El filósofo enloquecido que quiso (nada menos) que atentar contra el cristianismo —con un libro, un libro bomba, un libro terrorista, un libro justiciero: El anticristo— decía que las sociedades que se organizan curilmente solo benefician a los curas. Últimamente, nos crece la culpa de los curas por todos lados. Habemos curas de toda laya y condición, a la carta de minorías consensuadas mayoritariamente y para mayor gloria de sí mismas. Qué es un cura hoy, me pregunto: yo diría que un cura hoy es aquella persona que predica culpando en su propio beneficio.
“La preponderancia de los sentimientos de displacer sobre los de placer es la causa de aquella moral y de aquella religión ficticias: tal preponderancia ofrece, sin embargo, la fórmula de la décadence…”, expelía el sabio. Hoy la “decadencia” se percibe muy claramente, preponderan los “sentimientos de displacer” y la realidad se hace “ficción” por medio de una perspectiva “moralista”. Uno mira alrededor y, si es mínimamente consciente y atesora suficiente experiencia sobre la vida y la condición humana, no puede sino comprender que no hay razón para tanto daño, tanta herida, tanta desazón, tanta querella, y, sobre todo, tanta culpa.
Ha sido una suerte de decepción (pero reveladora, gozosa) descubrir a lo largo de tan solo media vida que esos anticlericales furibundos, a menudo izquierdistas despotricadores contra la iglesia católica, que tan convincentes enemigos de la religión parecían hace unos años, en realidad no eran más que los nuevos cristianos, tan profundamente religiosos en su compasión y en su santidad como aquellos religiosos a los que odiaban. Si Nietzsche levantara la cabeza: “Dios de los fisiológicamente retrasados, de los débiles. Ellos no se llaman a sí mismos los débiles, ellos se llaman “los buenos””. Los buenos, en efecto eso, henchidos de orgullo y resentimiento, se están creyendo muchos hoy. En el siglo XIX, Nietzsche atacaba al cristianismo como un demente poseído por el espíritu del sacrilegio, pero, por si aún no nos habíamos dado cuenta —o por si aún no nos hemos dado por aludidos—, quien se debe sentir en el centro de la diana de Nietzsche en estos tiempos es quien se encuentra disfrutando displacenteramente de alguna de las luchas identitarias, ya sean estas progres o derechosas.
En el órdago de Nietzsche, todos los curitas de ahora quedan como retrógrados, nihilistas, mentirosos, perversos, conservadores, idiotas. ¡Qué lectura más demoledora aplicada al presente! Uno no puede sino verlos retratados al leer “consideran que los bellos sentimientos son ya argumentos” (¡vaya, de qué me suena esto!), y sentir efectivamente cómo el desprecio furibundo que Nietzsche expresa contra el cristianismo se vuelve contra los curitas de hoy y la corrección política de ahora mismo.
Pero aún hay más.
Nietzsche había detectado el colmo de la estupidez en quienes confunden causas y consecuencias, una confusión demasiado común y que da al traste con la posibilidad de cualquiera de pensar en la dirección correcta. En efecto, para saber que una persona no es muy lista basta y sobra con observar que dice tomar decisiones sobre aspectos que, por estar al final, no es necesario tomar: al situarse allí, donde el resultado, sin necesidad en absoluto, esa persona no puede sino equivocarse, porque cualquier resultado requiere de un proceso, y ese proceso no se ha hecho. Un resultado se alcanza, no se instala uno en él de buenas a primeras. Dependiendo de cómo sea el devenir (el proceso, las circunstancias previas, el actuar respecto de todo lo anterior), el resultado alcanzado puede acabar siendo ese u otro completamente distinto. Esto es importante tenerlo en cuenta para comprender dónde estamos produciendo como sociedad la ficción religiosa que nos aqueja. Hay un espacio fallido ahí, en el pensar. Quien decide que algo debe ser de un modo determinado, por encima de todas las cosas, desactiva su presente, se aliena: entonces, lo que debería ser consecuencia de un devenir o de un proceso de pensamiento se convierte en la causa de todo lo que la persona hace y piensa. El tonto se sitúa ahí, al final, en el resultado, de manera cuasi identitaria.
