Y por fin sucedió. Yo sabía que tarde o temprano acabaría pasando, que era sólo cuestión de tiempo. Estaba preparado para todo, para aceptar que fuese un mendigo ilustrado, una dama de alcurnia arruinada o algún estudiante sin posibles. De hecho, esta era la opción que me parecía más probable. Pero resultó que no, que era una chica de una belleza tan limpia que ni mi disparatada imaginación hubiera sido capaz de concebir en las largas noches de humo e insomnio.
El plan era el siguiente: me sentaba a la mesa de un café o en la terraza de un bar de paso, preferiblemente en chaflán, y dejaba abandonado un libro de poemas. Ese libro era mi posesión más valiosa, no porque costara mucho dinero, sino porque lo había escrito yo y era el único ejemplar existente. Tenía, por tanto, el valor de lo único. Poesía en carne viva, poesía desangrada –me gustaba decir- porque embarcados en los versos iban de polizón las pavesas de una vida destartalada. Ese tipo de cursiladas decían mis poemas.
Entonces pagaba el café, me levantaba de la mesa, y dejaba olvidado el libro, con la misma desidia con la que se abandonan en verano a los perros en las gasolineras, o a la ropa que ya no está de moda en el fondo de los cajones del armario. Buscaba un lugar discreto desde el que pudiera observar sin ser visto, cazador al acecho de la presa, esperando que apareciese alguien que se llevase el libro. Pero nada, no había manera, a nadie interesaba.
Había hecho experimentos con guantes, bufandas, paraguas o sombreros, y les aseguro que ninguno de ellos tardaba mucho en desaparecer. Incluso objetos más extraños, un exprimidor de zumo, por ejemplo, una tostadora usada, una raqueta de tenis descordada o una armónica desafinada. Y todo volaba. El gesto del nuevo dueño del objeto, del hurtador ocasional, siempre era el mismo, lo tomaba entre sus manos, miraba a uno y otro lado –quién sabe si buscando al verdadero propietario o asegurándose de que nadie lo viera- y se llevaba el inesperado regalo. Unos lo hacían con disimulo. Otros con descaro. A unos se les notaba que les costaba, que lo estaban pasando mal. Otros, en cambio, disfrutaban. A veces un camarero eficiente y honrado llegaba antes y rompía el encanto, llevándose tras la barra del bar el objeto olvidado, esperando a que el descuidado volviera a reclamarlo. A veces un camarero eficiente y poco honrado se lo llevaba directamente a su casa.
Nunca fallaba, al cabo de unos minutos no quedaba sobre la mesa ni la propina. Sólo había una excepción, mi libro de poemas, que a nadie parecía importarle. Pero yo no desfallecía, sabía que algún día ocurriría, que no podía ser el único ser de la tierra que se alimentaba de belleza y melancolía, que un alma gemela a la mía debía existir en algún lugar, y que el azar, que es bastante soberbio y caprichoso, aún no había querido juntarnos.
Y el día había llegado. Y a juzgar por aquel rostro angelical y por las manos de acariciar, la espera había merecido la pena. La seguí calle arriba, hasta Insurgentes, imaginando cómo sería su voz, cómo sus labios, imaginando cómo sería su risa, cómo sus abrazos. Caminaba rápido, con la agilidad y el desparpajo que da la juventud, ignorante de la artrosis que castiga a las caderas y rodillas de los que pasamos de la media centuria.
Me pareció extranjera, no me pregunten por qué. Quizás por la piel blanquísima, o por el corte de pelo, a lo garçon, dejando desnuda la nuca. O quizás porque los seres tan hermosos no pueden ser de este mundo, al menos del mundo en el que yo vivía, y antes que alienígena hube de conceder que fuera forastera.
Llevaba mi libro en las manos, madre de Dios, ni siquiera lo había guardado en su bolso. En un semáforo lo hojeó. Se detuvieron los coches, supongo que porque el disco se tornó rojo, aunque yo quise creer que los conductores lo hicieron en cuanto la vieron, una mujer capaz de parar el tráfico. La lluvia, que al verla quiso regarla, comenzó a caer, remojando de paso mis ideas. No les he contado que esa misma mañana había tonteado con el suicidio, harto de quemar los días sin obtener recompensa alguna. Pero aquella chica, el ángel que por fin apreció mi poesía, lo había cambiado todo, y ahora no tenía más horizonte que conocerla, seducirla y enamorarla. Alguien que roba libros de poesía tiene que entenderme –pensaba- y tras comprenderme, quizás, algún día, amarme. Hasta recuperé las ganas de escribir, pensando que debía regalarle el cuento más hermoso del mundo.
