesen tenido fácil para editar a día de hoy en nuestro panorama literario. Me temo que no.
Intuyo que, en esta esquizofrenia literaria, grandes obras quedan recluidas en los discos duros de los ordenadores de sus autores y fuera de la mesa de novedades: novela breve, colecciones de relatos, el 90% de la poesía y gran parte de todo lo que no sean novelas clónicas en forma de comida recalentada decimonónica.
Sin embargo, no tengo claro si la culpa es del lector o del mercado que le abastece. Siempre se me dio mal la economía y nunca terminé de comprender si la oferta hace la demanda o la demanda es la que hace la oferta.
Los editores, siempre dispuestos a pegarse de cabezazos en el muro de las lamentaciones culturales, se quejan de que cada vez hay menos lectores. Pero lo cierto es que de lo que cada vez hay menos, son editores.
Imposible saber si la gallina fue antes que el huevo, o fue el huevo el origen de todo. Pero sorprende la preocupante falta de criterio editorial a la hora de abastecer el mercado de según qué obras. Atrás quedaron los Antoine Gallimard, Jorge Herralde o Sonny Mehta.
La industria editorial ha dejado de ser un filtro que marca un estándar de calidad y se ha convertido en una picadora que vende chóped en barra al peso, con el peligro que esto conlleva. No se puede exigir que aumenten los índices de lectura cuando lo que se vende es literatura embuchada.
Hace unos días la bloguera y crítica literaria Rita Piedrafita preguntaba en sus redes: ¿Quién determina la calidad de una obra?
Una pregunta difícil de responder, desde luego, sin caer en una prepotencia intelectual ni en un fascismo cultural. Lo que no significa tampoco que debamos salvaguardarnos en el facilón y eterno mantra de “el arte es subjetivo”. Por supuesto lo es, pero también hay unos mínimos que impone la propia sensatez. Y no, no parece muy sensato que uno pueda pasar por alto no leer el 30% de un libro sin que esto repercuta en su calidad. A no ser que la literatura, a partir de ahora, se consuma por cuartos y mitades para después limpiarla en casa y tirar los desechos a la basura cual pescadilla en oferta
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