En el año de 1571, cuando contaba treinta y ocho años de edad, Michel de Montaigne inició en su torre un confinamiento voluntario del que salió una de las mayores obras de la cultura universal. Con la única compañía de la biblioteca y dispuesto a articular la respuesta a una pregunta, qué sé yo, cuyo alcance admitía variables casi infinitas, terminó fundando un género literario que llevó hasta sus últimas consecuencias y dejó al mundo un legado monumental que aún asombra en nuestros días, cuando han transcurrido ya más de cuatro siglos desde su fallecimiento. Me acuerdo a menudo del aislamiento de Montaigne en estos días de encierro obligatorio, sobre todo cuando echo un ojo a los libros que conviven en las estanterías que rodean este ordenador en el que escribo, y me he preguntado cómo podría yo sobrellevar el aislamiento obligatorio frente a la pandemia del dichoso virus sin la ventana que me ofrecen estas páginas —unas cuantas ya leídas, muchas otras aún por descubrir— de las que he venido haciendo acopio a lo largo de los años. No son mi única compañía: tengo las películas que conservo en DVD o las que me ofrecen las plataformas digitales, unos cuantos discos y también una oferta copiosa de música en la red, que además me ofrece la posibilidad de visitar virtualmente unos cuantos museos y hasta de asistir en primera fila —aunque en pantalla la cosa pierda un poco— a representaciones de óperas, conciertos varios y obras teatrales.
Todas esas cosas —literatura, música, cine, el arte en sus distintas formas— conforman eso que damos en llamar cultura y que muchos consideran prescindible, cuando no un lujo o un mero recurso para rellenar las horas de ocio. No sé si quienes así la juzgan caerán en la cuenta de que será ella, la cultura, la que conseguirá que se sientan menos solos en las jornadas que quedan por delante. Que gracias a ella conseguirán mantener el interés, la emoción, la lucidez, la cordura, y que a través de sus diversas manifestaciones podrán mantener un diálogo silencioso, o quizá no tanto, con quienes desde el otro lado de la página, el altavoz o la pantalla les cuentan sus historias, sus dudas, sus ocurrencias o sus preocupaciones.
No es poca cosa, y por eso es pertinente recordar que quienes hacen posible todo eso —escritores, compositores, cantantes, cineastas, dramaturgos, pintores, escultores, artistas de vanguardia y todos los etcéteras que se quieran sumar a la lista— son tildados a menudo de vagos, de cazasubvenciones o de titiriteros —la cursiva no es gratuita: yo nunca he entendido qué tiene de malo ser titiritero—. Se les acusa de pretender chupar constantemente de la teta del Estado, de pretender vivir sin dar un palo al agua, de ser o aspirar a ser unos paniaguados. Poco importa que se argumente que las ayudas públicas operan en todas las parcelas de la economía y que, en ese reparto, la cultura acostumbra a llevarse tan sólo las migajas del pastel, que lo que se gasta en ella no se pierde —más bien al contrario: devuelve vía impuestos bastante más de lo que se le da— y que por encima de todo están su rentabilidad social —porque mejora la calidad de vida, e instruye, y provee de herramientas con las que analizar el mundo desde una perspectiva crítica— y su condición de instrumento indispensable para entender lo que fuimos, tratar de explicar lo que somos y hacer el esfuerzo de intuir lo que seremos. Puede que ahora quienes constantemente cargan las tintas contra los agentes culturales caigan en la cuenta de que, si estas jornadas de aislamiento se les hacen medianamente llevaderas, será en muy buena medida gracias a esa caterva de maleantes que hacen posibles los libros que leen, las canciones que escuchan o las películas y las series que les entretienen a diario. A las horas y el trabajo y la pasión y el oficio que ponen en sus respectivas disciplinas. Al modo en que han acertado a plasmar su visión del mundo o de reflejar o reinterpretar el modo en que lo vieron otros.
Expongo todo esto porque ese sector, el de la cultura, va a salir muy maltrecho de este trance. Desde antes de que se decretara el estado de alarma —en realidad, desde que comenzaron a tomarse medidas preventivas ante el avance de la pandemia—, empezaron a anularse presentaciones, eventos, exposiciones, festivales; se cerraron librerías y teatros; se cancelaron rodajes y estrenos y actuaciones y ensayos. Se paralizó, en suma, todo lo que mantiene en activo a sus profesionales. El daño será grande, porque por mucho que la ignorancia atribuya a los artistas unas nóminas de varias cifras y unos patrimonios inabarcables, la realidad es que en la mayoría de los casos los creadores subsisten como pueden —cuando pueden, que ésa es otra— y por lo general suelen combinar su actividad con otros empleos de los que sacan la calderilla mínima para ir tirando. Si a los escasos beneficios que ya de por sí les reportan sus obras se suma la parálisis total que les espera durante estas semanas, no hay que echar muchas cuentas para concluir que lo más probable es que el balance final no vaya a ser ni esperanzador ni positivo.
Por eso es importante que, cuando todo esto pase, volvamos a frecuentar las librerías y los teatros y los museos y las salas de exposiciones. Que no dejemos de ver películas ni de escuchar música ni de asistir a festivales. La cultura también es una industria, aunque no siempre se piense en ella en estos términos, y sus profesionales van a necesitar un apoyo que será bastante menor del que ellos nos pueden brindar con sus obras a lo largo de esta cuarentena. Lo supo bien Montaigne, que gracias a las palabras que dejaron muchos que estuvieron escribiendo antes que él terminó haciendo historia con un libro que, a su modo, es todos los libros y es al mismo tiempo único y excepcional. Tengámoslo en cuenta nosotros cuando hayamos echado al bicho y todo esto pase, porque quienes crean tienen que seguir haciéndolo para continuar enriqueciendo nuestras vidas, y porque lo menos que podemos devolverles es una firme voluntad de estar a la altura que les debemos.
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