Primera entrega, centrada en el pudor, de una serie de tres entrevistas del escritor José Ovejero al fotógrafo Daniel Mordzinski.
Camisa negra, pantalones negros, gorra del mismo color. Lo vemos correr de un sitio a otro, apresurarse, saludar, reír, abrazar, en primera fila en las presentaciones, o subiéndose al escenario para buscar un ángulo mejor, sudando a veces y mirando el reloj porque necesitaría el don de la ubicuidad para fotografiar a varios escritores cuyos actos coinciden en el tiempo pero no en el lugar. No tiene el don de la ubicuidad, pero se acerca. En festivales literarios, en presentaciones de libros, en ferias, en congresos, en casas de amigos; cuando pones un pie en el mundo literario puedes estar seguro de que te vas a cruzar con él, y casi seguro de que acabarás delante de su cámara, solo o en grupo, posando de formas que no admitirías a ningún otro fotógrafo y también puedes estar seguro de que si un día no te sientes bien, si andas de ánimo caído, él lo percibirá y no te pedirá nada festivo ni simpático, quizá no te fotografíe o, si lo hace, será algo sobrio, cuidadoso, casi íntimo.
Lo conozco desde hace un montón de años. Yo apenas me iniciaba en el difícil arte de realizar entrevistas. El Periódico de Cataluña me había enviado a París para que entrevistase a Ignacio Ramonet. El fotógrafo que me adjudicaron, él vivía en París entonces, era Daniel Mordzinski. Después del trabajo conversamos, teníamos amigos comunes. Me propuso fotografiarme y bajamos a la orilla del Sena. Después me ha fotografiado, como a centenares de escritores, casi cada vez que nos encontramos en algún lugar del mundo.
Ahora el cruce se da en Cartagena de Indias durante el Hay Festival. Hace tiempo que lo persigo para entrevistarlo, pero hasta hoy no ha sido posible. Quince minutos, me dice. No me molesto en preguntarle si no tiene más tiempo, porque lo he visto correr de un lado a otro, con la mochila en la que lleva sus armas; pasas por un pasillo y allí está, dando instrucciones a alguno de sus fotografiados, eligiendo ese lugar en el que los colores y la luz le ayudarán en su trabajo, despidiéndose o saludando. Quince minutos, en la galería abierta del hotel en el que se celebra el festival. Pero con una condición, le digo: no hablamos con nadie, si se acerca alguno no le hacemos ni caso.
—OK. Pero espera. Corazón —le dice a una mujer que pasa a nuestro lado, supongo que empleada del festival— ¿me traerías un vaso de agua y un bocadillo?
Nos sentamos en dos sillas de madera, miro el reloj. Empezamos.
—No sé si te acuerdas de que, cuando nos conocimos en París, me llevaste a la primera sesión de fotos contigo, fuimos a un puente bajo el Sena, en el que estaban unos mendigos, en un lugar que parecía su salón…
—Sí, con fotografías, con postales de cuadros del Louvre, impresionistas…
—Eso es, y me fotografiaste con ellos. Entonces yo me dije: «Este hombre no siente pudor alguno». Y dándole vueltas a aquello quería hablar contigo precisamente sobre el pudor. Primero tu propio pudor al acercarte a un desconocido, preguntarle, pedirle algo. ¿Cómo te sientes al aproximarte a alguien en una situación así en la que siempre hay una pequeña intromisión en la intimidad de otro?
—Yo creo ser un tímido falso; detrás de la cámara todo es más sencillo, porque una cámara es como una máscara, como un escudo, te protege. Con los años y con esa caricia de la vida que es que acepten y valoren tu trabajo, que entiendan que nunca traicionarás a un amigo, a un escritor, que no haces trampa, cada vez puedo ir más lejos y pedir más cosas. Pero creo que también el respeto está ligado a la noción de pudor, porque yo le pregunté a ese mendigo. En el fondo no era el Pont des Arts, era el salón de su casa, y yo estaba pidiendo permiso, toc toc, para fotografiar a José Ovejero en el salón de su casa; muchos otros fotógrafos habrían hecho la foto antes de preguntar.
Yo sí. Mi primer retrato fue al gran Borges, durante el rodaje de una película, y recuerdo que en el momento de la pausa me acerqué a pedirle permiso para hacerle fotos. Él me tomó del brazo y me preguntó: “¿Cómo se llama usted, jovencito?”, y yo le di mi nombre; “¿Y por qué me quiere hacer fotos?” Le respondo que porque lo admiro mucho, esas cosas que uno dice, porque he leído sus cuentos, sus poemas… “¿Y qué le gusta de mis cuentitos?”; yo no me esperaba ese examen, salgo con una pirueta —hoy, con la experiencia, ya hago más que piruetas, soy trapecista—, y sorprendentemente él me la festeja, pero lo que rescato de esta historia es que él me entonces me dice: “Le agradezco que me haya pedido permiso, porque como yo no veo, podría haberme hecho las fotos sin permiso”. Ésa es la singularidad de mi trabajo: yo hago toc toc antes de entrar. Y eso es una manera de vencer el pudor: cuando sabés que estás invitado no tenés por qué ser tan púdico.
