Inicio > Series y películas > Veo, leo, escribo > ‘Cyrano de Bergerac’: El orgullo y el penacho

‘Cyrano de Bergerac’: El orgullo y el penacho

‘Cyrano de Bergerac’: El orgullo y el penacho

[Ilustración de Paco Guerrero]

(Bienvenidos al blog Veo, Leo, Escribo, dedicado a comentar películas y series de televisión basadas en obras literarias. Zenda es un lugar dedicado a los libros, y por ello queremos abrir este espacio también a su extensión en las pantallas. En esta sección las entradas serán un análisis en cierto detalle sobre un libro o película o serie basada en él en concreto, y están pensadas para ser leídas con conocimiento previo de la obra. En otras palabras, están llenas de spoilers (o “destripes”, como prefiere decir Arturo Pérez-Reverte), así que se recomienda, como dice el título del blog, leer y ver antes de escribir.)

Escrita a muy finales del XIX y ambientada a mediados del XVII, esta vigorosa adaptación de Jean-Paul Rappeneau ha hecho más por el teatro, por el cine francés, por la obra de Edmond Rostand, por la literatura y la historia del XVII y por la carrera de Gérard Depardieu que muchos escritores, directores, historiadores, profesores y actores juntos. Junta temas como la belleza, la fealdad, el orgullo, los compromisos, las ganas de vivir, el amor, el deseo, el engaño y varios más en medio de duelos, mosqueteros, obras de teatro, asedios de los tercios de Flandes y cartas de amor. Y todo ello, en verso y en francés. Dicho lo cual, y sin que sirva de precedente, se recomienda la prodigiosa versión doblada al español, un auténtico tour de force con todas las rimas en su sitio y una impagable voz para Cyrano.

Ganadora de un Oscar, al mejor vestuario (Franca Squarciapino). Otras cuatro nominaciones: Película en lengua no inglesa (René Cleitman, Michel Seydoux y Jean-Paul Rappeneau), Actor (Gérard Depardieu), Dirección artística (Ezio Frigerio y Jacques Rouxel) y Maquillaje (Michèle Burke y Jean-Pierre Eychenne).

Esta es una obra llena de grandes escenas, y vamos a mencionar varias de ellas, pero de momento vamos a empezar por el final, así que aviso de spoilers mayor que de costumbre.

Todo el mundo que la conoce recuerda cómo acaba: el antiguo mosquetero y aventurero Cyrano de Bergerac, habiendo sufrido un ataque en la calle orquestado por alguno de los muchos enemigos que ha hecho a lo largo de su vida, llega moribundo a su cita de todos los sábados desde hace catorce años en el convento al que se ha retirado su prima Roxana. Tras revelarle su gran secreto, su amor por ella, Cyrano le dice, en sus últimas palabras, que se llevará con él algo que nunca podrán quitarle. «¿El qué?», preguntan a una Roxana y el espectador. Mi amor por vos, seguramente. Pues no. «Mi orgullo». Muerte del protagonista y fin de la obra.

Ciertamente, si Cyrano escoge terminar su existencia con esa palabra, merece explorarse, porque es la que define su vida, y a toda la obra de forma retrospectiva. Y la tarea es difícil, tanto como lo es definir el orgullo. Para empezar, ¿el orgullo es algo negativo o positivo, una virtud o un defecto? Se puede criticar a alguien diciendo que «es un tío muy orgulloso», pero luego un rey de España empezaba sus mensajes de Navidad lleno «de orgullo y satisfacción». ¿Debe ser algo en lo que basar los actos y personalidad de uno, y más si se hace de forma deliberada? ¿Debe ser admirada una persona orgullosa? ¿Debe ser emulada? ¿Es Cyrano un modelo que imitar o una cabeza ajena en la que escarmentar?

Dado el hecho de que Cyrano es el héroe de la película, tomémoslo por lo positivo, al menos para empezar. Teniendo en cuenta además que estamos en el siglo XVII, esa palabra de «orgullo» evoca en un oyente español un sentimiento de hacer las cosas bien, según unas reglas, de continuar una tradición respetada. En una acepción más alatristesca, iría acompañada de ausencia total de jactancia, un cumplir y callar, para satisfacción personal y para continuación de la cultura propia. Pero, y esto es importante, se trata de un cumplir con las reglas propias, no necesariamente las ajenas. El mejor ejemplo en la obra es seguramente cuando Cyrano, en su aversión a verse atado a compromisos con otros, rechaza la invitación del conde de Guiche para escribir teatro para el entorno de Richelieu, donde sólo le cambiarán «un verso de cada cuatro». Cyrano desdeña ese dinero fácil para así conservar la integridad de su ingenio, esto es, lo rechaza por orgullo. Otro ejemplo es cuando Le Bret le dice que ande con ojo, porque tiene demasiados enemigos, y Cyrano le responde que lo deje en paz, y que no tiene «protector, pero sí protectora» (su espada). Y el culmen es seguramente la escena donde expresa su renuncia a vivir una vida a base de inclinarse ante los poderosos, con ese famoso triple «no gracias, no gracias, no gracias».

