Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) cuenta a Zenda que aprendió a hablar en Anchuras, Ciudad Real, y que pasó un nada desdeñable tiempo de su infancia y adolescencia, tal y como escribe en la nota de agradecimientos de su último libro, La muerte del hipster (Literatura Random House, 2021), “en pueblos de Teruel, en los que mi madre era médica y mi padre me mostraba con sus cuentos y artículos que entender la realidad exige una dosis de fantasía”. El responsable de la edición española de la revista Letras Libres ha recuperado a Enrique Notivol, el protagonista de su exitoso Un hipster en la España vacía, para proporcionarle más delirantes y divertidísimas aventuras gestionando, como alcalde de La Cañada –municipio turolense ficticio–, la pandemia de la covid-19, una crisis secesionista local o la atracción de fondos europeos. Su Quijote “intoxicado por la teoría posmoderna” ha evolucionado, se compara con otros miembros de su tribu social y, a su gaseosa manera, se irrita, se rebela, llegando a pedir “más jamón y menos Habermas”. Utilizando como percha el lanzamiento de esta novela, conversamos con el también traductor, ensayista, columnista de El País, colaborador de El Periódico de Aragón y fan de Leonard Cohen y Franco Battiato.
—Señor Gascón, permítame robarle una pregunta a su hipster: “¿Cómo íbamos a prever, cuando estábamos buscando pronombres válidos para los nuevos géneros (…), que una epidemia trastocaría todos nuestros planes?”.
—Muchas de las preguntas que se hace el hipster son las que nos hacíamos nosotros, pero un poco caricaturizadas y exageradas. Cuando irrumpió la epidemia, llegó una realidad muy fuerte, muy física, mientras estábamos peleándonos por cuestiones simbólicas casi todo el tiempo. Esa era la idea. Luego, es verdad que muchas veces no queremos escuchar las advertencias. O que, a lo mejor, cuando sucede la catástrofe, dices: “Hombre, pero si estaba muy claro. Ya lo dijo Bill Gates”. Hay, por una parte, una tendencia a creer que lo peor no va a suceder, y luego, otra hacia la sabiduría retrospectiva. Me divertía mostrar algunas de las inquietudes, de las cosas que se decían, de una forma claramente paródica.
—Los que decían que la pandemia iba a ser una cura de humildad para la Humanidad se equivocaron, ¿no? La cura de humildad, si la hubo, fue fallida.
—Arias Maldonado escribía en El Mundo una tribuna sobre eso: sucede algo y nosotros queremos encontrarle sentido. “La naturaleza nos dice…”. No: la naturaleza no nos dice nada. La naturaleza no habla: sólo da evidencias. Sólo sucede. No ha sido una cura de humildad. A veces, lo que hacíamos era que nos poníamos a hablar de nosotros mismos. Cada uno, además, elegíamos lo que no nos gustaba: el anticapitalista decía que esto era una cura para el capitalismo, para el otro… Básicamente, lo que pensábamos era: “El virus no sólo habla, sino que, además, me da la razón” (risas). No es exactamente humilde.
—De hecho, uno de los hipsters de la novela dice que la pandemia es “un golpe mortal al capitalismo y una oportunidad para reinventar la sociedad”. Pues no.
—No. Quizá es porque todos queremos vivir esa cosa del acontecimiento histórico que va a cambiar formas de vida, y luego, muchas veces, lo que sucede es que lo que se cambia no es lo que preveías que se iba a cambiar. Las restricciones que, en muchos casos, estaban justificadas por motivos de salud, ¿cómo nos las vamos a quitar? ¿Cómo va a ser la nueva normalidad, cómo vamos a conseguir que no nos parezcan raras algunas cosas? Esa idea de la seguridad… Ha sido el aniversario del 11-S. Ahora quizá tenemos menos miedo al terrorismo que en ese momento, que había un pánico muy fuerte, pero, sin embargo, hay unos controles en los aeropuertos que se han instalado, y si te llevas un botecito de más de 100 gramos, no pasa. Lo de la pandemia, viéndolo no ya desde el hipster, sino desde nosotros, dices: “Se ha mostrado la fragilidad y la necesidad de solidaridad al mismo tiempo”. Ha habido una respuesta muy rápida. Incluso, ha habido una decisión muy consciente en muchos países de cerrar la economía para salvar vidas. Y la capacidad de reacción de la ciencia con las vacunas… En eso, se ha mostrado una fragilidad, pero también una capacidad de reacción.
—¿Hasta qué punto es importante el debate nominalista entre los partidarios de decir “España vacía” o “España vaciada”?
