El texto original en que se basa este artículo se publicó bajo el mismo título en la revista XL Semanal en 1993, luego en el libro Obra breve en 1995, y prologó una edición especial del Círculo de Lectores sobre el ciclo de Los Mosqueteros.
Lo encontré por primera vez cuando era joven e impulsivo, inexperto provinciano montado en su jaco amarillo para rechifla de los paisanos y de los agentes del cardenal Richelieu. Y cuatrocientos veinticinco capítulos después de que entablásemos conocimiento en Meung-sur-Loire aquel primer lunes de abril de 1626, cincuentón y resabiado, curtido en mil peripecias, cuando por fin estaba a punto de conseguir el bastón de mariscal frente a las murallas y trincheras de Maastrich, me lo mató una bala holandesa. De estar vivo para comentar el suceso, Athos nos habría mirado con aquellos ojos serenos donde, al emborracharse, aparecía la imagen de Milady, diciendo que era una más de las jugarretas del destino. Porthos habría soltado una risotada jovial, quitándole importancia a ese incidente de morirse. En cuanto a Aramis —el único de los cuatro que no murió jamás—, habría asentido en silencio desde la penumbra, como si todo estuviese escrito de antemano en un libro secreto que él tuviera en su poder. La verdad es que resulta curioso. Hace treinta y dos años que, de los cuatro, d’Artagnan es mi mejor amigo. Y ahora caigo en la cuenta de que nunca conocí su nombre de pila.
Hay libros tan íntimamente ligados a viejas imágenes, olores, sensaciones, que resulta imposible abrirlos de nuevo sin que, de golpe, reviva todo ese fragmento de pasado que acompañó su primera lectura. Si el solar de un hombre lo constituyen, sobre todo, la memoria y los recuerdos de infancia, ciertos libros, los que más huella dejaron o acompañaron momentos decisivos de sus años transcurridos, terminan adoptando ellos mismos, con el paso del tiempo, el carácter de bandera o de patria. Esto ocurre a menudo con ciertas páginas leídas en años fértiles, cuando la imaginación de un muchacho aún mantiene, por fortuna, difusas las fronteras entre realidad y ficción que después, tan cruelmente, delimitará el mundo de los adultos razonables. Hermosos y nobles libros limpios de corazón, fieles no a lo que ven o hacen los hombres, sino a lo que los hombres sueñan.
Son tres los libros que, por diversas razones y circunstancias, más veces he releído en mi vida: La cartuja de Parma, La montaña mágica y el ciclo completo de las andanzas de d’Artagnan y sus amigos, que incluye Los tres mosqueteros, primera parte y la más conocida, que antecede a Veinte años después y a El vizconde de Bragelonne. De todos ellos, el primer descubrimiento, el primer amor, la primera y temprana pasión corresponde, sin duda, a la trilogía escrita por Dumas. Todo arranca de un jovencísimo lector de nueve años que descubre cuatro antiguos volúmenes encuadernados en piel en la biblioteca de su abuelo, y se fragua en días de lluvia y gripe en la cama devorando páginas, o largas tardes de verano a la orilla del mar. Así nació una pasión que me ha llevado hasta el extremo de rastrear después, en polvorientas librerías de viejo, antiguas ediciones por entregas, folletines canónicos a dos columnas y en mal papel, o facsímiles de los periódicos donde esas historias fueron publicadas entre 1844 y 1850, con las ilustraciones magníficas de Leloir, La Nézière, Desandre y Neuville. Y todavía a principios de 1991, cuando durante la primera guerra del Golfo remontaba con un equipo de TVE la carretera de Kuwait entre pozos de petróleo en llamas, en mi mochila viajaba conmigo el segundo volumen de El vizconde de Bragelonne, y en mi cabeza se mezclaban las imágenes de la batalla y la hora de cierre del telediario con las intrigas de los amigos de d’Artagnan, el secuestro de Luis XIV y el misterio de la Máscara de Hierro, gestándose ya la novela que dos años después publicaría con el título El club Dumas.
