Sentado en el estrecho sofá de un hotel de Madrid, Daniel Pennac (Casablanca, 1944) contesta a las preguntas desordenadas de un grupo de periodistas. Al sonreír muestra una dentadura de aspecto herbívoro y un inmejorable buen humor al que inyecta una (sobre) dosis de ironía e ingenio, la misma que irriga sus libros y se manifiesta en esta conversación desde las presentaciones, esa coreografía que ejecutan quienes se ven por primera vez; aunque a Pennac, todo sea dicho, llevamos lustros leyéndolo. Hay quienes se han quedado a vivir en sus libros y, por qué no, en su sonrisa luminosa de dientes lisos.
Casi cuarenta años después de la publicación de la primera de las seis novelas de la serie dedicada a Benjamin Malaussène, el francés recupera a su alter ego en El caso Malaussène: Me mintieron, publicada este año en español por Literatura Random House. Se trata de la vuelta a las andadas de uno de los personajes más agudos que haya podido inventar el hombre que se ha pasado una vida entera enseñando a leer sin complejos. Primero en la tarima de un liceo como profesor de literatura y luego a esos adultos que vuelven a sus novelas como niños que quieren repetir en una montaña rusa.
¿Quién es Malaussène? Pues un hilarante héroe con reveses, un chivo expiatorio profesional que en los años ochenta, antes de la gentrificación, habitaba junto a su familia el multicultural barrio parisino de Belleville y que ahora se mueve en una Francia en la que el tiempo también ha hecho mella. Aunque en un principio desempeñó todo tipo de oficios, Malaussène aún trabaja en la misma editorial. Ha cumplido años y se ha vuelto algo más escéptico. Lo acompaña en esta entrega su singular clan: su hijo, su madre y algunos de los personajes más jóvenes del linaje Malaussène, formado por siete vástagos de padres distintos. Aparecen unos secundarios no menos pintorescos: el escritor Alceste, una exageración del protagonista de El misántropo de Molière, así como el empresario George Lapietà. Será el secuestro repentino de Lapietà el hecho que ponga en marcha una investigación que permite a Pennac hacer una sátira de una sociedad secuestrada por la telerrealidad, el individualismo y las ficciones del poder.
El regreso de Malaussène, dice Pennac, no es un arrebato de nostalgia. Tampoco el chupito de una fórmula infalible para sobrellevar una mengua imaginativa. Es, asegura, todo lo contrario. “Tenía ganas de recuperar la forma de escribir de Malaussène, que no es la misma de Mal de escuela o El diario de un cuerpo. Es más metafórica. Más oral. Más musical y rítmica y también más distanciada precisamente gracias al humor”. ¿Crítico con la sociedad actual?, repite en voz alta Pennac al ser interpelado sobre el retrato que hace de la Francia y la Europa de 2015 —una Francia pre-Macron y, sobre todo, post-Sarkozy—. “No es una crítica, es una constatación. Malaussène siempre ha tenido la sensación de que todo cambia constantemente. La tenía ya en las primeras novelas, porque está constantemente observando. Está siempre vigilando a sus hermanas y hermanos más pequeños y siempre está pendiente de sus sobrinos y sus hijos. Eso le permite ver cómo la sociedad va cambiando”. ¿A peor?
La Francia y la Europa en la que se publicó la primera novela, en el año 1985 —“tú ni siquiera habías nacido”, asegura ante un vaso oscuro de gaseosa—, han tenido tiempo de cambiar: cayó el muro de Berlín, en 1989; desapareció el Partido Comunista Francés, en 1991, incluso hoy, “ya ves, el partido socialista francés prácticamente no existe”, apostilla. “Yo no critico el mundo. Lo comento. El lector puede interpretar ese comentario como una crítica, pero mi oficio de novelista no lo practico como un polemista. Lo llevo a cabo como observador”. La sociedad reflejada en estas páginas parece ensanchada por la capacidad que ofrece Malaussène a sus lectores de reírse, acaso de desdramatizar, lo que ocurre en ella.
A veces con él y en otras de él, Pennac se ríe en El caso Malaussène de seres como Alceste, un escritor obsesionado con la verdad, hasta el punto de convertirse él mismo en un personaje literario, hiperbólico. “El humor son buenos modales, porque consiste en situar lo trágico a cierta distancia para poder analizarlo. Te vuelve a meterte en la vida. Te permite resucitar”. Y justo eso, la capacidad de neutralizar que ofrece la sátira, es lo que transforma su obra en un ejercicio demoledor de inteligencia con respecto al mundo que lo rodea. “Nuestra sociedad humana contemporánea es muy curiosa. Por ejemplo, se pasa el tiempo filmando su propia muerte y desaparición. Desde el gran blockbuster americano, estas películas donde la Tierra estalla y la Casa Blanca es atacada, hasta las noticias. Esa noción de progreso en el sentido humano y ético del término no tiene sentido”.