—En el libro de Urquizu sale esta cuestión del debate nominalista. Me gusta más “España vacía”. Porque es la original y creo que es más descriptiva. La otra está encaminada muy claramente como a culpar a alguien: alguien la ha vaciado, ¿no? Y no creo que haya sido así. Creo que hay un montón de factores. Lo que pasa es que, seguramente, es poco operativo quedarnos atascados en ese debate, aunque yo prefiero “España vacía”. Ojo: que la España vacía está llena de muchas otras cosas. Creo que nos gustan mucho esos debates de símbolos, nominalistas y tal. Son muy entretenidos, pero a veces provocan más atascos que otras cosas.
—Desde que Sergio del Molino publicara La España vacía, han proliferado los libros sobre lo rural. ¿El espíritu de Delibes ha vuelto?
—Una de las cosas muy buenas que tiene el libro de Sergio del Molino es que lo nombra, lo hace visible para esta generación. Luego, me parece que las culturas tienen temas. Entonces, un tema de la cultura española es el campo y la despoblación. Está en Delibes, en Llamazares. Me encanta Imán, la novela sobre el Desastre de Annual de Sender. El protagonista es de un pueblo de Huesca. Tiene una especie de heroísmo cutre. Cuenta la debacle del ejército español y luego vuelve a su pueblo, pero su pueblo está inundado por un pantano. Y es una novela de los años 20. Es algo que lleva mucho tiempo sucediendo y que ha generado una literatura muy buena. Luego, han coincidido otras copas: el efecto comercial de algunos autores, que han tenido mucho éxito; el interés periodístico por esa España, y también un interés político.
—¿Y cuánto hay en su libro del Quijote? Hay una parte que es puramente quijotesca: cuando Enrique Notivol conversa con una periodista, y ésta le dice que es famoso: “–Claro, con el libro. –¿Qué libro? –El del hipster, hombre”.
—Me divertía esa idea. Tras el primer libro, cuando me inventé al personaje, no lo pensé, pero luego sí dije: “Tiene algo de Quijote. Está intoxicado por la teoría posmoderna en lugar de por las novelas de caballerías” (risas). Al hacer la segunda parte, sí que pude ampliar algunos de estos juegos. La segunda parte del Quijote es un libro, si quieres, “protoposmoderno” en eso: en la literatura dentro de la literatura… Claro, esos libros son inagotables: al Quijote lo lees en cada momento, y lo lee cada generación, incluso uno mismo en distintos momentos, y se encuentran distintas cosas. Y dices: uno de los temas podría ser la autenticidad, ¿no? Me parece que es un tema muy de nuestro tiempo y del hipster: los que son hipsters de verdad y los que no. Eso me daba un juego y pensé en meter algún guiño y seguir en la estela, en el estilo muy modestísimo de un libro de humor muy breve. Luego, el episodio de la cueva está inspirado en la cueva de Montesinos, y me releí el episodio. Sí que me divertían esos guiños con El Quijote. Para mí, una de las cosas divertidas escribiendo estos libros era parodiar, homenajear a cosas que me gustan.
—¿Cuánto tiene La muerte del hipster de ensayo encubierto?
—Tiene algo. Habla mucho de temas que he tratado en tono de ensayo. Lo que pasa es que no he querido… A veces, en el ensayo parece que tú defiendes una tesis, y aquí me parecía que tenía que ser más libre, jugar con la ambigüedad y con la parodia, con cierta zozobra y tal. Pensaba en trazar una mirada humorística sobre un asunto que está planeando. En ese sentido, sí que tiene algo de ensayo, pero en otra clave.
—Su hipster ya no es el de la primera novela. Y llega a decir: “Del mismo modo que nosotros no podemos imponer nuestra forma de vida a los que llegan, los que llegan tienen que mostrar un poco de tacto y empatía con la idiosincrasia local”. A alguno le parecerá un entrecomillado sacado de un discurso de Abascal…
—Tampoco se ha abascalizado, pero quería mostrar sus contradicciones, que él mismo va adoptando posiciones que no son las que había tenido antes. Cómo tu posición en un lugar te modifica un poco. Entonces, ahora que él ya está en el lugar, le parece que lo que hacía antes era un poco extraño. Es otro de los juegos, ese discurso sobre la inmigración, o como cuando nosotros vamos a Afganistán, aplicado a diferencias mínimas: dos se casan, son de pueblos de al lado, y quería mostrar las dificultades de las relaciones multiculturales (risas), aplicar esa reducción al absurdo. En este caso, si quieres, reducción a lo pequeño.
— El personaje que más me irrita es Juancar. Por todo lo que representa y dice. ¿Hay una condescendencia artificial, cuando no hipócrita, hacia el medio rural?