Alejandro Dumas, ese escritor jovial y vividor, que se arruinó y enriqueció varias veces, gastándose el dinero en juergas, viajes, banquetes, flores, lujosas residencias y bellas amantes, fue el hombre más leído de su tiempo: lo que hoy llamaríamos un best seller, con fama muy superior a la que tendrían Stephen King, John le Carré, Tom Clancy, Ken Follett y todos los grandes fabricantes de éxitos editoriales del mundo moderno. En el siglo pasado, a Dumas lo leían desde Nueva York a Vladivostok, y se llegaban a fletar barcos para transportar rápidamente sus obras, que el público devoraba con avidez. Contaba con dos virtudes: una extraordinaria capacidad para apropiarse de historias ajenas y adaptarlas a su voluntad, documentándose en todas partes, y un talento abrumador, definitivo, que convertía en aventura y emoción todo lo que tocaba. Llegó a tener como colaboradores a escritores de talento; pero ninguno de éstos, al separarse de él, logró triunfar en solitario. Dumas era la magia. Dumas era, y sigue siéndolo para muchos, la Novela con mayúsculas: la novela popular, la peripecia, el folletín por entregas que tenía al lector con el alma en vilo hasta la siguiente entrega. Escribió siempre, hasta casi su muerte. Doscientos cincuenta y siete tomos de novelas, memorias y otros relatos, y veinticinco volúmenes de obras teatrales. Murió en casa de su hijo Alejandro, el autor de La dama de las camelias, dulcemente. Su hijo hizo de él este epitafio: «Ha muerto como ha vivido. Sin darse cuenta».
Los tres mosqueteros, con su continuación Veinte años después y El vizconde de Bragelonne, fue su obra más famosa, junto con El conde de Montecristo. Pero, a pesar de su imaginación portentosa, Alejandro Dumas no inventó el personaje de d’Artagnan. Durante una visita a Marsella, el escritor pidió prestado un libro que después nunca devolvió, y que le daría fama inmortal. El libro eran las Memorias de d’Artagnan, la historia de un oficial de mosqueteros, escrita por un tal Gatien de Courtilz de Sandras, un aventurero que vivió a finales del siglo XVII y narró las supuestas memorias de un personaje real: Carlos de Batz Castelmore, conde de Artagnan. Un gascón nacido en 1615 que, como en la novela, fue mosquetero, aunque no vivió durante la época de Richelieu sino en la de Mazarino, y murió en 1673 durante el asedio de Maastrich cuando, igual que su homónimo de ficción, iba a recibir el bastón de mariscal. Dumas tomó de las memorias de Courtilz todo cuanto le apeteció para la novela, adaptándolo a sus necesidades novelescas. Porque Dumas era un tramposo; un hombre con una extraordinaria capacidad para alterar los hechos en beneficio de sus historias. Fíjense en Richelieu, sin ir más lejos: Armando Juan du Plessis fue el hombre más grande de su tiempo, el que estableció los fundamentos del Estado francés y su hegemonía frente a España; pero tras pasar por las manos de Dumas, que necesitaba un malvado para su novela, quedó para siempre con la catadura de un villano. Eso era típico de Dumas, que, cuando lo acusaban de violar la Historia respondía: «La violo, es cierto. Pero reconozcan que le hago bellas criaturas».
De esa forma, tomando de una parte la vida del d’Artagnan auténtico y mezclándola con datos y anécdotas salidos de otros libros de memorias e históricos de la época, Dumas y su colaborador Augusto Maquet compusieron la narración de los mosqueteros, que se publicó en el diario Le Siècle por entregas: Los tres mosqueteros, del 14 de marzo al 11 de julio de 1844; Veinte años después, del 21 de enero al 28 de junio de 1845; El vizconde de Bragelonne, del 20 de octubre de 1847 al 12 de enero de 1850. El éxito fue inmediato, inmenso, extraordinario e internacional, y situaría la obra de Alejandro Dumas entre los autores más leídos en la historia de la literatura universal.
Y es aquí donde llegamos a la gran pregunta: ¿Existieron Athos, Porthos y Aramis, o sólo fueron producto de la imaginación del novelista…? Por suerte hay una respuesta para eso. El propio Dumas los creyó personajes de ficción, apoyándose sólo en los tres nombres mencionados por Courtilz de Sandras en sus Memorias de d’Artagnan; pero todos existieron y anduvieron cerca unos de otros. Athos fue Armand de Sillègue, señor de Athos, mosquetero de la guardia del rey desde 1640, que murió en París en 1643 sin haber podido, por tanto, tomar parte en ninguna de las aventuras de la novela Veinte años después. Murió en un duelo, pues su cuerpo fue descubierto atravesado de una estocada en el Prado de los Clérigos, lugar frecuentado por espadachines y duelistas de la época.
Respecto a Aramis, el refinado mujeriego con vocación religiosa, se llamaba en realidad Henri d’Aramitz, e ingresó en los mosqueteros cuando Athos, hacia 1640. Fue escudero, abate laico en la senescalía de Oloron, y ahijado del señor de Treville, otro personaje real, que Dumas hace aparecer en los primeros capítulos de la novela. Aramitz se casó y tuvo varias hijas cuya descendencia, al parecer, vive todavía.
