Son apenas dos minutos. Leonard Bernstein está en Moscú en 1959 y, batuta en mano, anuncia que la orquesta va a interpretar el primer movimiento de la Sinfonía número 7 de Dmitri Shostakóvich. Cuenta que el concierto es un símbolo de amistad entre Estados Unidos y la Unión Soviética y que ese instante se va a emitir en la televisión americana. Las cámaras enfocan entonces a Shostakóvich, que parece temerse lo peor que le puede pasar a alguien muy reservado: cobrar más protagonismo del previsto. Tal cual: Bernstein le agradece, en nombre de su país, la “música maravillosa que nos ha legado”, empieza a aplaudir y con él todo el auditorio. El carácter expansivo del uno contrasta con la introversión del otro. Shostakóvich decide entonces superar la incomodidad que le atenaza abandonando su butaca para salir disparado hacia los músicos, estrechar la mano de Bernstein y acabar con el homenaje cuanto antes. Es un momento que refleja retraimiento pero también —y esto es una opinión— bondad; son las maneras de un hombre bueno.
¿Puede ser bueno un tipo que puso no pocas veces su talento al servicio de un dictador y de un régimen sin escrúpulos, y además durante tantos años? En El ruido eterno, Alex Ross escribe que “las categorías en blanco y negro no tienen sentido en el reino de las sombras de una dictadura. Estos compositores no fueron ni santos ni demonios; fueron actores defectuosos en un escenario inclinado”. Otra opinión: Shostakóvich fue mucho más santo que demonio aunque viajara por el mundo prestigiando una tiranía espantosa, aunque no acabara en Siberia y aunque sobreviviera a Stalin más de veinte años. Convivió con el miedo prácticamente toda su vida adulta aunque se beneficiara de privilegios que se negaban al resto de ciudadanos. Testimonios de los que le conocieron o extractos de sus propias cartas dan cuenta de la bondad que aquí proclamamos. Y aun así, cada vez que llega un libro más sobre su figura —y en los últimos dos años han llegado unos cuantos, todos valiosos— es inevitable al leerlos hacerse la pregunta de marras.
Tiraremos de ese tópico que reza que en las guerras sale lo mejor y lo peor de un ser humano para ver qué salió de Shostakóvich. Habiendo sido uno de los más grandes compositores de sinfonías y cuartetos del siglo XX, consignamos aquí, en cuatro movimientos, fracasos y triunfos, alegrías y temores, personales y profesionales, en torno a la Segunda Guerra Mundial. Huelga decir que el miedo es el leitmotiv de este periodo, que abarcaría desde que trata el hombre de rehabilitarse con la composición de la Quinta sinfonía en 1937 hasta la humillación pública a la que fue sometido en un Congreso de la Unión de Músicos en febrero de 1948, donde se vio obligado a leer un texto que le escribieron y que le avergonzó en lo más profundo.
Un poco antes de la guerra
El día en que el pánico entró en su organismo —para no salir ya más— tiene fecha concreta: un 26 de enero de 1936. Ese día se le comunicó que debía asistir sí o sí a una representación en Moscú de su ópera Lady Macbeth de Mtsensk porque estaba previsto que asistiera el camarada Stalin. Hay que imaginarse los nervios del compositor al comprobar que en el cuarto acto ya se había largado el temible secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética. El segundo susto, dos días después y consecuencia del anterior, confirmó las peores sospechas: en la página tres del diario Pravda, órgano oficial del Comité Central, Shostakóvich pudo leer, en un texto sin firma titulado Caos en lugar de música, cosas tan animosas sobre su obra como que aquello era un “concierto de aullidos”, “animalmente realista”, con música “ruidosa y disonante”, al servicio de un libreto que era una “muestra de bestialismo”. Había vivido en una nube hasta entonces y de golpe quedaba oficialmente declarado como “enemigo del pueblo”.
Ahora tocaba disculparse antes de que fuera demasiado tarde, abjurar de los errores, anunciar que había tomado conciencia del fondo sonoro —melódico, accesible— que la nación necesitaba y hacerse perdonar con hechos urgentes y no intenciones. El primer hecho fue cancelar su Cuarta sinfonía y entregar la Quinta (1937). En su libro sobre el compositor (Shostakóvich: Genio y drama, Fondo de Cultura Económica), el violonchelista mexicano Carlos Prieto habla de la Cuarta como “una premonición del Gran Terror” que habría de desatar las purgas estalinistas. A Shostakóvich no le quedaba otra que esconder esta pieza no tanto por su carácter fúnebre y trágico como por su lejanía del canon tradicional.