Esta es la base de la admiración a Cyrano por su orgullo, y el público español, si tuviera que explicarla, lo haría con estos ejemplos. Sin embargo, he insistido hasta ahora en lo de «público español» porque hay un detalle muy importante en esa última escena mencionada. La palabra traducida en castellano como «orgullo» que aparece en el original francés no es «orgueil». Ni «fierté», ni «troupe», ni «amour-propre». Es otra muy diferente: «panache».

«Panache» (pronunciado «panásh») es una palabra relacionada con la española «penacho», y descendidas ambas de la latina «pinnaculum». Originalmente un «panache» era una pluma colocada en un sombrero o casco, como adorno y también para distinguir a una determinada persona, especialmente un jinete, en medio de una batalla. Su uso más famoso se atribuye al rey Enrique IV de Francia (1553-1610), gran guerrero, que exhortaba a sus hombres a seguir su penacho en la contienda, pero que también al mismo tiempo lo hacía más visible para los enemigos. Es decir, es un gesto tanto de valentía como de alarde, de ostentación, nada discreto. Soy valiente y quiero que se vea y se sepa.

Veintinueve años después de la muerte de dicho rey de Francia, el propio Cyrano recuerda tal ejemplo cuando en el asedio de Arras echa en cara a De Guiche el haber abandonado su fajín blanco de maestre de campo para poder huir sin ser reconocido, diciéndole que Enrique IV nunca hubiera hecho tal cosa. Cuando De Guiche responde que ahora lo tienen los españoles y que es irrecuperable, Cyrano se lo saca de debajo de sus propias ropas, donde lo tenía escondido, y se lo da. Nótese que lo hace delante de la tropa entera, y habiéndole tendido la trampa de mencionar el fajín públicamente para que De Guiche se metiera en la ratonera de intentar justificar su decisión. Podía habérselo dado en privado y con parco ademán, pero en vez de eso, Cyrano monta todo este número en público. Eso es panache, y es lo que ha pasado a significar la palabra en francés hoy en día. En español no hay equivalente directo, y además de «orgullo», podría ser «clase», «brío», «donaire», incluso «chulería», o simplemente «tener un cierto aquel».

Así pues, esta única palabra hace por sí sola reevaluar la figura entera de Cyrano. Vayamos ahora al principio de la obra. ¿Qué es lo primero que vemos hacer a Cyrano? Reventar la obra de teatro de Baro, en interpretación de Montfleury, debido a que considera ambas de mala calidad. Y no lo hace con una crítica privada y discreta, sino que lo hace de la manera más llamativa posible, interrumpiendo la representación y convirtiéndose él mismo en el espectáculo. Luego, cuando ve que el público reacciona en su contra, abucheándolo, Cyrano reta a toda la platea («¿Ni un hombre? ¿Ni un dedo?»), y para coronar el capricho, arroja su propia bolsa de monedas al escenario para pagar las pérdidas de la cancelación (más tarde, cuando Le Bret se asombra de tal acto, que lo ha dejado en la ruina, Cyrano responde: «Sí, pero qué gesto»), con lo cual, cualquier animadversión del público se torna en aplauso. Ahí queda eso. Eso es otra acabada muestra de panache.

Sin embargo, la cosa no queda ahí. A renglón seguido tras la obra, Cyrano se empeña en enzarzarse con alguien, con la excusa de su nariz, y cuando nadie es capaz de dedicarle un insulto como Dios manda, se inventa él una larga retahíla, en una de las escenas más famosas y celebradas de la obra. Y aún más, cuando el pisaverde Valvert ya se había batido en retirada hacia su carruaje, Cyrano termina de forzar su reacción insultándolo por su falta de ingenio, llamándolo cretino. Sabe perfectamente que Valvert, al oír eso, habrá de responder al ultraje con la espada, y así el penacho de Cyrano puede continuar luciendo. Como remate de la actuación, Cyrano se pone a improvisar versos mientras se bate. «Y al finalizar, os hiero», cosa que acabará cumpliendo. ¿Es este comportamiento, pues, algo grande y admirable, o una fantasmada de un creído? Paga destrozos con su dinero, ridiculiza la mediocridad artística y pone en evidencia los humos de un aristócrata. ¿Pero lo hace por el arte, por la sociedad, por la inteligencia, por luchar contra la soberbia… o por su propia egolatría?

