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Cuentos completos, de Edgar Allan Poe

Cuentos completos, de Edgar Allan Poe

La editorial Páginas de Espuma publica una nueva traducción de uno de los autores decimonónicos que mejor han envejecido: Edgar Allan Poe. La traducción que Cortázar hiciera en 1956 -y que ha cautivado a los lectores durante setenta años- encuentra ahora una actualización de la mano de Rafael Accorinti. Una edición a cargo de Fernando Iwasaki y Jorge Volpi, con prólogos de Mariana Enríquez y Patricia Esteban Erlés, con ilustraciones de Arturo Garrido, y con notas de los mejores autores de relatos del actual panorama literario en español.

En Zenda reproducimos el arranque del Prólogo de Patricia Esteban Erlés a los Cuentos completos (Páginas de Espuma), de Edgar Allan Poe.

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POE, O EL LUGAR DE LAS APARICIONES

Patricia Esteban Erlés

No cabe la menor duda de que la literatura de Edgar Allan Poe ha ido convirtiéndose a lo largo de los dos últimos siglos en el lugar más propicio de las apariciones para quienes lo descubrimos siendo adolescentes, en uno de esos gozosos banquetes de lectura terrorífica que nos marcaron para siempre. Con toda seguridad, el gran maestro no acertó a sospechar siquiera que las páginas de sus ficciones provocarían en tantos jóvenes solitarios el avistamiento de algunos temores, previos a determinadas experiencias reales que nos aguardaban a la vuelta del camino. Y es que no resulta exagerado afirmar que con Poe pasamos miedo antes de tener verdaderas razones para sentirlo. Fue él quien nos advirtió, a través de las páginas de unos cuantos relatos fantásticos, de ciertos trances angustiosos que acechaban emboscados en el futuro, ese tiempo por entonces todavía envuelto en sombras.

Admito que yo no encontré a Poe en uno de los lujosos tomos encuadernados de la biblioteca familiar. No existía tal cosa en el pequeño piso en el que crecí y si llegué al bostoniano maldito, fue, como muchos españoles nacidos en los setenta, gracias a la versión que Radio Futura hizo de «Annabel Lee». Después de escucharla unas cuantas veces grabé la canción desde una emisión de Los 40 principales, en una crepitante cinta de casete que me acompañó durante todo un verano. Me enamoré sin remedio de aquel precioso cuento de ángeles envidiosos y sepulcros junto al mar, que nos impactó tanto a toda una generación gracias a la voz grave de Santiago Auserón y al videoclip en el que el Bien y el Mal eran seres alados que jugaban una larga partida de ajedrez para disputarse el trofeo de una vida humana. Pronto descubrí que la letra provenía de un poema y urgió leer más cosas, en realidad cualquier otra cosa, de su autor. Encontré en la biblioteca de mi barrio una desastrada antología con sus narraciones extraordinarias. Aquel era, desde luego, un libro precario, de cubierta abigarrada, páginas amarillentas y letra microscópica, pero ninguno de sus muchos defectos disminuyó un ápice el placer con el que me sumergí en el universo atormentado de Poe. Nunca he logrado salir de allí. Ni falta que me hace.

Tengo la certeza de que cada vez que decidí quedarme a solas con sus historias me asomé a una ouija clarividente en la que divisé, aún muy lejana, la silueta de la muerte, esa dama pálida que persigue, insistente y silenciosa, a los vivos. Allí, en las páginas de aquel ejemplar ordinario, me di de bruces también con la soledad absoluta de los locos y con la crueldad que se inflige en tantas ocasiones a los más indefensos por puro placer. Todo aquello que habríamos de vivir en carne propia años después, conforme el porvenir dejaba de serlo y descubríamos que hacerse adulto equivale, con frecuencia, a enterarse de cosas muy desagradables, ya nos lo había contado Poe, como una suerte de amadísimo hermano mayor con fama de oveja negra, de irrecuperable bala perdida.

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Sí, todo eso estaba allí, en sus cuentos poblados de mujeres sabias y frágiles, bautizadas con nombres etéreos, como Ligeia, Morella, Berenice o Eleonora. Las lívidas muchachas de Poe nacían condenadas a la enfermedad y a una dolorosa lucidez en lo que concernía al propio destino. Ellas nos confirmaron que la muerte dura más que la vida y que resulta el regreso desde ese lugar del que no se vuelve, se antoja siempre aterrador, por más que quienes retornen sean las personas a las que más se ha amado. Antes de que muriera alguien de nuestro entorno cercano supimos del síndrome del superviviente que aqueja tan a menudo a quien se queda aquí, por esta vez. Comprendimos que la muerte no llega y se marcha, sino que decide instalarse cerca de los vivos y permanece en su memoria como una dolorosa conciencia del miembro amputado, de todo aquello que hemos perdido sin remedio.

