“Obviamente, la locura y la muerte son temas esenciales para mí, por miedo o por deseo, que quizá sean la misma cosa. A esto hay que sumarle la enorme obsesión que tengo con la desautomatización del mito del Minotauro a manos de Borges y de Ende. El último poema fue una pesadilla real que tuve. Rara vez las transcribo, pero esta lo necesitaba”.
Zenda publica cuatro poemas inéditos de Olga Jiménez del libro en preparación: Mitos y virtudes.
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Al final
Al final nos vamos a morir sin saber nada,
mira que te lo tengo dicho.
Que te pierdes en las inmundicias de la cotidianidad
y se te olvidan el amor, la virtud
y todos los gestos simples que transmiten ambas cosas.
Al final nos morimos sin saber vivir,
te lo advierto.
Tú me miras y te ríes.
Te descojonas de mí y de la vida
porque se ha apoderado de ti la sensación de inmortalidad
que otorga la juventud plena.
Pero yo ya soy una anciana,
nací con la consciencia de la muerte grabada en las pupilas
y miro con ellas a todas las cosas.
Pongo a la muerte entre el mundo y yo.
Mido con esta vara, fin último de nuestra existencia.
Sé que no me entiendes y que te parezco una mujer triste.
Lo que no sabes
es que puedo aprender a vivir hoy
porque ya aprendí a morir hace mucho tiempo.
Escher
Si pulsas ese botón, llegarás a la última planta.
Es un hecho.
Durante el trayecto, olvida,
si quieres,
todo lo que te inculcaron sobre subir
y
bajar.
Debajo de este edificio los laberintos se apilan
(frases concisas que revelan desiertos como espejismos,
reflejos de la nada,
círculos que no se cierran,
la espiral de lo cotidiano),
como se caen las hojas cuando toca.
Por encima, solo anécdotas sin importancia:
elegir es el trayecto,
subir y bajar, minucias.
Minotaura
Bajo tu yugo, humanidad, que es soledad y es laberinto,
me transformo en un engendro.
Toda masa uniforme de carne y pensar,
paso a asumir el castigo dictado por ser
(agravio maldito, que estallen los espejos)
lo que, sin pena, habéis hecho de mí.
Aquí me tenéis, ante vosotros,
desnuda y sangrando, desde las vértebras hasta los poros,
bailando vuestras pútridas melodías:
uno-dos, uno-dos.
Solo me falta ceñirme hasta el filo del cuello una cabeza grotesca de toro
para que podáis llamarme miedo
y prenderle fuego fatuo
al reflejo de mi libertad.
Condena onírica
Después de aquel sueño,
sin duda premonitorio
a pesar del absurdo,
todo fue caer en picado.
Mi cuerpo inamovible,
como un cadáver,
aferrado a aquella silla,
no sé de qué manera.
El gélido metal abrazando mi cuello,
bien apretado entre las clavículas y la mandíbula,
ofreciendo al exterior tan solo una ranura meridional en todo su contorno:
una promesa incumplida de muerte,
una salida obtusa hacia ninguna parte.
El foco cenital
cortando las sombras,
separándome de la oscuridad y entregándome a ella de la misma manera;
creando un círculo impecable sobre mi cuerpo,
pidiendo a gritos el siguiente paso.
Una mano entra en escena.
Ignoro de quién se trata
pero sé sin duda que es un hombre.
Entre los dedos sujeta una cuchilla perfectamente circular,
la última pieza del engranaje:
un beso venenoso para mi cuello inconcluso.
El movimiento es certero,
profesional,
la puntería casi insultante,
y mi cabeza queda en un segundo
separada del resto de mi cuerpo
por una línea limpia y precisa.
Ya no estoy atada a nada,
puedo incorporarme;
sigo viva y no siento dolor.
No perder la cabeza es lo único que me importa.
Y no se trata de algo físico,
es una dolencia metafórica,
un miedo poético,
un terror más real que yo.
Sí,
después de aquel sueño, todo fue caer en picado.
Perder la cabeza
es lo que hago,
día a día,
al respirar.
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Olga Jiménez, nacida en Madrid, es licenciada en Comunicación Audiovisual y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. También es máster en Edición Literaria y ha colaborado con varias editoriales como correctora. Durante mucho tiempo combinó su amor por la literatura con la irremediable hostelería. Trabaja como agente literaria..
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