Pero la noche no ha terminado aún. Enterado de que el cómico Lignière corre peligro por sus letrillas contra De Guiche, se enfrenta «a cien hombres» enviados a matar a su amigo, consiguiendo otra gran victoria con la que convertirse en la comidilla de París. Y así, durante el resto de la obra, los ejemplos de su afán de protagonismo continúan por doquier: cuando el capitán Castel-Jaloux no recita bien los versos sobre los cadetes de Gascuña, se lanza a decirlos él, aunque no le corresponde por rango. Más tarde se rodea de un grupo de esos cadetes para contarles con detalle la antedicha batalla contra los «cien hombres». Luego, cuando De Guiche quiere citarse a solas con Roxana, Cyrano ayuda a que esta logre casarse a escondidas con Christian a base de retardar la llegada del conde a la casa, con la peregrina excusa de que se acaba de caer de la luna. Después, en medio del sitio de Arras, cruza las líneas españolas dos veces al día para enviar cartas a Roxana en nombre de Christian. El episodio del fajín de De Guiche ya lo hemos mencionado. Y quizá el mayor ejemplo de todos es ese final por el que hemos empezado: tras catorce años de silencio y secreto, sabiéndose moribundo, no es capaz de contenerse, y hace saber a Roxana todo el secreto de quién escribía en realidad las cartas de amor de Christian. Recordemos la escena: primero es él quien le pide que le deje ver la carta, luego él se empeña en leerla en voz alta, usando la misma voz de aquella noche bajo su ventana junto a Christian, y luego lo hace sin mirar al papel, de memoria y en medio de la oscuridad que va cayendo y que imposibilita que Cyrano pueda ver lo suficiente como para leer, a pesar de lo cual sigue recitándolas sin vacilar. Todo hecho a propósito por él para que Roxana se dé cuenta de la verdad, sin que Cyrano se la cuente directamente, y así convertir su propia muerte en un acto más de panache. Le falta poco menos que llevar un cartel, de tanto decirlo sin decirlo. Y por si cabía alguna duda, acaba pronunciando esa mismísima palabra, panache, en brazos de su amada, desperdiciando la última oportunidad de expresarle su amor por fin en persona y seguro de aceptación recíproca. No le importa que ahora Roxana haya de pasar por segunda vez por el trance de perder a un amado, cosa que hubiera podido evitar cerrando el pico: Cyrano viene decepcionado y encolerizado porque su muerte no se va a producir en medio de un duelo épico con estocadas cayendo como granizo, sino aplastado por una viga de madera en una emboscada callejera. Como un don nadie. Pues de eso nada. Yo quiero mi final apoteósico y lo voy a conseguir, sufra quien sufra.

La verdad es que contado así queda una imagen más bien egoísta y hasta decepcionantemente pobre de nuestro héroe, pero es que todo eso está en el texto y no deja de ser evidente. Sin embargo, lo que queda en el recuerdo es ese otro lado del panache que puede encumbrar a un hombre. Cuando De Guiche le menciona Don Quijote a Cyrano, el conde le dice que se ande con cuidado o las aspas de un molino un día lo lanzarán contra la tierra. «O hacia las estrellas», responde él. Y hacia las estrellas llega él, y nos lleva a nosotros, en esa parte central donde, ignorado por Roxana, decide ayudar a Christian a superar lo que le falta: el ingenio. En esta parte, Cyrano logra redimirse de su síndrome de necesidad de atención (hasta que lo fastidia al final), en particular en la escena en que primero «sopla» a Christian sus frases y luego ya directamente las dice él con su propia voz, bajo la ventana de la dama, para que sea el joven el que consiga su beso y triunfo final. Ahí sí que cualquiera se pondría de su parte y lo admiraría sin reservas. Sin embargo, minutos después, Cyrano no deja de disfrutar al interrumpir a los tortolitos con la excusa de la llegada de una carta urgente de De Guiche. Ha podido lucirse otra vez y además ha impedido que Christian llegue a gozar del todo de Roxana. ¿Qué más puede pedir?

