Zenda publica La confesión, ¡qué penitencia!, un cuento de Carlos Janín (Pamplona, 1944) que forma parte de los Cuentos para la hoguera, publicado por Laetoli. Janín es también autor de Diccionario del suicidio.
3
La confesión, ¡qué penitencia!
He de confesarles que, para mí, la confesión ha sido una pasión. Las horas pasadas en el confesonario podían, en aquellos mis años juveniles, contarse entre las más gratas en el desempeño de mi cometido sacerdotal. Es tanto el bien que se hace, tan grande el poder de que se dispone y tan hermoso, sencillo y eficaz el milagro de la absolución, que no hay juez, médico, siquiatra o sicoanalista que pueda sentir la satisfacción que nosotros sentimos al lavar de toda culpa al pobre pecador agobiado por el peso de su conciencia. Aquel atento escuchar a quien, premioso, azarado, va desgranando la apretada piña de sus faltas y va desnudándose prenda a prenda hasta quedar limpio y puro de todo su costroso envoltorio; el ayudar con oportunas insinuaciones y hábiles preguntas al apocado que no halla sin sonrojo la palabra que nombre su conducta; sondear, guiar, encauzar, refrenar también en ocasiones a quienes, ora por inconsciente exhibicionismo, ora por culpable deseo de escandalizar al confesor, parecen recrearse en vanas descripciones de sus torpezas; alzar al humilde que se rebaja demasiado y hacer comprender al frívolo y descocado la gravedad de su falta. Todo esto, junto al excepcional privilegio de poder asomarse a las almas, abrirlas como libros, escudriñar sus sótanos y explorar sus desvanes, y lograr de ese modo el más vasto y profundo conocimiento del hombre, conocimiento que para sí quisieran filósofos, sicólogos y novelistas, no tiene parangón en la vida. ¿No dicen que Tirso de Molina, aun siendo fraile mercedario, alcanzó tan agudo conocimiento del corazón femenino gracias a su labor de confesor? Pues así debió de ser, porque sólo a nosotros nos es dado bucear en tan insondables entresijos. Si no fuera el símil un tanto irreverente y desde luego totalmente inapropiado, me atrevería a compararnos con aquel Diablo cojuelo que, levantando los tejados de Madrid, veía la realidad tal como es, sin tapujos ni adornos.
En esta benéfica actividad, claro que acompañada de todas las demás tareas propias de mi ministerio, transcurrieron mis mejores años. Permítaseme, por viejo, poner en guardia aquí a los jóvenes curas principiantes contra un peligro que se cierne sobre aquellos a quienes podríamos llamar buenos confesores; peligro que, ya en el empleo del adjetivo “buenos”, que no he sabido, o no he querido soslayar, se advierte que es el de caer en el pecado de la vanidad. ¿Dónde no irá a echar raíz esta planta de flores tan vistosas como sutil ponzoña? Pues hasta en el sigilo de este reservadísimo sacramento, tan alejado de la sagrada cátedra como del boato de las más solemnes ceremonias, viene a plantar su simiente la vanagloria del éxito. Basta así con que la cola de los penitentes se alargue ante el propio confesonario más que la de otros directores de conciencia para que enseguida le cosquilleen a uno y se le suban a la cabeza las burbujas de este licor embriagador. Y al punto es el suponer que de boca en boca se ha propagado la halagadora fama, y el hacer cábalas sobre cuál o cuáles de los penitentes se habrán extendido en elogios y recomendaciones cerca de sus amigos. Queda por descontado que si el éxito concita el engreimiento, también el fracaso lleva aparejado el pecado de la envidia. Y es que tal es la naturaleza humana, siempre sometida a las flaquezas de la carne.
