Hay que crear un Facebook de la infelicidad.
Somos bovaristas de las redes sociales y esto nos hace vivir en un permanente estado de frustración. Las redes están llenas de gente que hace cruceros, que bebe mojitos en la playa, que recibe premios, que asciende en su trabajo, que firma contratos de edición de su novela, y después estamos nosotros, inmersos en nuestra anodina subsistencia, viendo desde el móvil la vida pasar. A veces basta un detalle insignificante para desencadenar un terremoto existencial que nos haga tomar conciencia del profundo vacío de nuestras vidas. Basta ver, por ejemplo, una foto de uno de nuestros contactos junto a una paella gigante acompañada de este texto:
Aquí pegándome una paellita con mis colegas #chequebo #socarrat #tusiquesabes #juanpalomo #elputoamo #menssanaincorporesano #mindfulness #givepeaceachance
Ves esa foto del paellón y, al compararlo con el estado de indigencia de tu nevera (un Danacol de marca blanca, unas zanahorias chuchurrías y un único huevo a punto de caducar), experimentas una honda desazón. Te resignas entonces a un mísero huevo frito —algo habrá que comer, que la foto de la paella te ha dado hambre— y te hundes por completo cuando te percatas de que la cáscara del huevo presenta una grieta y por tanto lo tienes que tirar para evitar una intoxicación. Tomas entonces el Danacol de marca blanca, te sientas en un rincón de la cocina y te echas a llorar maldiciendo la línea divisoria que los hados han trazado entre los que se están pegando una paella —todos los demás— y los que no —tú con tu falso Danacol—.
Por eso necesitamos una red social de malas noticias que nos reconcilien con el mundo y que, en lugar de exacerbar nuestra envidia por los triunfos de la gente, nos permitan identificarnos con sus fracasos. Una red social con menos gozos y con más sombras.
Que no se me malinterprete. Cuando hablo de malas noticias no me estoy refiriendo a publicaciones de este tipo:
Hoy he salido con mi marido a pasear y, al cruzar un paso de cebra, un coche que venía muy acelerado no ha frenado a tiempo y ha impactado de lleno contra mi marido, por lo que su cuerpo ha salido volando por el aire varios metros y después ha caído de cabeza contra el asfalto, lo cual ha hecho que le reventara el cráneo y que sus sesos salpicaran a una vieja que pasaba por allí con un abrigo de visón, y la vieja ha tenido tal impresión que le ha dado un parraque y se ha desplomado (no sé si muerta o solo desmayada), y ahora me debato entre el odio y la lástima por el conductor del coche porque por un lado ha matado a mi marido, pero por otro está ingresado en la UCI porque no llevaba cinturón de seguridad y, al impactar contra el volante, se le han roto dos costillas, que le han perforado los pulmones, y ahora está con los pulmones encharcados debatiéndose entre la vida y la muerte y me he enterado de que es un hombre viudo, que tiene tres hijos pequeños a su cargo y que su mujer falleció hace un año por leucemia y, por si fuera poco, al consultar el teléfono de mi marido me he dado cuenta de que me engañaba con otra desde hace años y que tenía vídeos de contenido pedófilo, y mañana mi hijo vuelve del campamento antes de lo previsto, porque lo han expulsado por darle una paliza a otro niño, y yo no sé qué cara poner ni cómo contarle lo que ha pasado y encima son las once de la noche y aún no he cenado.
Si yo leo algo así, me entran ganas de vomitar y me tengo que tumbar con los pies en alto del mareo que me da. Cuando hablo de malas noticias, me refiero a mensajes del tipo: Se me ha manchado la corbata nueva en la boda de Marta y Alfonso. La he llevado a la tintorería y me han dicho que esa mancha no sale. 60 euros tirados a la basura. Otro ejemplo: Cuando me acercaba a la parada del autobús para ir al trabajo, he visto que el autobús ya estaba allí. Me he puesto a correr pero, cuando iba a llegar, el conductor ha cerrado la puerta en mi cara y se ha largado. He acabado sudando y con el desayuno revuelto en el estómago para nada. Estas son las noticias que nos congratulan porque nos permiten afirmar con orgullo: Yo también. El Me gusta que le damos a estos mensajes es una señal de solidaridad que nos sale del alma, frente al Me gusta hipócrita del paellazo, que busca disimular nuestro resquemor por la felicidad ajena (¡Qué envidia sana me das!, escribimos. Como si tal cosa existiera).
Urge crear por tanto una red social de publicaciones similares a la carta que un tal Gonzalo Sánchez Marín envió al director de El País el 9 de diciembre de 2016 y que decía así:
Ayer se me cayó un vaso de cristal y se rompió. Lo cuento aquí porque, como hay tanta gente que lo cuenta todo por Twitter y demás redes sociales, he pensado que también podría interesar a los lectores de este periódico. Hoy se me ha caído un vaso de cristal, y después he tenido que recogerlo.