Antes de seguir con Cyrano, un aparte sobre Roxana: puede resultar muy moderna o muy antigua en su insistencia de que le regalen el oído, sin importarle la belleza física de quien lo consiga: eso está abierto a debate. Lo suyo puede que sea un fetiche con que le digan cosas bonitas, o un reconocimiento y atracción hacia la mente inteligente y sensible que le compone tales frases, pero al menos es constante y consistente en este detalle: cuando cree que las cartas son de Christian, se derrite ante ellas. Cuando Christian fracasa al hablarle en persona, le cierra la puerta en los morros sin piedad ninguna por muy guapo que sea, y sin siquiera pensar: “Bueno, se le ha gripado la neurona, pero está bueno y me lo cepillo de todas formas”. En la batalla en Flandes, cuando Roxana aparece con el carro de víveres, le dice a Christian que tras todas las cartas suyas que ha recibido desde el frente (escritas por Cyrano a espaldas de Christian), lo amaría aunque fuera feo. Y al final del todo, cuando Cyrano, moribundo, revela la autoría de las cartas, no da mucho tiempo a nada más, pero Roxana deja caer que realmente cumpliría su palabra de enamorarse de esa mente que es capaz de expresarse así, sin reparar en el físico. Es curioso también que Cyrano estaba enamorado de Roxana mucho antes de que Christian y ella se fijaran mutuamente uno en otra, pero de no haber sido por su ayuda a Christian, Cyrano no habría podido nunca transmitirle sus pensamientos a Roxana. Cuando Cyrano le cuenta a Le Bret que la ama, también le dice que no ha intentado conquistarla porque cree que sería imposible ser correspondido: “Esta nariz que llega un cuarto de hora antes de que se me vea lo prohíbe”. Es, pues, Christian quien paradójicamente le proporciona la oportunidad de expresarse.

Bien, en todo esto nos hemos referido a la obra y el personaje, no tanto a la película. ¿Qué se puede añadir de ella a todo esto? Pues la siguiente observación: muchos de los mejores personajes de teatro ofrecen la capacidad de presentar distintas facetas al espectador según quién adapte e interprete la obra, incluso sin llegar a cambiar una línea de texto. Por ejemplo, la duda de un Hamlet puede representarse miedosa, débil y apocada. O llena de rabia y violencia contenida. O irónica y aburrida de todo. O conspiradora y malévola. Según se diga ese «ser o no ser» y según se comporte el actor y quien lo dirija, puede resultar una visión totalmente nueva de la misma historia sin tocar una sola coma del texto original, resultando así una obra eternamente reinterpretable. El propio don Quijote, a quien Cyrano admira, puede ser un loco digno de risa o el más lúcido de los tuertos rodeados de ciegos. Y Cyrano puede interpretarse como un snob cultureta, por ejemplo, o como un payaso con ganas de molestar, o como un atildado caballero que esconde sus orígenes, o como un romántico incurable, y de muchas formas más. Los mejores actores serán capaces de dar a personajes como éstos, un Rey Arturo, un Drácula, un Don Juan, un Julio César, un Napoleón, una personalidad propia y un sello único. Y Gérard Depardieu lo consigue. Su Cyrano es inolvidable.

Su Cyrano es anchote, cargado de hombros, más duro fajador que fino estilista, una fuerza de la naturaleza que se luce más diciendo aquello de que «son sólo hombres y hoy necesito gigantes» que escribiendo a pluma de ave con esas manazas de carpintero. Cuando reta a la platea, el tío acojona de verdad, y cuando dice aquello otro de «¿Qué, como, enana mi nariz?», parece un Joe Pesci diciendo lo de que «¿cómo que soy gracioso? ¿Gracioso cómo?» en Uno de los nuestros. Sólo que el doble de grande, claro. Además, a su propia imagen física podemos añadir datos de su propia biografía. Esta película fue seguramente la primera de Depardieu que se conoció a gran escala más allá de Francia, y cuando llegaron las nominaciones a los Oscars, empezó a saberse más de su vida: pasaba de ir a clase, dejó el colegio a los 13 años, y a los 16 se fue a la gran urbe a buscar fortuna. Y dicen las malas lenguas que cuando se empezó a comentar en la prensa norteamericana que había cohabitado con prostitutas durante una juventud calavera, los responsables de los Oscars, por aquello de la corrección política, empezaron a lamentar su nominación como mejor actor. Puede que sea leyenda urbana, pero todo esto ayudó a elevar «a las estrellas» a esta película y a hacer más rica la faceta del personaje que pone al arte y la individualidad por encima de los poderes biempensantes, trasladándola al mundo real. No cuesta mucho imaginarse a esos académicos franceses sentados con sus pelucas blancas en primera fila para ver la obra de Montfleury transformados en los trajeados ejecutivos hollywoodienses de hoy en día.

