Mi amiga Charo Guarino, amén de excelente poeta, es profesora de Latín en la Universidad de Murcia. Está especializada en Mitología Grecolatina y su pervivencia en las diferentes artes. Irene, su hija, que mira el mundo a través de la magia de sus ojos bicolores, desde bien chiquita, a la hora de irse a la cama, le pedía, noche tras noche, que le contara un mito. No que le contara un cuento, sino un mito.
Todo está en los mitos. Si atendemos a su descripción más extendida, mito (del griego mythos, que significa simplemente “narración”) es un relato que presenta explicaciones fantásticas de hechos reales o de fenómenos de la naturaleza. En ellos suelen pulular dioses, héroes y seres fantásticos que hacen cosas sobrehumanas, aunque en los mitos también se recogen las acciones, buenas o malas, de los humanos.
Fue a través de los mitos como los griegos y sus sucesores los romanos explicaron el origen de los dioses (teogonía), la creación del primer ser humano modelado por Prometeo, el diluvio universal y la recreación de los humanos por Deucalión y Pirra, el cambio de las estaciones, con la bellísima alegoría del rapto de Perséfone o Proserpina.
Uno de los mayores legados que el mundo clásico hizo a la posteridad es su gran acervo de mitos, hasta el extremo de que el segundo tema que más ha inspirado a cualquier tipo de artista, después de la Biblia y la tradición católica, ha sido la Mitología Grecolatina. Películas, composiciones musicales, juegos informáticos, libros y un largo etcétera, imbuidos del mundo de los dioses y héroes griegos o romanos, siguen saliendo sin descanso al mercado.
La primera vez que fui al Museo del Prado no tenía conocimiento ninguno de mitología. Así, cuando visité las salas de los grandes maestros sólo vi tiparracas desnudas, con graves problemas de sobrepeso y celulitis, borrachos gordos y derrengados con caras viciosas y mujeres y hombres en cueros sin venir a cuento.
Cuando volví por segunda vez, tras haber recibido ya las primeras enseñanzas de mi Magister Raimundo, quien me inoculó en vena el amor al Mundo Clásico, fue como si la primera vez estuviera ciego y hubiera recuperado, por fin, la vista. Donde antes veía gordas, ahora me deleitaba con las Tres Gracias y era capaz de ponerles nombre a cada una de ellas. Eso me hizo también vencer prejuicios y saborear su belleza, aunque los cenutrios de hoy, esclavos de modas efímeras e insulsas, las tachen de fofas celulíticas. Donde antes veía a un borracho tocado con una corona de hojas de parra, ahora era capaz de reconocer a Baco, acompañado o no de sus sátiros.
El hallar en Las Hilanderas el mito de Aracne y Minerva, genialmente camuflado en los tres planos de los que consta el cuadro, fue un plato reservado sólo a los paladares más exquisitos. Sentí escalofríos al imaginar a Velázquez manoseando su ejemplar de Las Metamorfosis de Ovidio para documentar su obra, al mismo tiempo que rendía tributo a sus antecesores en el puesto de pintor real, Tiziano y Rubens, con el motivo del tapiz tejido por Aracne.
Exactamente lo mismo que hicieron, por ejemplo, Monteverdi y Gluck para componer, en épocas alejadas entre sí, sus prodigiosas óperas llamadas L’ Orfeo (1607) la de Monteverdi y Orfeo ed Euridice (1762) la de Gluck: leer las Metamorfosis de Ovidio, lo más parecido para los paganos a una biblia por albergar en ella más de 250 mitos.
Gracias a mis maestros soy capaz de rastrear la huella de los mitos grecolatinos en la vida cotidiana y sé de dónde vienen términos de la lengua normal como sirena, grifo, caja de Pandora o quimera. Me encanta pasear por las calles de las ciudades o pueblos y descubrir negocios que le deben su nombre a nuestros ancestros clásicos: decenas de peluquerías o salones de estética se llaman Venus, como la diosa del amor y de la belleza. Muchas librerías o academias son denominadas Minerva o Atenea, al igual que la diosa de la sabiduría, o algunos negocios de limpieza y servicios domésticos se llaman Vesta, la diosa del hogar.
A la mitología le debo comprender por qué los científicos llamaron así a algunos elementos químicos, minerales o metales. Veo a Cadmo, fundador de la beocia Tebas, en el cadmio. Discierno por qué el mercurio se llama así, tras conocer las cualidades del dios Mercurio, mensajero de los dioses. Veo a Helios, divinidad del sol, en el helio. Rastreo los mitos que dieron lugar a que se llamaran de esta manera el neptunio, el niobio o el paladio.
Dominar la mitología es crucial si eres un amante de la astronomía. Es un inmenso placer observar las constelaciones y buscar sus diferentes estrellas, sabiendo por qué nuestros antecesores las llamaron así. Haber leído a los clásicos ayuda a ver con claridad las de Orión o de Tauro y averiguar cuál fue el motivo por el que helenos y romanos las llamaron con esta denominación, mientras intentas unir con líneas imaginarias sus estrellas y ver los dibujos ocultos en ellas.
Comprender por qué los psicólogos, siguiendo los preceptos de Freud, diagnosticaban antaño a alguien con los complejos de Edipo o de Electra (patología inventada por Jung como contrapartida femenina a la anterior) es algo que aprendí leyendo los mitos antiguos, transmitidos, entre otros, por los inmortales versos de los tres reyes de la tragedia: Esquilo, Sófocles o Eurípides. Rastrear la mitología también en la medicina es otra deuda con nuestros ancestros helenos, lo que nos permite vislumbrar el origen de dolencias como aquileitis o tendinitis aquilea, al mismo tiempo que rendimos homenaje a la “Ilíada”.
Descubrir la mitología en las artes y en la vida cotidiana fue recuperar la vista en el país de los ciegos. Consciente de eso quise acercar el mundo de la mitología a mis alumnos, de mil maneras. Una de las más efectivas que descubrí fue escribir para ellos una comedia en 1996, El Juicio de Paris (Ediciones Clásicas), en la que trataba de un modo desenfadado y fresco el mito que daría lugar a la Guerra de Troya.
El ser padre me hizo ver que necesitaba introducir a mis hijos en el mundo de los mitos, por lo que inventé unos personajes con sus rasgos físicos y morales y los hice protagonistas de un cuento basado en la mitología clásica, en la que se jugaba con el tópico del descenso al Hades, el reino de los muertos, a donde recientemente el cáncer había llevado a su abuela paterna. Nació, así, Hidria (Círculo Rojo).
El camino para aproximar el mundo de la mitología a la infancia está abierto. Que sea capaz de continuarlo es algo que sólo los dioses saben.
Es fundamental que se acerque al público infantil (y, ¿por qué no?, también al gran público) el fabuloso mundo de la mitología, que se alimente con estas historias eternas su fantasía, que echen a volar con ellas su alma, que héroes y dioses pueblen sus sueños, que los valores que nuestros ancestros quisieron sembrar en nosotros arraiguen en sus vidas a través de una cuidadosa selección de mitos adaptados a sus edades.
Que, al igual que mi amiga Irene, les pidan a sus padres que les cuenten un mito. Ahí es nada.
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