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Cuento de Navidad

Una historia que transcurre un 8 de diciembre, cualquier 8 de diciembre; el día que según los usos y costumbres debe armarse el árbol navideño.

Mañana

Baja la caja del altillo. Espera que los chicos estén durmiendo para bajarla. ¿Te parece que es hora de ponerte a hacer eso?, le pregunta su marido. Ella no le contesta. Lleva la caja a la planta baja, al living, junto a la ventana que da al jardín. Al mismo lugar donde siempre, cada ocho de diciembre, ella arma el árbol. Los chicos más que ayudarla le hubieran complicado la tarea. El marido baja las escaleras y pasa hacia la cocina. Voy a tomar un poco de agua, dice. Ella saca primero la base, abre las cuatro patas, y la apoya en el piso. El metal raspa la madera del parquet. Luego se dedica a las ramas, envueltas en papel de diario. Las desenvuelve. Mañana se van a enojar, los chicos, se van a enojar. A sus hijos les gusta armar el árbol de Navidad, pero ella prefiere hacerlo sola. Por eso esperó a que se durmieran. No les dijo que hoy era el día. Cuando se despierten el árbol ya va a estar listo. Desde la cocina se escucha el sonido del agua que corre. Ahora ella engancha la primera fila de ramas en la base. Las abre. Trata de que queden derechas, parejas, equidistantes. Prefiere el enojo de sus hijos y no el propio. Lo maneja mejor; maneja mejor cualquier enojo que no sea el suyo. Coloca la segunda  serie de ramas. Las abre. Las acomoda. ¿Tenés para mucho?, pregunta su marido antes de subir al cuarto. Ella no contesta. Ni siquiera lo mira. Sabe que cuando su marido pregunta “tenés para mucho” es porque quiere sexo. Y ella no quiere. Por eso no contesta, se hace la que no lo escucha. Coloca la tercera fila de ramas. Algunas se desflecan y caen  restos de plástico verde sobre el piso de madera. El año que viene va a tener que comprar otro árbol. ¿Tenés para mucho?, vuelve a preguntar él. Ella esta vez lo mira, pero tampoco contesta. El año que viene,  va a comprar un árbol nuevo el año que viene. Este año ya es demasiado tarde, hay demasiada gente en los negocios comprando adornos navideños, y a ella no le gusta cuando hay mucha gente. El marido sube la escalera y desaparece. Arriba, una puerta se golpea con fuerza. Es él, ella sabe. Cuando algo se le atraganta, su marido golpea puertas. Ella sigue trabajando en silencio. Coloca la punta del pino; se le tuerce hacia la derecha. Hace años que se tuerce. Es más, el mismo diciembre en que  compraron el árbol ya la punta estuvo torcida. El año que viene va a comprar otro árbol. Este año es demasiado tarde. Y hay mucha gente. Un chico llora. Un hijo de ella llora. Se queda quieta, frente al pino todavía sin adornos. No quiere que el chico baje y la encuentre. Escucha los pasos de su marido, arriba, en el pasillo que va a los cuartos. Y voces. El chico se calma. Ella entonces vuelve a su tarea. Se aparta del pino, toma distancia para poder juzgar si todas las ramas están en su lugar. Alineadas, parejas. El marido ahora se asoma por la escalera, en calzoncillos. ¿No subís?, dice. Quiere sexo, ella lo sabe. No lo dice pero ella lo sabe. En un rato, contesta. El marido sabe que ella no va a subir; el marido sabe que cuando dice “en un rato”, ella no sube. Se va enojado, aunque está descalzo se sienten sus pasos pesados en la escalera. A ella no le importa. Espera otra vez el ruido de la puerta que se golpea. Pero esta vez ese ruido no llega. Tal vez por el chico, para que no llore. O para que no se despierte otro. No le importa. Sólo le importa que el tiempo que le lleve a ella terminar de armar el árbol sea suficiente como para que el sueño venza el deseo sexual de su marido. Abre la caja donde están las bolas coloradas, todas iguales. Las cuenta. Cuenta las ramas. Las bolas son casi la mitad de las ramas. Las coloca rama por medio. Una sí una no. Dos se juntan donde termina la ronda y eso le molesta. Quita una, pero entonces se juntan dos ramas desnudas. Gira el árbol para que esa falla quede contra la pared y no se vea. Cuando termine de adornar el árbol va a subir, entonces sí. Busca dentro de la caja la estrella que irá en la punta. Se sube a un banco. La pone en la punta. La estrella se tuerce, junto con la punta, hacia la derecha. Una estrella dorada. Una estrella que fue dorada. Dos de las cinco puntas están raídas y se ve el cartón gastado. El año que viene va a comprar otro árbol. Y adornos navideños. Y una estrella de mejor calidad. El año que viene. Cuando no haya tanta gente. Mañana va a hacer el amor con su marido. Tal vez. Va a dormir la siesta antes, así a la noche no está cansada. Y sin ganas. Va a dormir la siesta; sí, mañana. Y va a comprar un árbol, el próximo año. Los chicos se van a enojar cuando se despierten. Pero el árbol va a estar listo, y el enojo al rato se les va a pasar. Busca las luces. Las coloca abrazando el árbol, girando alrededor. Las enchufa. Las luces de colores se prenden y se apagan. Dentro de la caja sólo queda el pesebre. Una casa de madera. La Virgen, San José, una cabra y un burro. Y el niño Jesús en el moisés. Su suegra dice que el niño no se pone hasta la Noche Buena. Recién cuando dan las doce. Pero a ella no le importa. En su casa, en la que ella vivía con sus padres, el niño estuvo siempre en el pesebre, desde el mismo momento en que se armaba el árbol. Un árbol más pequeño, sin estrella en la punta. Mañana va a dormir la siesta. Pero ahora no va a subir. Todavía no. Se va a quedar junto al árbol, sentada, sin hacer nada, mirándolo mientras todos duermen.

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