De la Quinta bastaría decir que las autoridades la recibieron como paradigma de “realismo socialista” aplicado a la música. Es, por tanto, su mayor éxito en tiempos de horror para millones de personas, algunas de ellas muy cercanas a Shostakóvich, que encima calificó la sinfonía de “respuesta creativa de un artista soviético a una crítica justa”. Hoy cabe acercarse a esta pieza y disfrutarla sin tener en cuenta las terribles circunstancias de su gestación. John Mauceri, director de orquesta, notable divulgador y autor de The War On Music (cuya traducción la editorial Siruela tiene previsto lanzar el mes que viene), asegura que el final de la Quinta puede interpretarse como lo que parece de entrada, un cierre triunfante, pero también como la parodia vulgar de un triunfo, incluso como una mezcla de ambas cosas: “Algo lo suficientemente vulgar como para complacer a las autoridades soviéticas y profundamente triunfante porque el compositor dio a sus jefes políticos lo que querían y al tiempo le sirvió para salvar su propia vida: un logro múltiple y simultáneo”. Seguramente un acierto tan clamoroso solo puede explicarse porque acabó convirtiéndose en aquello que cada uno necesitaba escuchar en ese momento.
Shostakóvich había superado un poco el miedo al miedo. La Quinta vino acompañada de premios y reconocimientos varios. Supuso para él una tregua en un país enfermo en el que desde 1935 los niños mayores de doce años podían ser juzgados y ejecutados. Un país en el que los padres podían salvar la vida de sus hijos si se esforzaban en recordar el nombre de un vecino o de un compañero de trabajo que hubiera pronunciado alguna vez un comentario desafortunado.
En breve, llegó un miedo distinto: el miedo a una guerra atroz.
Al inicio de la guerra
Cualquier biografía o ensayo sobre Shostakóvich se detiene siempre en el verano de 1941, cuando el ejército nazi sitió San Petersburgo, la ciudad natal del compositor, entonces Leningrado. Desde hace unos años contamos con dos libros excelentes centrados en exclusiva en aquel horror y en la capacidad del músico para sacar adelante una sinfonía, la Séptima, que sería símbolo de resistencia internacional contra el fascismo y también elemento de propaganda del estalinismo. Es el poder de la música como pocas veces se ha visto. Leningrado: Asedio y sinfonía, de Brian Moynahan, es una crónica detallada del espanto, desde que los alemanes dejan completamente aislada la ciudad hasta que la sinfonía es una realidad un año después y logra ser interpretada en el mismo Leningrado el 9 de agosto de 1942 por músicos famélicos y demacrados pero en un auditorio lleno y con el Ejército Rojo maniobrando para que aquella experiencia fuera posible, para que se escuchara por las calles de la ciudad y llegara incluso a las líneas enemigas.
Muy poco tiempo después de iniciarse la invasión, Shostakóvich anunció su intención de estar junto al pueblo, de alentarle a través de lo que mejor sabía hacer. Antes había intentado, en varias ocasiones y siempre sin éxito, alistarse en el ejército para defender su ciudad. A lo más que llegó es a trabajar como bombero y a escribir arreglos para canciones populares que sirvieran para levantar la moral de las tropas.
Sinfonía para la ciudad de los muertos, de M. T. Anderson, pone el foco aún más en la peripecia personal del músico y de su familia, de sus meses en la ciudad sitiada, de su huida con su esposa y sus hijos y de la desazón constante que tuvo hasta que pudo salir de allí el resto de su familia. Incide en la aventura, no sin problemas, de la propia partitura. Fue copiada en un microfilm y atravesó Oriente Medio y los desiertos de África en una misión secreta, como si contuviera algún plan militar en clave, para llegar a Estados Unidos y ser finalmente interpretada en Nueva York por la orquesta de la NBC Radio bajo la dirección de Arturo Toscanini.
Ambos autores ofrecen multitud de situaciones y testimonios, a cuál más tremendo, de la desesperación que fue vivir en aquel infierno sin salida durante más de dos años, con temperaturas de frío extremo en invierno y días en los que caían bombas sin descanso. Un millón de personas atrapadas, sin electricidad, sin agua corriente, sin comida, sin leña… Moynahan cuenta cómo primero fueron los perros y gatos los que acabaron en la olla del caldo, nos habla del modo en que se cocían los huesos de los animales sacrificados para sacarles el tuétano. Explica que se arrancaban las tapas de los libros y que la cola que se había utilizado para encuadernarlos se fundía y se echaba en la sopa. “Se quitaba de las paredes el papel pintado, y la gente se comía la capa de cola seca. Se usaba la brillantina como sustituto de la grasa. El pienso para el ganado era un trofeo de un valor incalculable”. Había quienes robaban la comida a los más vulnerables. Anderson llega a mencionar la historia de una mujer que compartió el cadáver de su hijo de once años con dos compañeros de trabajo de la Fábrica Lenin y expone un dato sobrecogedor: las detenciones por canibalismo pasaron de nueve en diciembre de 1941 a más dos mil un año después.
