El 17 de junio de 2017, a las 20:56, Daniela Alcívar Bellolio dio a luz a Benjamín Oña. Pudo verlo un segundo y escucharlo gemir. Veinticuatro horas más tarde, su hijo murió. El 27 de junio de 2017, diez días después, empezó a escribir. Lo hizo para superar el duelo, para mantenerse viva. Escribió pequeños fragmentos inconexos que luego, con el paso del tiempo, se convirtieron en una novela. Siberia: Un año después (Candaya, 2019) es una obra testimonial sobre el dolor que se siente al perder a un hijo.
—Escribí Siberia —dice, en Barcelona, un día antes de regresar a Ecuador— tratando de ordenar todo ese caos en que se convirtió la vida tras este trauma tan brutal que fue la muerte de Benjamín. Era mi manera de sobrevivir, de quitarme el peso que tenía encima, de ponerlo en el papel y darme unos momentos de tranquilidad.
El 27 de junio de 2017, a las 18:56, escribió: “Llevo en el vientre un hueco infinito de dolor. Un vacío literal de vida ahí donde mi hijo hasta hace una semana nadaba olvidado de todo, tibio y lleno de futuro. Ahí: un hueco interminable de desesperanza. Ahí: pérdida encarnada en el centro de mi cuerpo. Ahí: ausencia de Benjamín”.
—¿Sueles hacer terapia?
—Sí. Desde que nació mi hijo.
—¿La escritura vendría a ser un complemento?
—No es un complemento. Es parte fundamental de mi trabajo conmigo misma, una forma de crear un panorama en el que me pueda observar mejor. La literatura que me gusta está atravesada por algo que entiendo como «la verdad». Al escribir no tuve que metaforizar nada. Todo lo que sentía lo estaba sintiendo en la cicatriz que tenía.
La literatura —la escritura— si no salva, por lo menos alivia.
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Hija de Lorena, una mujer que se ganó la vida con trabajos diversos —cajera de supermercado, profesora de niños—, Daniela tuvo una infancia marcada por el divorcio de sus padres cuando sólo tenía tres años. Nació en Guayaquil en 1982 y se mudó a Quito, la capital de Ecuador, a los ocho, con su madre y su padrastro Fernando.
—Mi infancia no fue muy convencional. Fue bastante precaria. Creo que cuando te marca la precariedad desde chica no tienes tantos sueños.
—¿Precariedad de qué tipo?
—Precariedad económica, afectiva, de ropa, de falta de núcleo familiar. Las relaciones eran muy violentas. Era no dormir dos noches en la misma casa, no tener regalos en Navidad. No estaba en un núcleo en el que viera el ejemplo de que mi mamá era periodista o era tal cosa. No, era una vida sobre la marcha.
—Pero eres nieta de un escritor: Walter Bellolio.
—Sí, pero nunca lo conocí. Murió antes de que yo naciera.
—¿No dejó una biblioteca, unos libros, algo?
—Si dejó algo, mi abuela lo escondió. Nunca me llegó nada de él. De hecho, ya avanzada yo, a los 18 años, mi mamá me entregó una carpeta con muchos papeles de su padre. Eran textos de él publicados en diarios, algunos retratos y cartas.
—¿Sí sabías que escribía?
—Algo sabía, pero no se me decía mucho. Era una figura no muy querida en mi familia. No decían: «Mira, que tu abuelo fue escritor». Siempre lo cuento: cuando era chica, me encantaba leer, pero no sabía que me encantaba. Agarraba un libro, me lo leía, me lo terminaba, y estaba tan enganchada con la experiencia de haber leído que lo cerraba y lo volvía a leer, porque no tenía otros libros. No había una biblioteca en mi casa. Nunca nadie dijo: «A esta niña le gusta leer, llevémosle un libro».
En la escuela se convirtió en lectora. Obligaba a su madre a comprarle la lista de títulos para las diferentes materias. Leyó Mafalda y El mago de Oz —“mis dos libros de la infancia”, recuerda—, leyó Pequeños vagabundos de Gianni Rodari —“que me generó muchos traumas”—, leyó a Isabel Allende —“una autora horrenda pero que te engancha con la lectura”—. Más tarde, en su adolescencia, llegaron los cuentos de Fiódor Dostoievski y Julio Cortázar. Fue, dice, una lectora solitaria, sin amigas.