Pasión de mis jóvenes años, como digo, con el tiempo y por especiales circunstancias, la confesión llegó a transformárseme en un tormento. Nadie atribuya cambio tan radical en mis sentimientos a lo repetido de la labor, a su inevitable monotonía, a la exasperante —todo hay que decirlo— machaconería de tanto pecador empedernido, empeñado en no variar un ápice en su conducta. Tampoco a los achaques de la edad, como la sordera creciente que hace alejarse a parroquianos celosos de la confidencialidad y reacios a alzar la voz, ni la somnolencia importuna que obliga a dar cabezadas y borra de nuestra mente líneas enteras del acta de confesión, planteándonos a veces graves casos de conciencia: ¿Lo habremos registrado todo? ¿podemos en tales condiciones dar la absolución? No se debió tampoco a molestias previsibles, como pueden ser las escupitinas, los regüeldos, la halitosis o cualesquier otros malos olores corporales; ni a accidentes inopinados, como el de aquel borracho, Dios le perdone, que metió su cabezota por entre las cortinas para descargar su estómago en mis pecho y rodillas, o la rata que amaneció muerta debajo de mi asiento, o la carcoma que dio al traste con él y con mis huesos en el fondo del confesonario, del que hubo que extraerme molido y abollado. No, nada de eso hubiera bastado para enfriar mi entusiasmo y desviarme de mi vocación. La razón fue otra.
Una mañana de abril, no bien tomaba asiento en mi garita y encendía la lucecita que advierte a los fieles de mi presencia, vi acercarse a un hombre de elevada estatura al que nunca había visto con anterioridad ni en mi confesonario, ni en la parroquia, ni tan siquiera en el barrio. Fuera de su porte y sus andares, nada propios del lugar y aún menos del sagrado tribunal al que acudía, me llamó la atención su entrada en materia. En lugar del “Ave María Purísima” habitual entre los penitentes, este me soltó:
—Me quiero confesar.
—Claro, hijo —le contesté, y a punto estuve de añadir—: Para eso estamos, pero me callé a tiempo.
—Me confieso de querer robarle la cartera.
Casi doy un respingo, como si hubiera notado sus dedos hurgándome en la faltriquera pectoral, y en un movimiento instintivo, se alzó mi mano y corrió a palpar el bulto de la billetera debajo de la sotana. Contuve aun así el ademán por no escandalizarle, recapacitando que tan sólo se acusaba de un mal pensamiento; que, como todos los hijos de Eva, aquel pecador zanquilargo era víctima de la tentación, pero que aún no había sucumbido a ella. Traté entonces con mis mejores palabras de penetrar en su conciencia y de sonsacarle si, en otras ocasiones, había cedido, y también si tenía otros pecados que confesar. Pero como, por más que lo intenté, no logré sacarle más palabras, me contenté con amonestarle, recomendarle oración y fuerza de voluntad para resistir al peligro y, extrañado por tan riguroso mutismo, acabé por imponerle una levísima penitencia y le di la absolución.
Nada extraño volvió a ocurrir en toda la mañana hasta el momento de apagar la luz, levantarme y salir de mi encierro a estirar un poco las piernas antes de decir la misa. Al llegar al pórtico, en el que, junto a no pocos mendigos, rumanos los más de ellos, se cobija un puestecillo de periódicos y chucherías, fui a echar mano a la cartera para comprar el diario, y… ¿para qué voy a decir más? Ya se lo habrán imaginado. Sorpresa, contrariedad, asombro ante la audacia del robo sacrílego y un resquemor por el carácter hiriente de la burla, aunque quizás también una pizca de admiración por la habilidad y la sangre fría del ratero. No sabía a qué atribuir aquella modalidad de hurto, que se me hacía totalmente novedosa. El puro afán de lucro me parecía insuficiente para acometer tan extraña acción. Adivinaba un toque diabólico en aquel proceder, que tampoco encajaba con un talante anticlerical. Más parecía efecto de una apuesta, de un desafío, de una a modo de travesura que, a pesar de su extrema gravedad, guardaba algo de la gratuidad del juego. No de un juego de niños, claro está, sino de la amoralidad del libertino sin freno que inventa nuevas diversiones para su paladar estragado. No me hubiera extrañado, por ejemplo, volver a recobrar la cartera intacta. Pero no fue así. Nunca la volví a ver.
