El mundo hoy es una tienda. Ese es nuestro “decorado”, y cuando irrumpe Internet —lo digital— lo hace como tienda de tiendas de tiendas de tiendas… Igual que se disponen los negocios en el decorado de nuestra calle, de la ciudad entera, así se disponen las tiendas y los productos en Internet. Hemos desarrollado gran pericia —la necesidad obliga— para vender nuestros productos y vendernos como productos. Nunca es suficiente, siempre hace falta más, cada vez —con más— es menos suficiente, y estamos agotados como vendedores y como consumidores, tanto por la necesidad de generar estímulos para vender y sobrevivir como por recibir estímulos para que consumamos lo de los demás. Abrir un periódico es una paliza de estímulos al consumo, caminar por la calle es una paliza de estímulos al consumo, encender el televisor es una paliza de estímulos al consumo, entrar en Internet (¡en las redes sociales, donde cada uno es su propia tienda!) es una paliza de estímulos al consumo. Pero a esto hay que sumar el esfuerzo de salir a la calle a vender, otra paliza; salir en el periódico para vender, otra paliza; salir en la tele o entrar en Internet (en las redes sociales) para vender; dos palizas más. Continuamente hay que salir al tendido o entrar en el tendido, tender la publicidad de los productos como quien tiende una trampa, tender los propios productos en el decorado de la emboscada.
El otro día, en el aeropuerto de Los Rodeos, en Tenerife, observé que habían decidido disponer una tienda de tal modo que no hubiese otra manera de embarcar que pasando a través de ella. Eso es “tender una tienda”, más bien. Necesariamente hay que entrar y recorrer su interior todo, completo, de un lado a otro —desfiladero de productos— como si se tratase de una emboscada. Sólo al final, a la salida, se encuentra uno con el control policial para acceder al embarque. Cada vez las trampas, las emboscadas, las encerronas (las que nos hacen y las que hacemos) son más explícitas, agresivas, violentas entre nosotros. Y cada vez más las trampas, por su efecto, modifican un poco más el decorado, lo igualan y lo desaparecen tras la exposición de productos, lo convierten todo en tienda, lo transforman todo en tendido donde tender lo que vendemos y donde otros puedan tender lo que nos venden. Y si no, el subdesarrollo, porque asociamos la idea de progreso a la de abundancia de productos a disposición. Se trata de una igualación agresiva que evita cualquier posibilidad de resistencia allanando el terreno del consumo hasta que el mismo llano se deshace y no es nada.
En cierto modo, todo parece indicarnos la desaparición de nuestra cultura, que es, además, la desaparición de nosotros mismos. En los términos de Guy Debord: “El arte, que fue ese lenguaje común de la inacción social, en cuanto se constituyó como arte independiente en sentido moderno, separándose de su primitivo sentido religioso y convirtiéndose en producción individual de obras separadas, conoció, como caso particular, el movimiento que domina la historia del conjunto de la cultura separada. Su afirmación independiente es el comienzo de su disolución”.
En este mismo sentido resulta expresivo, me parece, lo que leo en una información que trata de denunciar el desastroso devenir de las editoriales describiendo el último despropósito del sector: que una editorial que cobra a los autores por publicar sus libros pretenda además llenar los actos de presentación pagando a figurantes y dándoles dinero para que compren el libro (más tienda, tender una tienda de cartón, ficticia). El artículo acusa al “sector” —como si tal cosa— de “no haber sabido reinventarse”.
Me horroriza la frase un sector que no ha sabido reinventarse. Por falaz. Porque resulta imposible saber si esta se refiere al sector económico (en ese caso, la «reinvención» del sector que pretende esa editorial parece de lo más coherente, se adapta a las distintas demandas, y parece que no hay demanda de la lectura de esos libros y sí de sus autores, dispuestos a pagar por publicar y presentarse) o se refiere a la cultura, a la literatura. En este otro caso no sería más que un paso como cualquiera de los otros miles que hayan podido dar Planeta, El Corte Inglés, La Casa del Libro, los comerciales de las editoriales y las distribuidoras —en la dirección de liquidar-licuar-diluir-desaparecer la cultura, la literatura.
Esa frase, el artículo entero y todo lo que se diga sobre este nuevo paso editorial no son más que una pequeña resistencia en el primer instante después de haberse notado la vulneración de lo que se tenía por línea roja y no lo era. Así hemos dado miles de pasos y seguiremos, me temo.
Dice Debord:
«Toda disciplina que se hace autónoma ha de caducar”.
Es su “ocaso”. “Punto de no retorno”
Por eso me resulta tan falaz todo: la propuesta de negocio de la editorial; las pretensiones culturales, tan cínicas, del “sector»; el orgullo literario de los autores que pagan por ser engañados y «vivir» una «experiencia» de cartón piedra y figurantes de ocasión; el grito en el cielo de quienes se escandalizan.
Yo mismo, que me he escandalizado tanto por estas cosas.
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