Se ignora si Porthos era, como en el texto, un gigante de noble corazón, valiente y leal camarada; pero lo cierto es que nació en Pau, se llamaba Isaac de Portau, e ingresó en los mosqueteros sólo un año antes de la muerte de Athos. Dice la crónica que murió pronto, por enfermedad o en la guerra con los españoles. O tal vez en algún duelo, como Athos.
También existió Rochefort, el malvado espadachín sicario del cardenal, el hombre de la cicatriz, cuyo personaje extrajo Dumas de unas supuestas Memorias de MLCDR (el Señor Conde de Rochefort). En cuanto a Milady, la perversa Milady, Dumas la obtuvo en las Memorias de La Rochefoucauld. No se llamaba Ana de Brieul ni se casó con ningún lord Winter; pero sin duda era muy bella. Su nombre real fue condesa de Carlisle, y le robó, como en la novela, dos herretes de diamantes al duque de Buckingham en un baile.
Y llegamos a d’Artagnan, el auténtico. Carlos de Batz Castelmore nació entre 1615 y 1620 en Lupiac, Gascuña, y fue a París muy joven. Así que, para situar a sus héroes en la época histórica que más le convenía, Dumas lo envejeció diez años. Puede así tener dieciocho el primer lunes de abril de 1626 y vivir la larga aventura de los mosqueteros. El otro, el auténtico Carlos o Charles, nombre propio que nunca aparece en la novela de Dumas, ingresó en 1635 en la compañía de guardias del rey que mandaba, como en la novela, el señor des Essarts, y con él participó en 1640 y 1641 en los sitios de Arras y en las campañas del Rosellón. El erudito y novelista Néstor Luján apuntó con verosimilitud que seguramente estuvo en Cataluña cuando la guerra de els Segadors, y en la Isla de los Faisanes cuando el enlace de Luis XIV con una infanta de España. También viajó por Inglaterra en 1643, ingresando en la compañía de mosqueteros reales cuando ya había muerto Luis XIII. Nunca pudo ser, por tanto, mosquetero bajo Richelieu y este monarca. Lo que sí fue, según todos los indicios, es un activo agente del cardenal Mazarino: a tenor de la correspondencia secreta del cardenal, d’Artagnan desempeñó diversas misiones secretas durante la Fronda y siguió una brillante carrera militar. Luchó en Flandes y ascendió en 1657 a teniente de los mosqueteros del rey, graduación equivalente a la jefatura efectiva de esta unidad. A la muerte de Mazarino siguió a las órdenes del joven Luis XIV, quien le encomendó, como en El vizconde de Bragelonne, la custodia del superintendente Fouquet cuando éste cayó en desgracia y fue detenido. Madame de Sévigné, amiga de Fouquet, dedicó encendidos elogios a la cortesía y caballerosidad de d’Artagnan en su correspondencia. En 1667 sucedió al duque de Nevers como jefe máximo de los mosqueteros, y murió por fin en Maastrich en 1673, encabezando un asalto. Nunca recibió el bastón flordelisado de mariscal de Francia que Dumas, más generoso que el rey a quien d’Artagnan sirvió toda su vida, le puso en las manos en el momento de su muerte.
Ésa fue la carrera militar del auténtico d’Artagnan. En cuanto a su vida privada han podido comprobarse muchos datos, pues se conocen su testamento y el inventario de su casa. Casó con una viuda rica, tuvo dos hijos y se separaron. El d’Artagnan de ficción murió soltero, era tacaño y tuvo poco éxito con el dinero y con las mujeres. El de verdad fue mujeriego, adinerado y gran señor, aficionado a las amantes, los perfumes y las joyas. Pero ambos eran valientes, apuestos, astutos y duelistas.
¿Ficción o realidad…? En la obra de Dumas, nadie es capaz de separar la una de la otra, a estas alturas. De hecho, la realidad permanece como un alma de hierro por debajo de la novela de ficción, aunque a fin de cuentas la realidad sea lo de menos. Lo cierto es que su éxito fue inaudito. Ahí están, en las amarillentas colecciones de las hemerotecas, anunciándose en los periódicos de mayor tirada de la época, publicadas por entregas, capítulo a capítulo, en primera página. Se cumplía así con una de las exigencias del público: emoción e interés, como en las actuales telenovelas, con buen cuidado de interrumpir la narración en el momento justo, dejando al público con el alma en vilo hasta la siguiente entrega. Historias dirigidas a una amplia masa de lectores ávidos de novedades, sorpresas y emociones. Quizá paladares no muy exigentes; pero masas de público, al fin y al cabo, donde también se incluían los más refinados lectores.