—Es que nunca estaba un año entero en una escuela. Nos echaban por falta de pago. Tenía esa inestabilidad de no poder asentarnos en un lugar. Era moverse, comenzar de nuevo, tener esta idea de que ningún amigo te va a durar. Toda mi vida he terminado cayendo en el lugar que tenía que caer. Cuando salgo del colegio y entro a la universidad es cuando empiezo a tener un sentido de la amistad mucho más firme.
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En la sede de la editorial Candaya hay tres maletas en la planta baja. Daniela viste un jersey amarillo, una camiseta negra y unos vaqueros. La acompaña su esposo, el también escritor Sebastián Oña. Es 23 de diciembre de 2019. Su rostro refleja el cansancio de una gira que la llevó a presentar su novela en ocho ciudades de España.
—No te levantes —dice—. Yo te sirvo.
Sobre la mesa hay un plato con bollería y, ahora, dos tazas de café.
—De chica escribía diarios. Recién tuve la desgracia de encontrarlos y casi me muero.
—¿Por qué? ¿Qué escribías?
—Diarios de: «Hoy estoy triste porque…». No pude pasar de la tercera página.
De los diarios de niña pasó a escribir cuentos cortos que publicó en una revista literaria que fundó con sus amigos en la Universidad Católica de Quito. El azar la llevó a estudiar Comunicación y Literatura. Cuando terminó bachillerato dijo que iba a estudiar Psicología, pero lo único que tenía claro era que no quería nada con números. Su mejor amiga en ese momento quería ser periodista y le suplicó que fuera con ella a las pruebas de admisión para no entrar sola a la facultad. Los resultados arrojaron una sorpresa: Daniela fue admitida y su amiga, a la que iba a acompañar, quedó fuera. En la universidad, su vida cambió.
—Como fui tan reprimida por mis padres, tan controlada, cuando llegué a la universidad lo que quería era desatarme. Estar con mi novio y sentir que era libre. Pasé un par de años desperdiciando el tiempo en eso hasta que me di cuenta de que quería solidificar mi formación, y con un grupo de amigos hicimos la revista, pero me tomó años. Nunca fui una lectora prodigio. Todo me ha tomado mucho tiempo.
Terminó su licenciatura en 2005. Defendió su tesis un jueves y el sábado abordó, con Sebastián, un avión a Buenos Aires para estudiar en la Universidad del Cine.
—Me fui con esta lógica de la no lógica. Me quería ir a vivir a Buenos Aires, quería irme de casa de mis papás, y la forma que encontré fue estudiar cine.
En paralelo, comenzó una maestría en Literatura Hispanoamericana que dejó para cursar un doctorado con una beca del Estado argentino. En Buenos Aires, mientras se quedaba, se hizo adulta: aprendió a lavar su propio baño, aprendió a cocinar su comida, aprendió a vivir sin sus padres. Tras cinco años, pensó que se quedaría allá para siempre. Fue becaria de investigación, hizo correcciones y escribió artículos que le encargaban. Unos años después, comenzó a pensar en la posibilidad de regresar a Ecuador.
—Estaba cansada de ser extranjera. Estaba cansada de vivir tan apretada. Sabía que mi calidad de vida iba a mejorar mucho en Quito y, finalmente, cuando quedé embarazada, dijimos: «Vamos a Quito. Queremos que nuestro hijo crezca con un jardín, en una casa más linda». Esa fue la ultima patadita que necesitábamos para volver.
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El 17 de junio de 2017 tuvieron que hacerle una cesárea de emergencia. Su vida corrió peligro. Permaneció una semana en terapia intensiva. Sobrevivió y tuvo que pasar sus tres meses de recuperación en el invierno de Buenos Aires. Todo era frío y oscuro. Decidieron vender sus cosas y regresar. Un día ya no había muebles; al otro, televisor. Los amigos se despidieron y quedaron una casa vacía, un vientre vacío, una cicatriz y el dolor.
—Nos tuvimos que mudar con dos mil libros, con tres perros y dos gatas.
—¿Eso fue lo único que no vendieron: los libros?
—Y mis perras. Fue estresante, muy estresante. El día en que llegó el taxi a recogerme a la casa, a la una de la mañana, yo salí del baño toda mojada, desnuda, con toalla. Mi maleta estaba abierta todavía. Fue un caos.
Era septiembre de 2017. Mientras preparaba la mudanza, escribía.