A mí la lectura de esta carta me cambió la vida. Desde entonces, siempre que se me rompe un vaso, lo primero que hago es enviar un burofax a todos los medios de comunicación. Hasta aquel día, la rotura de un vaso había sido un enojoso contratiempo. Ahora me permite formar parte de una comunidad de menesterosos que requiere todos los focos de atención: la de los desmañados que rompen vasos, ciudadanos ejemplares cuya torpeza nunca más será silenciada, héroes sin capa que merecen ser portada del New York Times.
De hecho, os confieso que hay veces en que estoy sentado a la mesa y de pronto advierto que mi vaso está peligrosamente cerca del borde. En ese instante resulta inevitable calcular que bastaría un simple codazo descuidado para arrojarlo al precipicio. Sucede entonces que apoyo con indolencia mi mentón en la palma de mi mano izquierda y me distraigo observando algún detalle del techo (¿Qué será esa pequeña mancha de ahí arriba?) mientras mi brazo derecho comienza a desplazarse peligrosamente hacia el vaso. Un poquito más… un poquito más… verdaderamente esa mancha necesita una solución… un poquito más… es muy importante observar esa mancha con detenimiento y no prestar atención a nada más… un poquito más… que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu mano derecha… un poquito más… ¡CLAAAS! Cuando oigo el vaso estallar contra el suelo, no os imagináis lo importante que me siento. Es una sensación muy gratificante.
—¿Por qué cada vez tienes menos vasos? —me preguntó mi novia el otro día—. Siempre que vengo a tu casa, veo que te ha desaparecido alguno.
—No sé —dije haciéndome el sorprendido—, tendré que hablar con la señora de la limpieza a ver qué es lo que pasa.
Es más fácil, ya os digo, sentirse identificado con el fracaso que con el éxito, y por ello precisamos una red social en la que solo los reveses tengan lugar, una red que sea como la novela Los dos tórtolos, de Alexandre Postel (editorial Nórdica), que es un repertorio de formas de naufragar. En el primer capítulo, por ejemplo, los protagonistas —una pareja de parisinos llamados Théodore y Dorothée— deciden irse a vivir juntos y se enfrentan al drama de la vivienda. Digo drama y no tragedia porque esta obra no muestra el desgarro de las grandes catástrofes sociales, sino la estrechez de las pequeñas penurias cotidianas. No vemos aquí a una familia sin recursos a la que desahucian de su casa, lo cual aboca al marido al alcoholismo, a la madre a la prostitución, y a los niños en primer lugar a la mendicidad, a continuación al pillaje y finalmente a la horca. Aquí tenemos tan solo a una pareja que necesita un piso y que, ante los precios de los alquileres, se ve obligada a conformarse con un apartamento más pequeño, más caro y más lejos del centro de lo que le habría gustado. Ese es su drama. Ese es nuestro drama. ¿Cómo no darle Me gusta a este capítulo?
En los capítulos siguientes vemos de nuevo a los protagonistas haciendo una y otra vez lo que mejor se les da en la vida: fracasar. Intentan mejorar sus artes culinarias viendo vídeos de YouTube y fracasan. Deciden después hacerse veganos y también fracasan. Aspiran a escribir una novela y, como es natural, fracasan. Quieren transformar su desganada intimidad en un desenfreno sexual y fracasan. Se inician en la práctica deportiva y la experiencia se salda con un nuevo fracaso cuando a Théodore, en la cinta de correr, le da un latigazo en la espalda que lo deja seco y se acaba ahí la tontería del gimnasio. Fracasan incluso cuando pretenden adoptar un gato, que ya es mucho fracasar. ¿Cómo es posible fracasar al adoptar un gato? No lo sé, ni ellos mismos lo saben, pero así es. Les dejan un gato quince días los de una asociación de animales y, al acabar el período de prueba, el tipo de la protectora se lleva el gato y los deja con un palmo de narices sin la menor explicación.
Todo en esta novela es un fracaso salvo la propia novela, que es fenomenal. Los dos tórtolos es el retrato más certero que he leído de mi generación. Su lectura se asemeja a la degustación de una sopa agridulce de la que en cada capítulo nos tomamos una cucharada. Así, el abatimiento inicial por nuestras expectativas frustradas se ve contrarrestado por el regusto final de una nueva ilusión que se vislumbra al cerrar el capítulo. Ilusión que se verá defraudada al ingerir la siguiente cucharada del libro.
Como sucede siempre con la buena literatura, he sentido en todo momento que esta novela hablaba de mí, y por eso le he dado Me gusta a todos los capítulos, y le he dado también un último Me gusta a todo el libro porque Alexandre Postel es un escritor de un enorme talento que, a pesar de tener mi misma edad, ya ha publicado cuatro novelas, con las que ha ganado numerosos premios. Aún así, se adivina que su brillante carrera literaria no ha hecho más que empezar, y yo me alegro enormemente por él.
¡Ay, Alexandre, qué envidia sana me das!
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