Todas esas cosas pasaban por mi cabeza, bajo el agua de la lluvia, la misma que impulsó a mi ángel a subirse a un taxi y desaparecer, cuando apenas estaba a unos pocos pasos de ella. La llamé a gritos, ángel mío, ángel mío, pero el coche ya había arrancado. Busqué desesperado otro taxi, pero ninguno apareció. Y allí, en la avenida que comenzaba a teñirse con las luces de los autos que anunciaban la llegada de la noche, empezando a calarme hasta los huesos faltos de calcio, la perdí.
A partir de ese día mi vida no tuvo otro sentido que buscarla. Volví por la terraza del café, con la esperanza de encontrarla con una taza en la mano a la vera de una ventana. Incluso le pregunté al camarero, describiéndole con detalle su belleza, convencido de que era imposible que alguien que hubiera tenido la dicha de contemplarla no la recordara. Pero nadie fue capaz de decirme nada, ni una pista, ni un indicio, oscuridad absoluta.
Y la lluvia siguió lavando las calles y los parques, alimentando a los árboles. Un otoño que dio la alternativa al invierno más frío que recuerdo, y eso que hacía calor. Las luces de colores de los escaparates invitaban a comprar lo que no necesitabas. Era Navidad, y la felicidad había sido instaurada por decreto. Pero yo siempre he sido de natural rebelde, objetor de leyes absurdas, y lejos de ver la bonhomía de Santa Claus, para mis adentros pensaba que el mundo estaba gobernado por un Mr. Scrooge implacable que no te daba dinero ni para las medicinas del niño.
Volví a las andadas, a las drogas y al alcohol, a la absenta y al vino barato, a comer macarrones de madrugada, al vacío de la cama. Hasta que una noche, harto de cenar soledad, salí a la calle a buscar refugio entre los brazos de una princesa de esas de ocasión a tanto la hora. La encontré en una callecita recoleta, esquina con Bucareli. Un tercer piso sin ascensor, pasamanos de madera, escalones de piedra, y luz la justa. Espere aquí, me dijo la madame, ¿tarjeta o efectivo? Pagué mi propio regalo de Navidad en billetes de varios colores, y ese arco iris de papel moneda me llevó hasta una habitación oscura y lóbrega en la que entró el sol en cuanto apareció ella, mi ángel, con su pelo corto, a lo garçon, que dejaba su nuca desnuda, sólo que ahora lo que quedaba al desnudo era todo su cuerpo de diosa.
Lloré. Lo confieso. Lloré. Pero no de emoción y alegría, sino de pena y tristeza. Busqué con la mirada mi libro de poemas, el que se había llevado mi alma gemela, y allí estaba, en la mesa. Pero no sobre ella, abierto como debería, mostrando endecasílabos sin pudor, sino bajo ella. Mi ángel no había robado mi libro para leerlo, sino para forrar una pata coja de la mesa sobre la que me dijo, con marcado acento extranjero, que dejara mi ropa. No pude evitar la súbita arcada. Me miró sorprendida, estupefacta, ¿qué le ocurre, señor? Nada, respondí. Y como había entrado me fui. Nunca se pagó tanto por tan poco.
Contra todo pronóstico decidí seguir viviendo. Volví al café que hacía chaflán, pedí un mezcal, pagué la cuenta, y dejé sobre la mesa unas cuartillas garabateadas a mano con la esperanza de que, ya que a nadie le gustaba mi poesía, al menos le gustase mi prosa. Así que si está leyendo la historia de este poeta maldito residente en la colonia Coyoacán, en el Distrito Federal, será porque algún alma gemela la rescató de su destino: la papelera. Yo la dejé allí, con la misma fe con la que los náufragos escriben sus mensajes en una botella lanzada al mar. Y si este cuento llegó a sus manos será porque, al final, de forma misteriosa y por improbable que parezca, todo salió bien. Quién sabe, quizás eso sea lo que los optimistas llaman el espíritu de la Navidad.
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