Desde hace tiempo, José Manuel Caballero Bonald manifiesta una actitud renuente a la escritura. Creo que lo hace a medias para curarse en salud de que sus nuevos textos no alcancen la tensión creativa que se exige y a medias por una especie de refinada coquetería intelectual. También pudiera deberse a una hipocondría algo imaginaria porque felizmente goza de una salud todo lo buena que, sin reparar en penosos detalles, permite su avanzada edad y porque su cabeza funciona con cabal lucidez. Como sea, los hechos desmienten la aparente desgana. Responde, cuando le preguntan por el trabajo literario, que ya no escribe, y que solo de vez en cuando una musa despistada le regala unos versos. Sin embargo, en el último lustro ha publicado dos magníficos poemarios, Entreguerras (2012) y Desaprendizajes (2015), a la altura de lo mejor de toda su obra, con el vigor artístico, la novedad y la energía cívica, por no decir política, de un escritor en la plenitud de su escritura.
Menos activo se encuentra, en cambio, Caballero Bonald en otra gran vertiente de su trabajo, la narrativa y ensayística. Se comprende que estos géneros los cultive ahora menos porque exigen mayor dedicación material que la poesía. Esta contingencia, más la coartada del indolente imaginario, y una determinación equivocada, ha impedido que complete sus dos volúmenes de memorias, Tiempo de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir (2001), que siguen detenidas en la frontera del fin de la dictadura, cuando tanto podría haber explicado acerca de la época posterior quien reúne semejantes condiciones de buen y perspicaz observador del mundo y sus vicisitudes; quien, como no se cansaba de repetir su amiga y colega generacional Ana María Matute acerca de sí misma, tanto ha vivido y bebido. Muchos seguimos echando en falta esa última entrega, aunque ya nos resignamos a darla por nonata.
Que el escritor jerezano no tiene del todo arrumbado el rescate de sus recuerdos lo confirma el Examen de ingenios que acaba de publicar. En realidad, el centenar de estampas de escritores y artistas que agavilla en este libro brotan del mismo venero que los dos tomos de su «novela de la memoria», y proceden, en su mayor medida, de ese mismo depósito memorialístico. Pero no se trata de una simple labor de taracea a partir de un texto mayor porque ha realizado sobre este un trabajo notable. Primero, ha matizado algunos apuntes. Ha suprimido, por ejemplo, una indiscreción desenfadada sobre Fernando Quiñones que molestó a su buen amigo gaditano. O ha dado un perfil más redondo al retrato vital-artístico de José Hierro. Segundo, les ha proporcionado a las semblanzas una unidad de enfoque que responde a la idea de construir con cada una de ellas una especie de relato.
Si en su autobiografía hizo Caballero Bonald «la novela de la memoria», en este «examen» escribe el cuento de los ingenios a quienes ha tratado. Encontramos, así, un centenar de cuentos que arrancan con una imagen, una impresión, una estampa, una circunstancia o un juicio y se desenvuelven en torno a un eje argumental que tiene la vista puesta en un desenlace resumidor. Ya digo: me ha parecido que cada retrato contiene el cuento de una vida y el libro ofrece una piña de cuentos de vidas reales. En conjunto, el volumen funciona como un feliz ejercicio literario que llama la atención en primer lugar sobre esa condición de pieza narrativa. El arranque suele ser una vigorosa imagen, no gratuita, como la que abre el perfil de José Hierro: «Antes de llegar, ya se había ido». El cierre sigue el principio del resumen: como si fuera el último verso de un soneto hacia el que se disparan los restantes o el momento final inesperado de un cuento. En los remates de afortunado efecto se juega con la paradoja o el humor.
Los retratos son todos de «ingenios» contemporáneos, de gentes a quienes el autor ha tratado o conocido, se remontan a escritores del 98 y en su mayor parte pertenecen al mismo grupo generacional de Caballero Bonald, la promoción de los niños de la guerra. Los retratos responden en buena medida al clásico principio de la etopeya que junta la descripción del carácter y las costumbres del personaje seleccionado. Los apuntes, bastante expeditivos, están llenos de observaciones sagaces. A esta vertiente de percepciones psicológicas suma el autor consideraciones artísticas y estéticas que van en una doble dirección: por un lado, el enjuiciamiento de la obra —casi siempre literaria— de los retratados y, por otro, a la formulación de la poética del propio Caballero Bonald.
El juicio de la obra ajena es siempre penetrante, de lector muy curtido en dilemas lingüísticos y temáticos, y de una inhabitual independencia que luce en todo el libro como una bandera. Quizás llamen más la atención algunas radicales disconformidades como las manifestadas respecto de Azorín o Baroja. «Mi apego» por su obra, dice sobre el vasco, «si existió alguna vez, fue menguando con los años» y si ahora sintiera la tentación de volver a leerle, «seguro que lo soportaría aún menos que antes». El carrer estret de Pla «es sin paliativos un bodrio», sostiene en uno de los retratos personales menos favorables, junto al de Borges. Tiene Entre visillos, de Martín Gaite, por «una novela de corte costumbrista abastecida por muchachas de corte costumbrista, cuya lectura resulta hoy difícilmente llevadera». Piensa que el airado menosprecio con que Sánchez Ferlosio trata El Jarama ha favorecido el signo declinante de «un prototipo de objetivación definitivamente anquilosado».