En sus relatos de amor y fantasmas pervive el miedo al abandono que sintió el pequeño Edgar desde que perdió a su madre, una actriz viuda que acabó sus días consumida por la enfermedad y la pobreza en un miserable cuartucho de Richmond. Miedo crónico que habría de resurgir una y otra vez ante el rechazo o el fallecimiento prematuro de las mujeres a las que amó durante su atormentada existencia, hasta la muerte por tuberculosis de la esposa niña, su prima Virginia Clemm. Puede que el azote constante de enfermedades endémicas en la sociedad norteamericana de la época alimentara también fuera un íntimo temor en Poe, la angustiosa sensación de que una sombra letal rondaba las casas y podía encapricharse de cualquiera. Quizás así puede explicarse el desfile de doncellas inocentes, condenadas a un desgraciado final, al que asistimos en algunas de sus mejores narraciones.

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En aquellas maravillosas tardes en que leímos a Poe también se aparecieron ante nosotros ellos, los primeros personajes malditos que habrían de enamorarnos. Hombres altos, de cabellos negro azabache, frente despejada y tez pálida, inteligentísimos pero abocados, quizás por eso mismo, a la autodestrucción. No sabíamos que Poe se retrataba desde el principio en muchos de sus cuentos, asumiendo una y otra vez el disfraz de antihéroe iracundo, bebedor, altivo e hipersensible, tan orgullosamente versado en libros antiguos como inepto a la hora de desenvolverse en una realidad hostil que no tiene por costumbre celebrar la nota discordante, lo excéntrico. En varias de esas historias de inevitable final desdichado cada alter ego del autor se deja acompañar por un caballero sensato y anodino que, bien resguardado a una distancia prudencial del precipicio relata, lleno de un admirado pesar, la perdición del protagonista. En esos testigos piadosos que permanecen a salvo en la orilla (con frecuencia aburridísima) de la cordura y contemplan el viaje a los infiernos del amigo, víctima de su propia arrogancia, de un amor prohibido o una maldad congénita, podemos reconocernos los lectores, que admiramos de lejos, sin mojarnos el tobillo, a un ángel condenado. Otras es el personaje principal quien se deleita soltando una carcajada burlona mientras sale al encuentro de la muerte.

Además de abordar de forma reiterada, casi obsesiva, la locura dañina para uno mismo, basada en el placer consciente de la propia destrucción y el desprecio a la vida, Poe retrató en varios de sus antihéroes más conocidos la demencia que obtiene de la crueldad arbitraria y desproporcionada la única gratificación posible. El servidor atento de un anciano, de pronto metamorfoseado en asesino monomaniaco que nos sale al paso en «El corazón delator» es una buena muestra de la dualidad humana, de la naturaleza sanguinaria que guarda a buen recaudo el ciudadano más amable y compasivo. ¿Por qué ese criado mata a su amo indefenso, si reconoce que siempre fue un buen hombre? La respuesta parece simple: porque sí, porque la idea aparece y se adueña de él, de manera que el asesinato llega a convertirse en objetivo vital. En nuestro equipaje literario queda fijado ese «zoom» avant la lettre que hipertrofia el ojo azul claro del pobre viejo y lo emponzoña con una perversidad que en realidad solo existe en el delirio del sirviente. El ojo celeste, que pasa a ser de pronto una pupila de buitre, maligna, animalesca, le brinda al protagonista, en último término, la única razón que acierta a esgrimir para explicar su malvado proceder.

Poe nos hizo saber, además, y mucho antes de que llegaran a la misma conclusión los avispados directores de cine de terror, que la muerte cruel de un animal doméstico puede quedar impresa para siempre en una memoria joven. Sigo preguntándome a día de hoy por qué me duele tanto releer «El gato negro», cómo es que el impacto de esa maldad injustificada del narrador que quiso tanto a un felino dócil al que ahorca con sus propias manos no caduca. Hoy en día me atormenta igual que la primera vez que supe de ella, y lo que es peor, me parece tan auténtica, tan real como si la tortura estuviera teniendo lugar en mi presencia y no pudiera hacer nada para evitarla. Y, qué curioso es esto: el brutal asesinato de la esposa del narrador, al interponerse para defender al segundo gato de la pareja, se relata de forma mucho más informativa, casi de pasada, como algo menos decisivo que la muerte de Plutón, porque la decadencia moral del protagonista comienza, y él es muy consciente de ello, en el preciso instante en que traiciona la lealtad del animalito.

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Autor: Edgar Allan Poe. Título: Cuentos completos. Traducción: Rafael Accorinti. Editorial: Páginas de Espuma. Venta: Todostuslibros.

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Raoul
Raoul
10 ddís hace

Excelente prólogo. Por mi parte, descubrí a Poe hace más de treinta años en un tomo de Alianza, con una ilustración de una calavera en la portada y la magnífica traducción de Cortázar en su interior. Leí varios relatos en casa de un amigo una tarde de invierno (el primero fue “El entierro prematuro”), y aunque con el tiempo terminaría leyéndolo en inglés, Poe nunca me impresionó tanto como en aquella ocasión.

Danpier
Danpier
9 ddís hace

Excelente muy apreciado