Por poner un ejemplo simple: “Yo es que la compra la hago los viernes, toda la vida la he hecho los viernes, y si no, es que no puedo, me pongo malo”. Con cuatro o cinco decisiones cuasi identitarias como esa la coherencia de una persona deja de ser viable. Porque las cosas no funcionan así. La compra se hará o no se hará en determinado momento, dependiendo de una serie de factores. Si no es el resultado de un devenir, la compra —en este caso— aliena a la persona en todo lo anterior y posterior a su realización, obliga a la persona a la incoherencia para obtener el resultado identitario, esto es, hacer la compra solo los viernes. Lo mismo sucede con el designio siguiente: “Es que el mundo tiene que ser igualitario”. Bueno, habrá que ver cómo. Allí no se puede uno situar ya, habrá que seguir un proceso, y ese proceso habrá de ser coherente con los valores universales, y si no lo es, no solo no se obtendrá el objetivo de la igualdad sino que se generará más desigualdad, incoherencia, arbitrariedad, falacias…
En el caso simple, el de la compra, entonces resulta que la persona recibe en domingo una visita inesperada pero deseada. La visita se puede quedar con esa persona en su casa dos o tres días, pero esa persona, el viernes anterior, no hizo compra suficiente para dos personas, claro, y no puede sino someter a su visita —aunque deseada— a un rigor idiota: “Es que yo la compra los viernes, así siempre, así toda la vida, hasta el viernes no voy”. La otra persona se le quedará a cuadros. ¿Acaso piensa matarla de hambre? ¿Es que no le ofrecerá nada rico de beber, solo lo que hubiese comprado sin saber que llegaría y se quedaría? ¿Hará que se dé cuenta de lo estúpida que es esa decisión identitaria? ¿Insistirá en mantenerla quien la ha formulado? ¿Se traicionará?
¿Se traicionará el militante de la igualdad cuando, en el proceso de igualarnos, se encuentre ante dos víctimas distintas de la desigualación (una mujer blanca vs un hombre negro, una mujer vs una mujer trans) y deba decidir beneficiar a uno y perjudicar al otro, convirtiéndose en el hacedor directo de una desigualdad? Por supuesto, una persona que toma decisiones que no son necesarias, gratuitas, no puede sino arrumbarlas a cada poco y tomar otras que las sustituyan, convirtiéndose por momentos en una persona inconstante y arbitraria. La opción opuesta no es mejor: la cerrazón. En ambos casos se alcanza rápido la sinrazón, lo irracional.
Esto, muy claramente, lo estamos padeciendo hoy en toda clase de causas identitarias, de un modo religioso, moralista, culpógeno. La corrección política —y también aquello que se viste de incorrección política por oposición a la corrección política— es ese a priori que nos adelanta e instala en el final, en lo que, sin embargo, debería ser la consecuencia de un proceso coherente con los valores universales. Por supuesto, es muy cómodo: de este modo, mucha gente se ahorra pensar, sabe de antemano (o cree saber) cómo debe ser el mundo, sin haber hecho los deberes —el proceso—, sin haber realizado el esfuerzo que conlleva reflexionar ávidamente, hasta las últimas consecuencias. Al contrario, pensando a duras penas a partir del a priori, ya cada uno llegó donde cree que es y convierte ese lugar que cree que es en un deber. Cuando nos decimos que el mundo ha de ser igualitario, esa es la única posibilidad contemplada, no hay otra: todo lo existente, indubitativamente, se debe plegar a ese final. Y obteniéndolo, aunque sea por la fuerza, satisfacemos nuestra sed por haber cumplido con el mandato de la causa, aunque nada haya cambiado, realmente, solo la apariencia sobre ello, y aunque hayamos renunciado a la ecuanimidad e impuesto una mentira. Porque la realidad, a pesar del esfuerzo, sigue sin ser igualitaria. No se ha obtenido transformación de la realidad alguna, si acaso se espera que esta transformación se produzca adelante, ¿de mucho insistir? Pero lo que parece que importa no es eso, sino que el mundo “ahora mismo” luzca como decimos que debe ser, que su apariencia sea igualitaria, aunque sea mentira, aunque se trate de una falsedad. Aún clamando porque “oh, cuánto nos queda todavía para conseguir la igualdad entre todos”, el alienado espera poder engañarse con un “estamos en el camino”. Y esto aunque en el mismo instante lo que se haya cometido sea una injusticia con la causa como pretexto, y aunque el único beneficiado de ello haya sido el curita, el que culpa a diestra y siniestra de toda clase de desigualdades y se profesionaliza a través de ello, o, cuando menos, se refuerza moralmente frente a los que no lo hacen, ante los demás.