Siberia, antes de que pasara lo que pasó, era un proyecto de novela sobre la mudanza de una mujer que regresa a Ecuador tras quince años en Buenos Aires. Con ese proyecto ganó una beca del Fondo Nacional de las Artes de Argentina. La realidad se interpuso y el libro se transformó en lo que es: una novela de duelo que se une a una lista en la que se incluyen, entre otras, escritoras como la colombiana Piedad Bonnett —Lo que no tiene nombre, 2013— o la venezolana Albor Rodríguez —Duelo, 2015—, quienes en años recientes también escribieron sobre la muerte de sus hijos.
—Nunca me había interesado por narrativas de duelo hasta que escribí un texto así.
Hay géneros que se empiezan a escribir por el final.
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En Siberia el deseo es protagonista.
—Hay una pugna entre Eros y Tánatos. Nunca se está tan vivo como cuando se sufre, y el deseo es una manifestación de la vida en este estado límite con la muerte.
—¿No sufriste de pudor confesional al escribirla, o al publicarla?
—Sí, al publicarla. Porque, además, la primera edición de Siberia es ecuatoriana. Salió en un tiraje absurdo de cuarenta mil ejemplares. Al principio, cuando se publicó en abril de 2018, habían pasado sólo diez meses desde el nacimiento de mi hijo. Todavía no tenía esta tranquilidad para hablar del tema ni tenía las cosas muy claras. Fue estar aún muy convulsionada y de repente verme expuesta de una forma masiva.
—¿Quién fue tu primer lector?
—Mi esposo.
—¿Qué te dijo?
—Se afectó mucho. Es la novela de nuestro hijo.
—¿Y tú mamá la leyó?
—No sé.
—¿No te ha dicho nada?
—No.
La edición que publicó Candaya en diciembre de 2019 tiene un anexo titulado “Un año después”. Daniela decidió afrontar el aniversario de la muerte de su hijo escribiendo, esta vez mucho más consciente, para ver qué pasaba.
—La única forma de saber qué se escribe después de Siberia es escribiendo. Escribí para ver el estado de mi escritura, para ver el estado de mi cuerpo.
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Daniela ya escribía antes de Siberia: en 2016, mientras estaba en Buenos Aires, publicó el libro de relatos Para esta mañana diáfana y Pararrayos: Paisajes, lecturas, memorias, que mezcla ensayos críticos sobre literatura y cine, crónicas y textos autobiográficos; luego, en 2017, publicó el libro de ensayos El silencio de las imágenes. Después de eso, ya en Ecuador, salió Siberia, su primera novela, que ganó el Premio Joaquín Gallegos 2018 y el Premio La Linares 2018 de su país. Ahora trabaja en un proyecto con las cartas y papeles de su abuelo. Todavía no sabe bien qué es, a dónde se dirige.
—Cuando lo necesito, escribo y luego veo qué pasa. La premisa no es cumplir un proyecto, sino dar, escucharme, y escribir cuando hay algo que me está inquietando.
—¿No trabajarías con un esquema predeterminado?
—No, prefiero morirme. Para eso estudié literatura y no administración.
—¿Te ves escribiendo toda tu vida, o podrías vivir sin escribir?
—Podría vivir sin escribir. En general he escrito en momentos críticos. Si más nunca vuelvo a tener una crisis y dejo de escribir, bien. Prefiero ser feliz.
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El 28 de diciembre de 2015 el diario El Telégrafo de Ecuador publicó una entrevista con Daniela Alcívar. En ella, dijo que una vez termine el doctorado pensaba volver a Ecuador, insertarse en el sistema académico, fundar una editorial con su esposo y abrir un restaurante de comida vegana. Hoy es doctora en Literatura Hispanoamericana, dirige el Centro Cultural Benjamín Carrión de Quito y fundó la editorial Turbina.
—¿Qué pasó con el restaurante de comida vegana?
—Creo —dice, después de soltar una carcajada— que tenía ideas medio raras. He dado talleres de comida vegana, pero un restaurante no es un proyecto. Por ahora.
—¿Eres feliz en Ecuador?
—Sí, soy feliz. Ya no me vuelvo a mudar nunca más.
—¿Por qué le pusiste Benjamín?
—Es un nombre muy bonito. Me gustaba que significa «el mas pequeño». Me gustaba su sonoridad. El Oña es una palabra muy fea y quería que el nombre fuera sonoro.
—Qué curioso que ahora trabajas en un centro que lleva el mismo nombre.
—Cada vez que lo escucho me da un pequeño calambre cerebral.
—¿Volverías a tener un hijo?
—Sí. Espero poder tenerlo. O tenerla.
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