Otros ejercicios de evaluación distanciada y crítica resultan más sutiles y, al cabo, importan más que los anteriores. El comentario de José Hierro pide una reconsideración a fondo de la crítica establecida sobre el poeta santanderino. Evita la desdeñosa agresividad de Valente en su «Poeta en tiempo de miseria», pero orienta la comprensión de Hierro en una dirección parecida. Y en la estampa, afirmativa en general, de Vargas Llosa refuta con justificadísima razón la beatería crítica que atribuye incondicionales bondades al peruano. Distingue en él una primera etapa de «indisputable excelencia», y, «a renglón seguido de esos aciertos», el menudeo de «títulos más bien defectuosos».
La generosa suma de juicios con frecuencia políticamente incorrectos, aunque no ofensivos, sobre tan largo censo de autores que escribieron en la posguerra ofrece el resultado de un tratado de literatura española contemporánea. No un manual al uso sino un sugerente y algo provocador vademécum que incita al lector a confrontar las valoraciones del autor con las suyas. A ello se añade la propuesta de una poética propia que acabo de señalar. Caballero Bonald, como tantos otros compañeros de viaje en la dictadura pagó un tributo al realismo de pretendida eficacia social en contra de sus convicciones verdaderas. Estas son las que ahorman el pensamiento de «examen de ingenios» y tienen el valor añadido de explicar el penúltimo pasado de nuestras letras. La lupa sobre sus «ingenios» permite leer bien, o con mayor propiedad, tanto al autor como a sus colegas de aventura literaria.
Este alcance histórico de Examen de ingenios se acrecienta con el valor noticioso asociado inevitablemente a los retratos. Aporta Caballero Bonald informaciones notables procedentes de quien fue testigo presencial de tantos hechos singulares de nuestra historia literaria, de quien supo de vida y milagros de gentes que importan para nuestras letras (y también, en menor medida, para otras artes, las plásticas o el flamenco). La historia de las letras es más que la historia de los textos. En ella influyen determinantes privados, ambiciones, necesidades, egos hipertrofiados, amistades, pequeñas maldades, rencores…. Y las propias obras y su sentido dependen en no poca medida de la biografía de los autores, a pesar de que las corrientes críticas modernas hayan metido a Sainte-Beuve en las catacumbas. Para todo ello resulta muy aconsejable Examen de ingenios. Con plasticidad evoca las circunstancias anormales de la creación durante el franquismo, «la farragosa situación político-literaria que recorrió la posguerra como un componente más de los desbarajustes de la historia». Muchos jugosos detalles que aporta nuestro autor dan vivacidad a lo ya dicho en crónicas y manuales y permitirán que en el futuro unas y otros sean más minuciosos.
Claro que Caballero Bonald no actúa como frío fedatario y se deja llevar por la corriente de sus vivencias, lo cual puede producir algún desajuste en los recuerdos. Antonio Gala y él, rememora, se personaron en la casa de Aldecoa en el Paseo de la Florida con ocasión del temprano fallecimiento del escritor y allí estuvieron acompañando a su viuda, Josefina Rodríguez. Desde hacía tiempo, 1959, el matrimonio había cambiado esa residencia por «El Torreón», un piso alto en la calle Blasco de Garay, en un extremo del barrio de Argüelles (En la misma casa donde, por cierto, vivía José María Sánchez-Silva, el antaño famoso autor de Marcelino pan y vino y tantas otras blandenguerías). Caballero Bonald sí estaría en la primera vivienda de los Aldecoa, pero en ocasiones felices, cuando allí, ribera del Manzanares, el matrimonio, otra pareja íntima, la formada por Ferlosio y Martín Gaite, y Alfonso Sastre preparaban en esperanzado y entusiasta petit comité doméstico la efímera Revista Española, que fue el rompeolas neorrealista de aquella generación. La memoria, como señaló tiempo atrás el escritor jerezano, tiene trazas novelescas.
Aunque Examen de ingenios sea un libro de grata e instructiva lectura, no acaba su interés en su contenido, en sus sagaces análisis y en sus maliciosas ocurrencias. Incluso esto podría ser lo de menos. Porque todas sus páginas tienen el valor primordial de la escritura, de sus aciertos expresivos, de un estilo en el que la lengua ofrece constantes hallazgos, intuiciones verbales y calificativos insólitos.
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Autor: J. M. Caballero Bonald. Título: Examen de ingenios. Editorial: Seix Barral. Venta: Amazon, Fnac
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Foto de portada: reproducción fotografica Nines Mínguez
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