—Sí. El libro es una caricatura y este personaje tiene una condescendencia que he exagerado. El protagonista tiene ese lado de que nunca deja de ser él mismo, pero se adapta y sobrevive. Me divertía como elemento de aventurero casi inconsciente. Es un héroe chapuzas. En cambio, Juancar es el personaje que el propio protagonista ve como estereotipo de hipster. Esto nos sucede a todos, en mayor o menor grado: cuando ves a alguien que te recuerda a cómo eras tú hace cinco años, y tú crees que ya has cambiado, hay una animadversión que, a lo mejor, no es sólo hacia el otro, sino hacia los rasgos de ti mismo que te molestan cuando los ves en otro.
—Sin dar muchos detalles, para regatear, en la medida de lo posible, al spoiler, digamos que a La Cañada le prometen unas inversiones… que acaban en Gerona. Y dice Juancar: “Cataluña no tiene fuerza para independizarse, pero sí para desestabilizar España Y nosotros queremos estabilidad, así que hay que tenerlos contentos. La desafección es peligrosa”. Lo que dice es cínico, pero es muy real.
—Juancar es uno de esos personajes que hemos visto en la facultad todos. Tardaban años en hacer la carrera porque eran sindicalistas universitarios. Empezaban una carrera, pasaban a otra… Y ese contestatario, ahora, ¿dónde está? Trabaja para el Gobierno. Y lo que apuntas lo hemos visto con los fondos europeos. De repente, parece que hay que dar dinero para aplacar y para premiar, para que los nacionalistas estén más tranquilos en determinadas zonas. Lo hemos visto con el aeropuerto de El Prat: sólo por su mala cabeza no ha salido. Mientras, hay tantos lugares de España que no tienen comunicación… Quería tratar esto de manera humorística. También, uno de los referentes de ese episodio es Bienvenido Mr. Marshall: esa idea de que hay un momento en el que parece que todo va a florecer, y todo se va a otro sitio. Y ese otro sitio, en este caso, es Cataluña. Esa idea de que Cataluña no tiene fuerza para independizarse pero sí para desestabilizar el país, y, por tanto, lo que hay que hacer es dar cosas a los nacionalistas para que no desestabilicen… Dices: “Bueno, a lo mejor desestabilizan porque tienen esa fuerza”. Eso se lo he oído a muchos analistas no sé si sensatos, pero desde luego, muy inteligentes.
—Una parte divertidísima de la novela es cuando las ancianas se vacunan y empiezan a hablar con frases de Leonard Cohen. En ese episodio, me reí mucho con el palo que le arrea a Suso de Toro: “En La Mata pensaban que había uno que hablaba con frases de Suso de Toro, pero era un falso positivo, se conoce que era el tonto del pueblo”.
—(Risas) Esto es muy arbitrario, en realidad. Un día, estaba leyendo a Wodehouse traducido y pensaba, como yo he traducido mucho, en la traducción y en traducir el humor. Y no sé cómo de allí pasé a la idea de que una vacuna generase que alguien hablara como un autor. Probé con varios: García Márquez era demasiado obvio, Javier Marías me pareció forzado… Se me ocurrió Gracián, por sus aforismos y, además, es un autor aragonés, y lo de Cohen… primero pensé: “Está muy bien que una señora que no ha hablado en inglés nunca se ponga a decir frases de canciones y poemas de Cohen”. Fue una de esas cosas de humor literario que te permite hacer este libro, de total libertad. Me gusta mucho Cohen. Tiene ese lado oracular, socarrón y apocalíptico a la vez. Su humor me gusta mucho, su tonalidad me servía.
—Y un capítulo se llama como una canción de Battiato: “Tutto l’Universo obbedisce all’amore”.
—Esa canción me encanta.
—¿Fue un homenaje póstumo?
—Pues fíjate, no. Fue como casi a la vez, pero creo que ya lo tenía puesto. No sé por qué, esa canción, y ese disco, Fleurs 2, los escuché muchísimo durante la escritura del libro. Y a Battiato en general. Luego, tras su muerte, me fui a discos más antiguos. También es otra solución literaria: inventarte unos Romeo y Julieta octogenarios y que se solucione el secesionismo.
—Para terminar: Letras Libres España, revista de la que usted es responsable de la edición patria, cumple 20 años. ¿Qué tienen previsto hacer?
—Vamos a hacer un acto que va a ser una mesa redonda con Enrique Krauze, que es el director de la revista, Michael Reid y Sol Gallego Díaz. Haremos un debate sobre la democracia y sus descontentos en el mundo de habla hispana. Estoy ilusionado. Luego, haremos más cosas. Acabamos de terminar el número del aniversario, y hay un cuento de Vargas Llosa… hemos hecho un número panorámico y variado con los temas de la revista. Me gusta pensar que una revista tiene algo de tertulia de grupo de amigos y, entonces, hay temas nuevos y gente que llega al bar, pero también temas recurrentes.
—Los de los parroquianos.
—Las obsesiones de los parroquianos.
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