Dicho esto, la Séptima fue también alimento para el alma dentro y fuera de Leningrado. Pocas veces una obra musical ha despertado tanta esperanza en tanta gente.
Avanzada la guerra
Avanzada la guerra, la victoria de los soviéticos es inminente y las autoridades esperan que su mejor cronista musical ponga de nuevo —como ya hiciera en la Quinta— triunfante fondo sonoro a la gesta. Y ahí estaba Shostakóvich entregando su Sinfonía número 8 para dejarles con las ganas. ¿Por qué hacer algo trágico precisamente cuando el país está derrotando al enemigo? ¿Por qué no celebrar la gloria militar? Seguramente era consciente de que la conquista consolidaría todavía más la tiranía de Stalin, su despotismo y crueldad.
Está contado de forma inmejorable en el libro Los músicos de Stalin, de Pedro González Mira, quien considera la Octava el momento sinfónico más grande, válido, hermoso y creíble de toda su obra: “La página no acabó siendo una sinfonía «de guerra», como sí lo fue la «Leningrado», sino un auténtico alegato pacifista en contra de triunfos, cualesquiera triunfos, sobre cualesquiera vencidos. Es una obra en la que se produce una auténtica confesión personal de compromiso ante la guerra, y ante la violencia en sentido amplio (…). Se dirige al alma de la humanidad, a la que parece reclamar de una vez por todas un poco de cordura. En sus notas, esparcidas sobre un formidable fresco sonoro, parece escucharse el grito desgarrador de la gente ante la guerra”.
Compuesta en los meses decisivos que siguieron a la batalla de Stalingrado, la Octava goza actualmente del mayor prestigio entre los especialistas. En Shostakóvich: Su vida, su obra, su época, el musicólogo Krzysztof Meyer afirma que esta pieza completa la lista de los más destacados trabajos musicales vinculados a la Segunda Guerra Mundial junto a la Sinfonía en tres movimientos de Igor Stravinski, el Concierto para orquesta de Béla Bartók, la Sinfonía Litúrgica de Arthur Honneger, la Sinfonía número 5 de Prokofiev y Un superviviente de Varsovia, de Arnold Schönberg.
Terminada la guerra
La guerra no solo tuvo entretenido a Stalin y compañía. También, como escribió Bernd Feuchtner en el libro El arte amordazado por la autoridad, “por cínico que pueda parecer, de no haber sido por los horrores de la guerra no habría sido posible componer música sincera, libre de las constantes imposiciones de los burócratas”.
Nadie ha narrado mejor la persecución que llegó después, el agobio malsano a su músico más popular, que el gran autor inglés Julian Barnes en su novela breve El ruido del tiempo. En ese relato se recrean dos momentos terribles. En 1949 la llamada telefónica del mismísimo Stalin para emplazarle a que asista, como representante de la Unión Soviética, al Congreso Cultural y Científico por la Paz Mundial que va a celebrarse en Nueva York. Entre los variados argumentos que el bueno de Shostakóvich esgrime en la conversación para evitar la excursión, éste:
—Verá, el hecho es que me encuentro en una situación muy difícil. Allí, en América, mi música se interpreta a menudo, mientras que aquí no se toca. Me preguntarán por qué. Entonces, ¿qué actitud debo adoptar?
El otro momento es toda una caza y captura para conseguir —y lograr finalmente en 1960— que se afiliara al Partido. Ese año compuso su cuarteto de cuerdas más célebre, el Octavo, que públicamente estaba dedicado a las víctimas de la guerra y del fascismo pero que íntimamente se había regalado a sí mismo como otra víctima más. Se dice que es el trabajo con el que alivió su alma tras haber cedido y autorizado su entrada en el Partido; su creación le ayudó a sobrellevar una de sus peores crisis. Es ésta, por cierto, la composición central de un texto conmovedor escrito por el periodista musical de la BBC, Stephen Johnson, titulado Cómo Shostakóvich me salvó la vida. En el libro cuenta cómo una música tan dramática le resultó a él igualmente terapéutica cuando atravesaba una depresión grave.
El novelista español David Torres escribió una vez que Mozart es la música que nos habla no de lo que somos sino de lo que quisiéramos ser. La de Shostakóvich, en cambio, sí es la música de lo que somos y además con toda su crudeza. Y pese a todo, escuchar su melodía puede ser sanadora.
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