El militante por la igualdad es muchas veces un cura, el que ha de beneficiarse del desarrollo de la causa, bien profesionalizándose bien atesorando una imagen bondadosa de sí mismo. Ya solo faltaría que esa igualdad la haya ordenado un ser divino, numinoso, el Gran Arquitecto o Nuestra Señora de los Remedios, para que su discurso se convirtiera exactamente en el tipo de arbitrariedad que solíamos perpetrar por sumisión a Dios. Aunque arbitrariedad irracional ya es, sin necesidad del concurso de un espíritu divino. Es tan perentorio ahora hablar de esa ficción que nos está alejando de ser racionales que, miremos donde miremos, encontramos a alguien hablando, escribiendo sobre ello de uno u otro modo: “No hay educación si no hay verdad que transmitir”, dice Fernando Savater en Twitter cuando todo el mundo habla del fracaso estrepitoso de la educación en España, y da una clave: la falta de verdad, la ficción, que denunciaba Nietzsche del cristianismo, aunque en este caso se debe, tal vez, al relativismo pormoderno: “Si todo es más o menos verdad, si cada cual tiene su verdad igualmente respetable, no se puede decidir racionalmente entre tanta diversidad”. Finalmente, ese relativismo posmoderno ha sido solo el paso necesario para devenir en múltiples identitarismos que son ficciones, que son resultados —consecuencias, efectos— sin el adecuado proceso de pensamiento a partir de un diagnóstico acertado de la realidad ni seguido coherentemente desde el origen de las cosas hasta sus consecuencias: efectos sin causa, ficciones. Lo postulado por el relativista se traduce en un efecto que es un defecto. Y cuando el interesado instalado en el defecto busca sus causas, ah, una ideología se las sirve, después de haber hecho el ejercicio de sustituir la verdad por lo que conviene a los curas. Una visión de la realidad defectuosa o, volviendo a Nietzsche: “Una coherencia lógica que infunde miedo”.
En México, en estos días, un curita al servicio del gobierno ha declarado que leer con placer es malo, porque leer con placer es, según él, un acto capitalista. Lo que el apóstol quiere es que la gente lea políticamente, con el fin de la “emancipación de los pueblos”. El disparate tiene su aquel, porque el sibilino confunde —posiblemente sin darse ni cuenta— leer críticamente con leer programáticamente. Cree que es lo mismo leer críticamente y hacerlo siguiendo una perspectiva ideológica, la que le conviene a él. Esta es una confusión muy habitual ahora: se cree que leer críticamente es leer comprometidos con una causa, se confunde “espíritu crítico” y “compromiso político”. Pero, en realidad, la lectura crítica es la que realiza el lector en un proceso sin programa. En esa lectura se alcanza, claro, un resultado libre en cada lector. El programa, lejos de hacer que la lectura sea crítica, domina la lectura y la encajona, la convierte en acrítica con el programa. Eso para empezar. Aunque nos parezca que una película “social”, por ejemplo, “comprometida” con los oprimidos (cualesquiera que estos sean), es una película crítica, que fomenta el espíritu crítico, no lo es en absoluto, en cuanto que sustituye la verdad por una perspectiva, por un sesgo, por una intención, por un programa político, el que conviene al cura que se beneficia de ello. Desde ahí no es prescriptivo que se interprete la realidad con libertad, es decir, siendo críticos con la realidad, es decir, siendo realmente críticos. Los curitas como el funcionario mexicano no son en absoluto espíritus críticos, sino perversos aventureros explotadores de la inmadurez de los demás, los llevan con su compromiso allí donde ellos, los curas, salen beneficiados.
¿El placer es capitalista, tal como afirma el curita? Hay que recordar que contra el placer piensa el dogmatismo cristiano, la derecha conservadora y, también, un dogmatismo de izquierdas de hoy mismo. ¿Se tratará de la misma gente? ¿Serán todos «enemigos del comercio» con distinto collar? Los enemigos del placer tienen mucho en común, independientemente de cuál sea el dios al que adoren: todos culpan a los demás de las desgracias del mundo, incluso se inventan las desgracias para culpar a los demás. Y sacan rédito de ello. El pecado (como decía el filósofo enloquecido sobre el que hemos estado hablando) es su motor. Es, además, ese “displacer” del que habla Nietzsche —un “displacer” que los cristianos “enemigos del comercio” parecen llevar incorporado—, el quid del discurso del curita. El displacer cristiano es lo mismo que la comezón del anticapitalista, del anti racista, del feminista, del animalista, del anti calentamiento global, del INCEL, del devoto woke o del conspiranoico: un resentimiento que culpa.
Y, por el contrario, la lectura ha de ser siempre jubilosa, se ponga como se ponga el cura. La lectura ha de ser siempre asombro, maravilla, regocijo, felicidad, gozo, como esta de Nietzsche. Además nos entretiene, claro que nos entretiene, pero porque nos revela el mundo en el que vivimos. No nos sitúa al final del proceso de pensar, sino al principio; no nos ofrece lo que debemos pensar, sino que nos incita a hacerlo, a pensar y a alcanzar libremente algún tipo de certeza, pero nunca “la certeza”, jamás un dogma que nos totalice el pensamiento y someta nuestros actos… en absoluto “la verdad”, ni de curas ni de curitas que supuestamente nos curen curándose, como tanto estamos viendo.
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