En España el éxito fue inmenso. El nombre de Alejandro Dumas figuró junto al de los grandes autores de su tiempo. Después vino la indiferencia y el desdén de los críticos, aunque no del público que le ha seguido siendo fiel hasta nuestros días. De un modo u otro, la literatura es un naufragio constante donde Dios, que es el lector, reconoce a los suyos. Y Dumas sigue a flote como caso extraordinario: autor popular que, a pesar de serlo, llegó a codearse con los más grandes ingenios de su tiempo, con los más grandes novelistas de la historia, sobreviviéndoles y sin desmerecer. A eso se llama, simplemente, talento.
Los tres mosqueteros es una novela folletinesca, sin duda. Un caudal de peripecias con todos los pecados propios de las obras de su clase; pero también un folletín ilustre muy superior a los niveles comunes al género, que permanece fresco y vivo, que dispara ecos, resortes íntimos en la imaginación y los sentimientos de quien se enfrenta a sus páginas, sumiéndolo en una aventura apasionante y haciéndolo correr, galopar sin aliento de la ruta de Calais a Belle-Isle, batiéndose en las posadas o en los caminos, esquivando el veneno y el puñal en los corredores del Louvre, amando, matando y muriendo en una aventura que en realidad no es sino la Aventura, como decía Robert Louis Stevenson refiriéndose a Dumas, que late en cualquier corazón humano: voluntad ardiente, melancolía, fuerza un poco vana, amistad, elegancia sutil y galante, valentía, lealtad y ese tono de escéptica sabiduría, de pesimismo ligero o de templado optimismo que impregna el relato, y no es otra cosa que el lúcido conocimiento de la condición humana con lo que ésta tiene, a un tiempo, de despreciable y entrañable.
Sobre todo, a diferencia de los personajes fríos y sin alma de Verne, de los tragafuegos malayos de Salgari, de los piratas de buen corazón de Sabatini, los héroes de Dumas están vivos, tienen carne y sangre. D’Artagnan y sus compañeros son seres humanos sujetos a las pasiones y a los recuerdos; individuos que aman, odian, se quieren y son leales a pesar de las contradicciones y de las piruetas que, con el paso de los años, la vida impone. Puestos a extremar con ellos el rigor, Athos puede resultar un marido engañado; un héroe trasnochado y borracho que se aferra a su honor como único recurso para no volarse la tapa de los sesos. Porthos sería un gigante irresponsable y fanfarrón, Aramis un mujeriego intrigante e hipócrita… En cuanto a d’Artagnan, no saldría mejor librado. Como han señalado los estudiosos de la obra, su fama de espadachín es discutible. Y en efecto: en Los tres mosqueteros sólo asistimos personalmente a cuatro de sus duelos, y en algunos vence aprovechando que Jussac, por ejemplo, se está levantando, o que el adversario, ciego en el ataque, se ensarta él solo en su espada. En el desafío con los ingleses sólo desarma al barón, que al retroceder resbala y cae. En cuanto a su moral y carácter, hay aspectos discutibles. Al duque de Wardes le roba el salvoconducto con malas artes y recurre a una baja maniobra para acostarse con su amante. Y por cierto, en cuanto a amantes sólo conquista a cuatro: Milady —con subterfugios—, una criada de la que se aprovecha, la pequeña burguesa Bonacieux y la fondista Magdalena que lo mantiene en Veinte años después. Y no hablemos de dinero: la primera ronda general que vemos pagar a d’Artagnan es después de capturar al general Monk, cuando hace veinte años que lo conocemos sin verle soltar un duro.
