Alberto Olmos nos presenta a los escritores jóvenes más interesantes de la actualidad.
No siempre, pero muchas veces es la extrañeza la que nos avisa de que un autor tiene una voz que merece la pena atender. Tener una vida, de Daniel Jándula (Málaga, 1980), provoca en el lector esa extrañeza. ¿De dónde viene un libro así?, ¿cómo surge una primera novela de apenas cien páginas que parece ocultar todo un proceso de formación y, al mismo tiempo, abrirse a múltiples y jugosas interpretaciones? En la entrevista que figura más abajo, se dan pistas sobre la trascendencia que Jándula ha conseguido inocular a la peripecia de su protagonista, sobre ese timbre anómalo, casi cenobita, con el que ha amartillado su prosa. Nuestro autor no comparte referencias, ni casi intereses, con otros autores de su generación; tiene su propia pasión o creencia, más o menos secreta, diríamos incluso que provocadora en este tiempo nuestro. Tener una vida, así, parece Stephen King tomándose muy en serio a sí mismo, o Marilynne Robinson permitiéndose un divertimento. Yo no acabo de creer lo mucho que me ha gustado.
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Entrevista:
Podemos considerar Tener una vida prácticamente como tu primera novela, aunque tienes ya casi 40 años. ¿Esta tardanza en publicar guarda relación con las dificultades que para ello tienen los autores inéditos o quizá no tenías prisa alguna?
Cuando tenía 25-26 años, quería publicar a toda costa, de ahí que me haya costado todo este tiempo asimilar, incluso aceptar, esos primeros ejercicios de aprendizaje con sus múltiples errores.
Por supuesto, están las dificultades propias de la publicación, de encontrar hueco en un mercado tan saturado como el editorial, y la problemática que todos conocemos. Pero mis dificultades estaban más relacionadas con el proceso creativo en sí: Tener una vida ha sido un libro que me ha costado mucho esfuerzo escribir, y para completarlo tuve que aprender herramientas nuevas, mejorar mi estilo (que era deficiente), desarrollar un método de trabajo, incluir ciertas lecturas como parte del proceso… hasta llegar a un borrador mínimamente presentable.
Lo cierto es que este primer libro muestra una enorme madurez narrativa, y a la originalidad suma un planteamiento quizá «extraño» dentro de las letras españolas. ¿Cómo llegas a una propuesta como Tener una vida, qué influencias o modelos hay detrás?
En el dilema permanente entre el «qué» y el «cómo», mi principal preocupación es dar con algo que contar. No sé si lo correcto es pensar que el «cómo» es más importante; probablemente sea así, y no debería inquietarme. Pero cuando encuentro algo que decir, me proporciona la forma de hacerlo, siempre y cuando yo sepa prestar atención a la historia. El problema más serio que tuve con Tener una vida apareció cuando me di cuenta de que la historia original no era sólida; era una etapa en la que todavía no tenía la trama del agujero. El agujero estableció una conexión con un género que me interesa mucho, como es el de la parábola (ahí entraría Kafka, claramente, o el hombre del subsuelo de Dostoyevski). Fue determinante dar con esa conexión.
Es cuando uno ha avanzado en la escritura cuando empieza a comprender dónde están las fuentes. Leer a Kafka me llevó a introducir un elemento como el del agujero para apartarme de un retrato realista.
No me siento cómodo escribiendo desde el realismo.
Es como cuando introduces un detalle real en una narración, pero ese detalle suena tan increíble que debes quitarlo. Así me siento todo el rato, cuando se trata de emprender una narración realista.
Lo curioso es que, al mismo tiempo, me fascinan esos ejercicios de inventario emocional, profundamente verdaderos,que realizan Thomas Bernhard y Mario Levrero, que se hunden en su propio realismo.
Buscando en Google he encontrado un dato que también da un realce muy peculiar a tu biografía: tus estudios teológicos. ¿Qué importancia tiene la fe —si es el caso— en tu visión del mundo y, quizá, en el halo de trascendencia que despide la trama de tu libro?
Este es un tema que también me ha costado asimilar. Durante años viví mi fe con mucha vergüenza: creía que, si revelaba a los demás mis creencias, nadie me tomaría en serio (debo decir que con algo de razón). Fue con la lectura del Eclesiastés que entendí que un escritor tiene que ser sobre todo honesto, y para mí es inconcebible la literatura sin autores como Chesterton, Endo, Albert Cohen, Chaim Potok o Flannery O’Connor, para quienes el aspecto espiritual es importante; pero estos son tan necesarios en mi formación como Julian Barnes, Nick Hornby y Stanisław Lem, abiertamente ateos (pienso ahora en el heterodoxo de Unamuno).