Pennac ha dedicado toda su vida a la literatura y la enseñanza. Y fue justo por la segunda por la que se le conoció en España. Su libro Como una novela (1994) se convirtió en un texto de referencia sobre el acto de leer. Entonces Daniel Pennac concedió a los lectores el derecho al Bovarysmo, a saltarse páginas, a no terminar un libro. Por eso, al ser preguntado por la literatura —también— como capacidad y aptitud política, el francés retoma sus intenciones en aquel libro. “Lo escribí para desdramatizar la posición de los adultos frente a los niños que dicen que no les gusta leer. Veía a los padres de mis alumnos poniendo el grito en el cielo: «Mi hijo no lee». En 1969, lo primero que escuché de los profesores fue la frase: «Los chicos han dejado de leer». En 2018 es la misma historia: «Los chicos han dejado de leer». Lo que están diciendo, en el fondo es: «Yo como adulto, no tengo la culpa»».
“Ya no se lee”, ironiza Pennac. ¿Con relación a cuándo? ¿Con relación a quién? “No estoy de acuerdo con ese catastrofismo que considera que nuestra época es abominable y que las otras son mejores”. Tras hacer una larga pausa, como si estuviese rearmando la artillería de su respuesta, remata: “¿Quieres que te describa mi época? ¿Te cuento cómo era 1969? La separación entre este y oeste, la amenaza atómica permanente, las guerras coloniales que eran terribles. Era una época políticamente muy peligrosa, con una gran pobreza en Europa. La gente moría de cánceres que hoy se pueden curar. Es cierto que el mundo es atroz en muchos ámbitos y que cuando vemos el nacionalismo en Turquía, Polonia o Bulgaria, podemos comenzar a inquietarnos, pero también hay que tener en cuenta el resto de los aspectos. Cuando piensas que tu época es peor que la mía, tienes que pensar: ya, pero yo soy mejor que tú”.
Ha quedado claro que no es un nostálgico, que no se toma demasiado en serio a sí mismo y que sus licencias con la realidad no distan del gesto sencillo de dar un paso atrás para repartir un cubetazo de humor al incendio que otros rocían con gasolina. Todo eso queda clarísimo, casi como una pieza de caza bien sujeta con los dientes de la sonrisa sin astillas del francés. Pero la verdad está ahí, y es mayúscula: el tiempo ha pasado. Pennac ya no es el hijo de un militar francés, el chico que tras una infancia en África y del sudeste asiático, se licenció y comenzó a trabajar como profesor de lengua y literatura en un liceo parisino. Tampoco el joven con rostro rasurado de melocotón, gafas redondeadas y una pipa colgando de los labios. ¿Cómo ha cambiado el hombre que comenzó escribiendo literatura infantil y acabó liándola con la saga de un hombre y su familia en el barrio parisino de Belleville?
La respuesta a esas preguntas —que la traductora intenta fundir en una— tiene una respuesta rotunda. Una contestación hecha de las cosas duraderas y que se sujeta sobre la piedra de la experiencia. “Hay preocupaciones que llegan con la edad. Yo soy un señor mayor ya. Tengo cierta edad. He perdido a muchos amigos. Toda mi familia ha muerto: mi padre, mi madre, mis hermanos. El escritor que hay en mí empieza a reflexionar sobre la forma no de resucitarlos, pero sí de contar su vida. Quiero dejar constancia de su vida. Hay que acoger a los que llegan a la vida como nos han recibido a nosotros y hay que acompañar a los que mueren hasta la salida, para que no tengan miedo. Hay que estar ahí para decir hasta luego y gracias. El hecho de que cambiemos, o al menos lo que a mí me ha hecho cambiar, ocurre cuando has perdido una tras otra a las personas que quise y a las que no. Eso te cambia. Cuando discutes con alguien, insultas a esa persona como si fuera eterna, y no lo es. Es mortal. Cuando esa persona muera antes que tú, te preguntarás por qué hablaste con esa dureza. Eso es lo que cambia”. Sí, lector, puede alguien mudarse a una obra. Puede usted quedarse a vivir en la sonrisa de este hombre. La inteligencia, ya ve, combate la intemperie.
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