Quizás ahí esté la clave: en la abrumadora humanidad de los cuatro héroes de Dumas. En Veinte años después militan en bandos opuestos, desconfían unos de otros, se engañan y acuden armados a la cita de la Plaza Real en el capítulo XXXI, donde discuten, y mientras d’Artagnan echa mano a la espada, Aramis saca la suya y están a punto de batirse. Después, d’Artagnan se lleva al buen Porthos a Inglaterra con engaños y ambos ayudan a Cromwell mientras sus otros dos amigos defienden a Carlos I. Todavía en Inglaterra, d’Artagnan se negará a estrechar la mano de Athos, cuyo anticuado sentido del honor los ha hecho fracasar, poniéndolos en peligro a todos. La amistad inquebrantable que se profesan los mantiene unidos, sin embargo, aunque vuelvan a enfrentarse en El vizconde de Bragelonne por el asunto de Fouquet y la Máscara de Hierro, mintiéndose y adorándose al tiempo unos a otros, dispuestos a batirse contra el mundo si es necesario, jugándose a cara o cruz, por lealtad al pasado, a los peligros que compartieron y a su vieja amistad, posición, dinero, honor y vida. Ejemplo admirable de fidelidad y constancia, de valor generoso y abnegación. Y en mitad de las mil tormentas en que se ven envueltos, de las zozobras y los peligros, buscando cada uno sus egoístas ideales, honores o ambición, siguen queriéndose unos a otros a pesar de ellos mismos, de las ínfulas de predicador de Athos, de la doblez jesuítica de Aramis, de la escasa inteligencia de Porthos, del orgullo y ambición de d’Artagnan. En un mundo hostil de adversarios, cortesanos y enemigos poderosos, de reyes ingratos y maniobras políticas, en el torbellino de las sucesivas intrigas donde terminan siendo víctimas y protagonistas a menudo a su pesar, los cuatro antiguos mosqueteros jamás perderán de vista un límite ético, un vínculo moral indisoluble que justifica cualquiera de sus actos y mantiene a salvo su honor y dignidad: la fidelidad a sus amigos, la solidaridad generosa, todos para uno y uno para todos, que no es, en el fondo, sino el respeto, el culto a las sombras fieles de los héroes de limpio corazón que en otro tiempo fueron. La lealtad a sí mismos, a su propia juventud perdida.
Y de ese modo, durante cuarenta años de la historia de Francia, los acompañamos hasta el ocaso. Cumpliendo la ley de la vida se van acercando a él cansados, escépticos, con la memoria llena de ingratitudes y desengaños; pero también de los buenos momentos vividos juntos, del valor y el heroísmo compartidos, y de la amistad que sobrevivió a todo lo demás como un hilo de acero constante bajo la trama, cruzando de parte a parte las dos mil doscientas páginas en las que se cuentan los sucesos de sus vidas extraordinarias. Y sobre sus viejos corazones fieles va cayendo el telón con un tono de melancolía resignada y valerosa. Los cuatro hombres que hicieron temblar a reyes y cardenales, que alteraron con su coraje algunas de las más dramáticas páginas de la historia de su tiempo, aceptan resignadamente su destino y se extinguen con el relato. Los héroes son viejos y están cansados; sus sombras se extinguen con los rescoldos de su época, recordando con nostalgia, ya sin odio ni pasión, a los viejos enemigos, que la distancia vuelve tan entrañables como los viejos amigos. Desaparecidos unos y otros porque ya no quedan hombres como ellos, de su temple y de su clase, y el mundo en que vivieron y lucharon agoniza con ellos. El buen Porthos, el corazón leal, el gigante generoso, es el primero en irse. «Es demasiado peso», dice antes de sucumbir en la gruta de Locmaría, rodeado de cadáveres de los enemigos que se lleva por delante. Le seguirá Athos, mirando con serenidad al ángel de la muerte cara a cara, digno y honrado como vivió siempre. Y después, mientras Aramis se sume en las sombras convertido en general de los jesuitas, d’Artagnan morirá de pie, como mueren los viejos soldados valientes, con sangre en el pecho y el nombre de sus amigos en sus labios, rozando con la punta de los dedos el rostro, que siempre le fue esquivo, de la gloria.
Esas vidas las habré compartido diez o doce veces con la mía, y siempre llego a su término con una sospechosa humedad en los ojos. Y cuando cierro el último tomo no puedo evitar hacerlo despacio, como quien corre la lápida de una tumba, con la misma melancolía que rodea los últimos momentos de mis amigos perdidos. Al fin y al cabo, con ellos muere también cada vez parte de uno mismo, del niño que alguna vez se fue. De lo mejor, lo más noble y generoso que existe en la condición humana. Pero también, cada vez, queda el consuelo de saber que Athos, Porthos, Aramis y d’Artagnan no se han ido para siempre. Dentro de dos, cuatro o cinco años, un día abriré de nuevo el primer volumen por la primera página, y todo empezará otra vez desde el principio. Una mujer rubia y enigmática en una carroza. Un hombre con una cicatriz. Y un joven gascón de dieciocho años sobre un jamelgo amarillo, el primer lunes de abril de 1626. Y yo cabalgaré con él, eternamente joven, generoso y valiente, al encuentro de aventuras y peligros. En busca de los mejores amigos que tuve jamás.
XL Semanal, 25 de abril de 1993
Olé!