—Hay otras variantes de pudor en el trabajo fotográfico; no sólo está tu pudor ante esos desconocidos a los que te acercas, también el de aquellos a los que fotografías; y unos lo sienten más que otros. ¿Cómo averiguas el límite que no debes rebasar?
—La lectura de la obra ayuda; para saber si tiene humor o si hay situaciones desenfadadas en su literatura, y además con tantos años en el mundillo uno sabe quiénes son los más resultones, los más osados, a quiénes puedes pedirle algo más divertido; en este medio tan chiquito se sabe todo. No le puedo decir a Coetzee que se ponga a saltar cuando es incapaz de mirarte a los ojos tres segundos o entablar una conversación en una cena.
Pero yo creo que el verdadero límite es esa frontera invisible donde el humor y la ironía se pueden convertir en ridículo. El problema es que la línea es muy delgada, pero como el noventa y nueve por ciento de mis fotos no son por encargo, hay un acto de caballerosidad, un pacto de no agresión, la confianza que me he ganado en cuarenta años de retratar escritores, eso es mi capital, es lo que me gané, que se sabe que no voy a traicionar a un amigo o a un escritor.
—Queda otro tipo de pudor, que es de Daniel a la hora de mostrar su trabajo a otros, exponerlo a la crítica de los demás, también de los pares. ¿Cómo te va a la hora de mostrar tu obra, de decir «esto es lo que yo hago»?
—Soy un stripper, no le tengo miedo. Sí tengo miedo a decepcionar, no al fracaso o a que me juzguen, pero sí a decepcionar a quien he fotografiado, porque hay una expectativa, quizá esperan que haga una travesura, pero si es la primera vez y no lo conozco tengo miedo a ir demasiado lejos, la primera vez tanteo más el terreno; siempre hay red, yo no fuerzo a nadie, las cosas van surgiendo; luego deciden si se desnudan o se tiran al agua, pero siempre hay red, una red hecha de lecturas, de respeto, y creo que lo que hago es algo singular, diferente, hay un estilo…
—Que también lo hay en otras fotografías tuyas, no sólo en las juguetonas. En las más serias se reconoce igualmente a Mordzinski...
—Sí, en las composiciones de las fotos de grupo, me encantan las fotos de grupo, y luego lo que me sigue fascinando es cómo van surgiendo cosas. Hoy en el desayuno muy temprano había dos chicas que limpiaban los cuartos, y me miraban a mí y sonreían entre ellas, y entonces me acerqué a saludarlas, y me dicen: «Le estábamos esperando Sr Mordzinski», ji ji ji. Y yo pensaba ¿qué hice?. «Le tenemos una sorpresa y queremos saber dónde va a estar dentro de diez minutos». Bueno, voy a estar en el tercer piso.
Y la sorpresa es que una de las chicas que trabajan limpiando hace danza, y estaba vestida con uno de esos trajes divinos, y en el momento que ellas llegaron yo tenía cita con una escritora africana, y qué hice, la puse a bailar a la chica, con esa pollera maravillosa, y la escritora africana detrás, y yo quiero creer que estaba allí para que yo hiciese esa foto.
—Ah, pues lo dejamos aquí, porque precisamente de lo que quiero hablar contigo en la próxima entrevista es del azar.
—Pero sería lindo hacerlo en otro sitio, en otra ciudad.
—Eso es. En la próxima ciudad en la que nos encontremos.
Daniel se levanta de inmediato y se dirige a un grupo de unos treinta escritores con los que tiene cita para hacerles una foto. Y yo me pregunto dónde nos encontraremos la próxima vez.
Pero ceder el mando al azar exige paciencia. A los pocos días me dan ganas de escribir a Daniel para ver si podemos encontrarnos en Madrid y olvidar esa bobada de dejar al azar nuestro próximo encuentro. Y es verdad que nos vemos en Madrid, pero no porque lo hayamos acordado y tampoco por casualidad. Daniel viene a la presentación de un libro mío, hace fotos a los escritores presentes antes de empezar, durante el acto dispara desde la primera fila, a pesar de todo sonriente y atento a la charla con Eloy Tizón. Eso siempre me ha llamado la atención en Daniel: aunque esté trabajando de fotógrafo en una conferencia o presentación, cuando no toma fotos sigue el discurso, se le ve atento, y rara es la vez que no haga algún comentario o pregunta al terminar. No es uno de esos tipos que hacen su trabajo pero en el fondo no se interesa por lo que le rodea. Me pregunto si debería asaltarlo y continuar la entrevista ahí mismo, pero sería como hacer trampa. De todas formas, para cuando termino de firmar Daniel ya se ha marchado.
Me llama pocos días después.
—José, querido, vos no tendrás el correo de Sergio del Molino.
—Sí, te lo envío. ¿Por?
Me cuenta que ese jueves por la mañana va a Zaragoza porque el Museo Pablo Serrano va a organizar una exposición con fotografías suyas.
—¿A qué hora tienes tiempo de conversar conmigo el jueves?
—¿Pero vos también vas a estar en Zaragoza?
Nos reímos. Sí, el jueves estaré en Zaragoza unas horas porque tengo cita con varios periodistas. Pero entre medias encontramos un hueco.
Tiene su gracia, el azar.
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