A quien sí volví a ver fue a aquel larguirucho individuo. Y en las mismas circunstancias que la primera vez. Habían pasado semanas, si no meses, desde aquella amarga experiencia, cuando lo vi acercarse al confesonario con sus grandes zancadas. Me dio un vuelco el corazón y, como si se me hubiese aparecido el mismísimo demonio, sentí erizárseme el pelo. Estaba preso dentro de mis cuatro paredes, y aún más lo estaba de mi obligación sacerdotal. Nada me permitía salir corriendo, abalanzarme contra él o pedir socorro a gritos. No sólo me lo impedía el secreto de la confesión, sino incluso la falta de pruebas. Mi deber, por otra parte, me imponía administrar el sacramento a quien lo pidiera, no negar su auxilio ni al peor criminal. De modo que, encomendándome a Dios, apretando los puños, y también los codos contra el torso en un intento de proteger mis pobres pertenencias repartidas por los distintos bolsillos, me dispuse a escucharle. Aún tuve tiempo de pensar que tal vez viniera a confesar su robo, que allí se resolvería el enigma de su extravagante comportamiento, y que tras la contrición del cristiano y la restitución del hurto, vendrían las excusas del caballero y la explicación amistosa del porqué de una broma de tan mal gusto.
Esta vez ni siquiera hubo exordio. De buenas a primeras, me espetó: “Me acuso, padre, de querer robarle el coche”. Poco me faltó para darle un empujón y salir corriendo a la calle para comprobar si ya lo había hecho, pero, aunque estuviera a punto de estallar, todavía logré controlarme. Opté por reconvenirle ásperamente y por indagar sobre otros pecados anteriores, dejándole entender bien a las claras a cuáles me refería; pero él, como quien oye llover, aguardando el fin del aguacero y la apetecida absolución final. Después de muchos infructuosos intentos por hacerle confesar, no me quedó otro remedio que, tras cargar la mano en la penitencia, absolverle. No pospuse un segundo más mi visita al solar que nos servía de aparcamiento. Los penitentes que hacían cola quedaron boquiabiertos, la gente se volvía en la calle para mirarme, llegué allí sin aliento. Pues bien, el coche estaba en su sitio y me hizo los guiños habituales cuando pulsé el mando a distancia. ¿Qué pensar? Por una parte, me tranquilicé; por otra, en cambio, empecé a sospechar si no me las estaría viendo con un loco, o con un refinadísimo malvado que quería jugar con mis nervios hasta destrozármelos.
De sobresalto en sobresalto —porque luego hubo un tercero en que me amenazó, quiero decir, se acusó de querer agredirme—, empecé a cogerle miedo al confesonario. Lo peor de mi situación era que no podía hablar con nadie, ni siquiera pedir consejo a mi confesor. El sigilo sacramental me sellaba los labios, me dejaba inerme a merced de mi agresor. En cualquier momento, aquel monstruo podía volver a surgir en la nave de la iglesia, recorrerla pausadamente a grandes trancos y venir a arrodillarse ante mí para darme lectura de su nueva sentencia, sin que nunca pudiera saber yo de antemano si sería ejecutada o no. Ni el gato con el ratón, ni la serpiente con el pajarillo, nadie se había refocilado tanto hasta entonces con el pánico creciente de su presa. ¿Y si un día me amenazaba de muerte? ¿Debería yo quedarme impasible esperando a que llevara a cabo sus designios? ¿Cómo distinguir, en ese caso, entre la tortura sicológica y la auténtica advertencia? Y si el sicópata no cumplía, como ya fue el caso con el robo del coche y la agresión física, ¿seguiría portándose así, o pasaría a la acción? Y por otra parte, actuara o no, ¿qué le movía a confesarse? Tras la sustracción de la cartera, llegué a pensar que, movido por una grosera superstición, el ladrón creería tal vez lavar su conciencia confesando su delito al tiempo que lo cometía. Una forma de jugar a dos tableros y obtener doble ganancia, una de tejas abajo con el dinero conseguido y la garantía de la impunidad, y otra de tejas arriba, sin nada que purgar en la otra vida. O sea, el crimen pluscuamperfecto con el que, el muy ingenuo, creía engañar a Dios y a los hombres. “Ingenuo” no es la palabra que mejor le cuadre. Más bien perverso, sádico, calculador, monstruo que me tenía sobre ascuas en el corredor de la muerte entre la cara y la cruz del indulto o de la ejecución. Bueno, aún no había proferido tales amenazas, pero yo ya las presentía.