Mi postura teológica toma elementos del anarco-cristianismo de Jacques Ellul, el liberalismo de Tillich y Bonhoeffer (quizá deba aclarar que, en teología, liberalismo no significa lo mismo que en política) y del personalismo de Carlos Díaz, con quienes conectan varios de mis maestros, como Emmanuel Buch; también me han influido mucho el teólogo José de Segovia y el serbio Miroslav Volf, cuyas ideas sobre la memoria me parecen radicales y necesarias. Esta serie de influencias me ha puesto en la tesitura de ser tal vez «demasiado cristiano» para el panorama editorial, o «muy mundano»para muchos cristianos. En cuanto a mi novela, hay en efecto una lectura trascendental de fondo. Para mí el mayor problema del protagonista es espiritual, pero este es a la vez un tema subterráneo. Creo que el lector ya lo encontrará bastante lleno de preocupaciones emocionales y de otro tipo en sus primeras lecturas, antes de pasar a lo trascendente.
No sé si has leído a Pablo d’Ors o Marilynne Robinson, dos autores que me interesan mucho, o si te sientes cercano a su literatura debido a lo anterior.
Sigo de cerca la obra narrativa de Pablo d’Ors. Ya me hubiera gustado escribir algo del nivel de Las ideas puras, El amigo del desierto o Sendino se muere. No comparto del todo su pensamiento, pero desde luego es un referente. De Robinson no he leído nada todavía. En esta línea, estoy descubriendo a Sigrid Undset y Barbara Kingsolver, que son extraordinarias.
Algo que sin embargo tienes en común con tu generación es la importancia del teatro en tu formación como escritor. Es una pasión que encontramos también en María Folguera o Aixa de la Cruz. ¿A qué crees que se debe esta coincidencia en iniciarse en la escritura dramática antes de pasar a la escritura de narrativa? Y, en todo caso, ¿te sientes parte de esta generación?
El teatro combina diferentes disciplinas artísticas (la pintura, la música, la narrativa) en un mismo entorno. Así que si tienes muchos intereses, o si tienes inquietudes artísticas pero no terminas de decidirte por ninguna, el teatro resulta muy atractivo. Al menos en mi caso así fue. Luego me di cuenta de que la escritura teatral tiene sus propios códigos, su técnica, sus particularidades, etc., y muchos de mis dramaturgos de referencia tenían una narrativa que me resultaba más cómoda de leer que de pensar para la escena: Strindberg, el ya citado Beckett, Heiner Müller, Tennessee Williams… Lo que aprendí de ellos fue que el texto debe tener una resonancia, debe saltar del papel y echar a correr por las paredes de la habitación donde se encuentre el lector. Estoy convencido, aunque no conozco personalmente a Folguera ni a De la Cruz, que ellas entienden lo que quiero decir. En cuanto a lo que preguntas de la generación: no me siento parte de ninguna generación literaria, pero es mi impresión desinformada.
Por último, me gustaría que nos anticiparas algo de tu próximo libro.
Ahora estoy precisamente con un trabajo de dramaturgia para un texto teatral. Es una revisión del mito de Casandra que empecé en 2013. No sé qué habrá después.
FRAGMENTO DE TENER UNA VIDA
Héctor ha pasado toda la tarde en mi piso haciendo pruebas y cree que no es exactamente un agujero negro. Ni un túnel a otra dimensión. Que su topología cósmica apunta al dodecaedro. Ante mi estupefacción, me explica que podría ser como en el comecocos, cuando sales por un lado y apareces en el extremo opuesto; no cambia el entorno, pero puedes rodearlo. Aunque todavía tiene que profundizar en su teoría, reducirla a los elementos básicos. No se avanza nada estudiando únicamente el campo de influencia. Sin que él me diga nada abiertamente, intuyo que quiere entrar en el agujero. Encogiéndose un poco podría caber.
Héctor dice que para estar completamente seguro de algo necesita palparlo, tener algún tipo de experiencia. Yo digo que a veces la imaginación pude llevarte a lugares donde otros ya han estado. Él me cuenta que pensaba de forma parecida hasta que entró por primera vez en una cámara anecoica. Que sólo los que han pasado por la tortura del silencio absoluto pueden conocer totalmente esa experiencia. No sé lo que es una cámara anecoica, así que Héctor dibuja un croquis a lado del Cisne. Es una sala capaz de aislar al visitante de la práctica totalidad del sonido exterior. Es una cámara recubierta de pirámides de fibra de vidrio, encajada en una habitación revestida de tabiques de acero. Tras un cuarto de hora dentro, explica, Héctor, el sonido que percibes es el de tu torrente sanguíneo, y las personas que más han aguantado ahí dentro (poco más de media hora) aseguran que los estallidos eléctricos de sus nervios les hacen tener delirios y visiones. Héctor probó unos minutos a estar insonorizado (aquí es la persona la que queda aislada del resto del entorno) y perdió el equilibrio, por no hablar de la aprensión que suponía escuchar continuamente el gruñido de sus tripas. Este tipo de lugares controlados se crean para hacer pruebas en electrodomésticos. Al salir (no superó los cinco minutos) no dejaba de repetir que era un peligro poner un sistema así en malas manos. Las personas dependemos para nuestra salud del ruido propio y ajeno, según Héctor. “Desear el silencio absoluto es una completa locura”, dice, pero yo no lo tengo tan claro.
Tener una vida, págs. 81-82 (Candaya)
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