Tres fragmentos del poema Cuatrocientos puentes, de Ángel Petisme. Incluido en El dinero es un perro que no pide caricias (Premio Miguel Labordeta, distribuido por Ícaro de Zaragoza).
CUATROCIENTOS PUENTES
Hay setenta y seis formas de pedir un café
en Venecia y una sola de conseguir
que la vida nunca te dé la espalda:
El camino de la humedad.
Cruzo el umbral de los sueños pintados,
es un viejo almacén abandonado en Giudecca,
antaño los paisanos de Marco Polo
lo hicieron depósito de especias.
Y la grappa me habla: Busca al menos
tres razones por las que vivir.
De lo contrario puedes estar muerto
a los veinte, aunque te entierren con noventa años.
Se oye en Il Casanova de Fellini:
Cuando estoy borracho no distingo
cielo ni tierra, me tiendo solo,
inmóvil en mi lecho, hasta que al final
me olvido de que existo y entonces
mi felicidad es infinita.
Son unos versos de Lung-ho-Tse,
poeta chino del siglo VIII.
Yo también tengo esa sed en carnaval
y cuanto más apuro tus labios
bajo la máscara, mi niña, más sed;
y más me abandono a la carne de niebla
y al sabor de las noches del mundo.
En algún sitio leí hace ya siglos
que la realidad, lejos de Venecia,
no es más que una ilusión provocada
por la falta de alcohol.
Pero siempre hay una copa de veneno
y belleza en esta orilla del paraíso,
al cruzar uno de sus puentes.
Y son cuatrocientos.
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No me gustan los conductores de ambulancias,
las manos que no aprietan y sonríen,
los inventarios, los martes, los grandes almacenes,
los corazones negros, los tubos
de escape de las motos, los lavaderos
automáticos de coches.
Venecia se hizo de refugiados
que venían a las islas de la laguna
huyendo de la tormentosa decadencia
del imperio romano. Nació una vida
lacustre de gente que producía sal
y la vendía. También tú y yo huimos
de la hipertensión y de la decadencia
del corazón de las estrellas muertas,
agencias de calificación, primas
de riesgo, emisiones de crédito,
activos tóxicos, fondos de capital,
buscando el canto de las sirenas
de los barcos, las campanas
de las iglesias inundadas de agua.
Edificamos palafitos, puntos
de atraque, clavamos estacas,
hacemos balsas, luego mamposterías;
cuando el agua nos llega al cuello
asoman nuestros brazos, luego
nuestras cabezas de nadadores párvulos
en el mar color vino del Adriático.
Dicen que la sal en abundancia es mala,
yo cubro de silencio y de sal mis pinturas.
Mi corazón estallará en Venecia
como una granada. En la tumba
de Brodsky los visitantes depositan,
a manera de exvotos, lápices y
bolígrafos formando un ramillete.
Brodsky y Ezra Pound, dos poetas inmensos,
(uno judío, el otro con su leyenda
negra por sus servicios al fascismo
y su antisemitismo), uno obsesionado
con la belleza, el otro con la verdad,
reposando casi juntos en la isla
de San Michele. Y ahora me interesan
las islas de los vivos.
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La luna tiene un culo espléndido
sobre el Gran Canal, descansa sus muslos
rojos sobre las playas del Lido al atardecer
y hunde su pubis depilado en la línea
del horizonte en Malamocco.
De nada sirven las prisas sobre este
gran teatro de agua lunar. Hasta
los dioses viejos y salvajes,
que huyeron heridos por el sol
tras fumarse las flores de loto,
saben que en Venecia el color es la luz
y la luz es de humo. Venecia
de cristal y crepúsculo: Borges.
No es necesario entrar al Palazzo
Ducale para ver el Rapto de Europa
de Veronese; las calles de Europa están
llenas de gente con ojos desorbitados
que corren hacia la meta del miocidio,
arrastrados por el torbellino de la crisis.
La felicitación navideña del Banco de España
parece acorde con los tiempos.
Un fragmento de un mural del palacio
del príncipe Mdivani en la antigua
abadía de San Gregorio de Venecia.
La obra de Josep Maria Sert retrata
una escena en la que varios jóvenes
intentan evitar que otro caiga al vacío.
Doblemente incómodo el autor,
su obra tiene una sola tonalidad: la del oro.
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