Y por presentirlas y por no atreverme a afrontarlo de nuevo, empecé a descuidar mis obligaciones, a buscar pretextos y excusas para no acudir a la parroquia, o al menos para no sentarme en el santo tribunal. Bien a las claras veía yo que me metía en un terreno resbaladizo, y que al no poder esgrimir mis verdaderos motivos para justificar tal abandono, mi conciencia tampoco se contentaría con mi nuevo comportamiento, culpable por negligente y por insincero. No tenía que acudir a ningún consejero o confesor para que, por sí sola, se me impusiera la exigencia moral de volver a abrir mi ventanilla y recibir a mis penitentes. Aquí no es como en la medicina, donde, si se quiere, se abre consulta a domicilio en vez de trabajar en el hospital y así se adquiere una clientela más selecta. Nuestro trabajo es un servicio público, remunerado a sueldo, y, si me aprietan, abierto a todas horas como el servicio de urgencias.
Algún tiempo duraron mis dudas y mis temores, que yo trataba de disipar con la evocación de tantos ejemplos heroicos. Me venía a la mente el caso de aquel sacerdote francés, mártir del secreto de la confesión, cuya vida inspiró a novelistas y cineastas; o el de cuantos afrontaron presencias mucho más temibles que la mía. ¿No seré yo capaz —me decía— de vérmelas con este caprichoso y lacónico ratero, cuyo mayor delito ha sido, en fin de cuentas, robarme la cartera después de habérmelo advertido, cuando otros muchos ascetas y santos se vieron enzarzados en combates cuerpo a cuerpo con el mismísimo Maligno? Desde San Antonio Abad hasta el Santo Cura de Ars, los oigo a todos mofarse de mi pusilanimidad y mi flaqueza. Todos me tratan de desertor y me llaman a volver cuanto antes al frente de batalla. La celestial legión me invita a entrar en sus filas, a recoger los lauros de la victoria o a recibir la palma del martirio. ¿Qué pastor soy que abandona a su grey al menor peligro?
Impelido por estas cada vez más apremiantes consideraciones, recobradas la fuerza y energía que había estado en un tris de perder, presa de un estado depresivo, lleno de un santo orgullo por haber vencido la tentación, volví a entrar en el templo con paso firme y la cabeza erguida. Al hacer la genuflexión ante el sagrario antes de dirigirme a mi oscuro rincón, me sentí como el gladiador que pisa la arena del coso y poco me faltó para que le lanzara al Santísimo un “Morituri te salutant”. Así me sentía, tocado por la gracia, rejuvenecido y dispuesto a afrontar el peligro como bajo los efectos de una droga euforizante. Abrí la puertecilla, encendí la lámpara y me senté a esperar. A esperar y a esperar. Y así llevo esperando años y años desde entonces a que la alta silueta vuelva a aparecer, a que un susurro breve me anuncie la tortura, el secuestro o la muerte, a que descargue un rayo sobre esta oscura alacena en la que vivo emparedado como un tarro vacío cubierto de polvo.
—————————————
Autor: Carlos Janín. Título: Cuentos para la hoguera. Editorial: Laetoli. Venta: Amazon y Casa del libro.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: