El escritor chileno mantuvo siempre el compromiso político, y su ascensión al Olimpo de los superventas no menguó un ápice su gran humanidad y la lucha en favor del medioambiente. Son innumerables los testimonios que muestran un sincero acercamiento a su figura.
Pilar Rubiera, responsable de cultura de La Nueva España, me había encargado que fuera a cubrir el fallo —aunque esta vez el jurado acertaría de pleno— del Premio Tigre Juan. No recuerdo el día, pero sí que la cosa era en el hotel Principado de la calle San Francisco. Y que fue Covadonga Bertrand, entonces concejala de Cultura, quien me facilitó luego el teléfono de Luis Sepúlveda, exiliado en Hamburgo, Alemania, para que le llamara y poder hacerle una entrevista para La Nueva España, donde yo trabajaba desde hacía unos meses. Era 1988. Aquel día Luis Sepúlveda iniciaba “desde Oviedo” una de las carreras literarias más asombrosas de nuestro tiempo. También recuerdo ahora leer en la playa del Silencio, totalmente fascinado, Un viejo que leía novelas de amor en la edición original de Júcar. Cómo olvidar.
Gracias al premio Tigre Juan volví a coincidir con Luis Sepúlveda en 1994. Ese año él mismo presidía el jurado que otorgaría el galardón —ahora se premiaba la primera obra publicada y no un inédito— a Vicente Gallego. Yo había sido invitado por Miguel Munárriz, que organizaba el premio, no recuerdo muy bien si como periodista o en calidad (es un decir) de finalista dos años antes con mi primera novela, Londres. El caso es que —hay recuerdos que se empeñan en quedarse ahí para siempre— acabé a las tantas en la cervecería Trisquel, de la calle Carta Puebla, con Luis Sepúlveda y Braulio García Noriega, disfrutando de una noche memorable de palabras y ebriedad. Cuando le recordé a Lucho la llamada del 88… pedimos otra ronda.
Años después Luis Sepúlveda se instaló en Gijón, donde puso en marcha el Salón del Libro Iberoamericano. José Manuel Fajardo me llamó en una ocasión para moderar en La Felguera una mesa redonda sobre literatura y clase trabajadora, en la que estarían Hernán Rivera Letelier y Rafael Ramírez Heredia. Esta vez sí recuerdo la fecha (porque está en la dedicatoria que el primero de ellos me escribió en el ejemplar que llevaba de La Reina Isabel cantaba rancheras, una novela que me entusiasmó): 27/5/99. Con ellos llegó Luis Sepúlveda… tarde, un poco tarde (ya he dicho que yo moderaba), pero quién se queja cuando ve aparecer, aunque sea un poco tarde, a los Reyes Magos.
Y llegamos a la última, ya en este siglo. Acto de Amnistía Internacional en el Conservatorio de Oviedo. Me invitan a leer. También lo hará Luis Sepúlveda, que había sido “un caso” de AI durante su encarcelamiento en Chile (yo llevaba años en el grupo de Oviedo de la organización y formaba parte de equipo de “acciones urgentes”). Y sí, fue verdaderamente impactante lo que nos contó (y cómo).
Lo cierto es que le admiraba como escritor desde los tiempos de Un viejo que leía novelas de amor. Le admiré como persona a partir del momento en que empecé a conocerlo. Desde aquel día le admiraría también por su compromiso y valentía. Por su humanidad.
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Más sobre Luis Sepúlveda:
De gigantes y enanos: un abrazo bajo el sol, de José Luis Charcán
El vecino de abajo, de Lenka Dángel
Luis Sepúlveda, que nos enseñó a volar, de Miguel Barrero
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