Para terminar de explicar el detalle sobre cómo cambiar el enfoque de una obra sin tocar siquiera su texto, recomiendo fijarse en un par de escenas concretas. La primera es la del duelo con Valvert justo fuera del teatro. Cyrano ha ridiculizado repetidamente al vizconde: lo ha llamado cretino y le ha ganado el duelo, cumpliendo su sobrada de herirle en el último verso. Pero no lo hiere físicamente. Lo que hace es tocarle la nariz, ya que en el francés original, el último verso era precisamente, «je touche», haciendo juego de palabras con el «tocar» al adversario en esgrima y el tocar algo con la mano. Para Cyrano, el juego termina ahí. No quiere matar al vizconde por una simple tontería como sería no ya haberlo insultado, sino no haberlo insultado bien. Simplemente lo humilla (tocándole literalmente las narices), y da por concluido el asunto. Pero hete aquí que sin mediar palabra, Valvert se revuelve contra Cyrano y continúa la pelea, por la espalda, a traición, totalmente llevado por la ira, y dejando bien claro que aquello para él no es ya un juego y que ha de acabar en sangre. El ambiente medio festivo de la escena se acaba, no hay risa ni música, Cyrano también calla y tras un intercambio de estocadas, es ahora cuando Cyrano atraviesa al vizconde con su espada. ¿Resultado? En vez de quedar como un psicópata sediento de sangre, hooligan y pendenciero, que provoca violencia hasta donde no la hay, Cyrano queda establecido en esta versión como alguien con mucho carácter y amigo de montar jaleo, pero que al menos sabe dónde está la raya roja. Al hacer que sea Valvert quien se empeñe en ir a muerte contra él, la culpa pasa a ser suya, no de Cyrano. Recordemos que estamos al principio de la película y que estamos dando a conocer a nuestro personaje todavía. Presentarlo como un asesino sin alma o no es muy importante, y eso, como hemos visto, lo puede decidir un director sin cambiar nada en absoluto del texto.

La otra escena de ejemplo es la del triple «no, gracias», donde Cyrano enuncia más o menos su forma de ver la vida. Tras el airado «no, gracias», se sienta y tranquiliza el gesto y la voz. El resto del monólogo, en vez de decirse a voz en grito, como quien está poseído y casi loco por el deseo de individualismo y de ponerse el mundo por sombrero «por un sí o por un no», está dicho con calma, deliberadamente, sabiendo lo que se dice, y precisamente por eso, casi con pena. En vez de declarar la guerra al mundo con una proclama, Dépardieu casi ofrece una imagen de hombre desanimado por no poder cumplir los altos ideales que tiene, como si los sintiera como una pesada carga, de las que les caen sólo a los lúcidos. El verso con que termina la escena, «cállate», según las indicaciones originales de Edmond Rostand, ha de decirse «vivement», pero en vez de eso, en la película acaba casi con desolación y desánimo. Con tono de héroe cansado.

En suma, una obra y una adaptación a la que volver continuamente. Háganlo pues vuestras mercedes.

(Edit: Me apunta el groñardo Enric Vilarrasa una curiosa conexión española sobre el tema del panache, mencionando incluso al Cid como «panachero» de pro, y a España como lugar de donde llegó a Francia ese «viento» allí «aligerado», lo cual lo ilustra muy bien: «Toutes les répliques du Cid ont du panache, beaucoup de traits du grand Corneille sont d’énormes mots d’esprit. Le vent d’Espagne nous apporta cette plume; mais elle a pris dans l’air de France, une légèreté du meilleur goût.»)

(Gracias a Paco Guerrero, ilustrador de fauna natural, por su imagen para esta entrada. Sus apuntes de personajes literarios hechos al modo de cuaderno de campo aparecerán de vez en cuando en este blog)

(La lista de todas las reseñas de este blog, por orden cronológico, puede encontrarse aquí)

4.9/5 (26 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios