Hay una larga tradición dentro de la literatura occidental en la que se ha intentado plasmar el sufrimiento de la manera más plástica y cruda posible. Relatos más o menos masoquistas sobre el dolor, la crueldad, la locura… en la que el objetivo ha sido detallar minuciosamente los tormentos (físicos o psíquicos) de sus protagonistas sea en primera persona o bien sea una proyección en un personaje del relato. Posiblemente esa tradición deba remontarse a la tragedia de Sófocles Filoctetes, en la que se describe pormenorizadamente los padecimientos de su protagonista, Filoctetes, tras la Guerra de Troya. Más allá de este hecho, el tema es que a partir de aquí, se inaugura una larga plétora de títulos en la que sus autores pretenden cartografiar su tortura (sea física o psíquica) y describirla lo más fielmente posible en su relato.
Y es que si lo miramos detenidamente, en realidad no es un libro. Va más allá de la lógica discursiva. Es una confesión. Confesión sobre cómo el contexto (familiar, escolar…) genera las condiciones de posibilidad para la irrupción del dolor que vendrá más adelante… Confesión que, sobre todo, incide en la colonización del cuerpo, que describe crudamente cómo las dinámicas productividad y competitividad se introducen en los poros más recónditos de su organismo, penetran los huecos más abismales de su psique, hasta hacerlo completamente esclavo del desgarro. Hay mucho de Cronenberg (David y Brandon, padre e hijo), entros otros y otras, en este relato del cuerpo parasitado. Es el contexto socio-productivo, en definitiva, el que se inocula de tal manera en el cuerpo que lo explota hasta el paroxismo, que lo absorbe hasta dejarlo exánime.
Hay violencia en esa colonización, violencia que tritura y desquicia un cuerpo que se ve exigido a ser productivo por el día y exaltado por la noche. Violencia que sólo es posible contrarrestar con la violencia. Violencia contra la rebelión del cuerpo de uno mismo, como el fuego que lucha contra el fuego, para combatir las embestidas del brote, de la coagulación de la lógica de la dominación en el propio cuerpo (“Sigo con una tanda de bofetadas continuas mientras el llanto persiste y voy oyendo un pitido, como si se me hubieran tapado los oídos en un aterrizaje. El dolor en la piel se hace más intenso y me procura algún alivio, que se mezcla con una desesperación rabiosa” (p. 11); o bien “Otras veces, cuando el sifón es más intenso, voy al baño, cojo con las dos manos la tapa de la papelera, que ya estaba rota cuando me trasladé al micropiso, y arremeto contra ella con la frente. Un golpe, dos, tres, hasta que empiezo a sentir un dolor oscuro y vagamente relajante”, p.12).
Sin embargo, la violencia no es suficiente. Jamás lo es. Hay que recurrir a otras fuerzas para exorcizar el mal: el recuerdo puede ser un recurso interesante. Sin embargo, la memoria juega malas pasadas y sólo son recurrentes los momentos aciagos, las oscuridades del pretérito, lo cual genera que la caída en el pozo sea todavía más vertiginosa y abismal. ¿Qué tal el nombre propio? La autodenominación como exorcismo, como si en el acto de nombrarse, de enunciar el nombre propio se anudase algo vinculado con el sentido subjetivo y, de ese modo, se detuviese el carrusel de la locura. Pero también hay fracaso en la tentativa.
Y esto es así porque el libro de Eloy Fernández Porta no pretende ser ni un relato de autoayuda ni un texto aleccionador o edificante. No se trata de transmitir una paideia que debe replicarse, o especular una imagen en la que compararse la de uno mismo. El relato de Eloy es una experiencia que va más allá de lo simbólico, es una vivencia que toma como excusa la escritura para transmitirse, propagarse, difundirse más allá de las fronteras de su narrador. Es un acto (admirable, de valentía y autenticidad) más que un ejercicio de escritura.
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Autor: Eloy Fernández Porta Título: Los brotes negros. En los picos de la ansiedad. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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