Un náufrago a bordo sin memoria de sal ni empaque de pie sobre el mar. Nace así el personaje de este barco impreso con posibilidad de Jack London —lo lleva como una brújula en la mochila— al que Antonio Lucas enriquece con el propósito de un cuaderno de derrota y la voz de un yo que se enrola, con mar de fondo en su existencia de pareja y de sí mismo, para buscarse entre las olas a las que ningún horizonte redondea. Lo confiesa el escritor en su propia crónica, igual que si se tratase de un tipo de Melville —resuena su sello en la prosa firme de esta debutante novela que no es la de un grumete, sino la de un lobo de periódico, de poesía y de taberna— con espíritu de Dante descendiendo en la cubierta del Carrumerio a los abismos del amor perdido. Y como toda travesía es también la de alguien que necesita “entender de otra manera que no soy el que quise, y que lo que tengo lo estoy perdiendo”.
Contar bien es saber administrar el secreto entre lo que se muestra y lo que se esconde, lo que requiere el suceso de la trama y lo que se narra entre líneas sin huellas de palabras. Un dominio que timonea Lucas a través de la credibilidad asequible de su personaje, y la mirada elocuente, con mucha literatura detrás, con la que dibuja la acuarela del puerto de Castletownbere, antesala del océano, donde aguarda su partida y en el que sus habitantes llevan la caligrafía del mar en el rostro, lo mismo que de la nave de 171 toneladas azules y blancas y una marinería cuya auténtica camaradería es el silencio de no preguntarse, el lance de una buena pesca con la que mantener a flote a la familia. De cada uno de sus once compañeros, El Hadji, Ahmed, Fabac, Babacar, como del patrón de máquinas Bieito —un auténtico Poseidón de Melville con mucho de trazo de John Huston en su rudeza epidérmica del hombre solo— compone el homenaje a esos hombres reales. Sobre todo a Lolo, el capitán, sacramento a bordo y en las exigencias de la faena, con mucho de arisca paternidad sobre su tripulación. Un esbozo de pincel, un rasgo de identidad, para ir presentándoselos al lector y de a poco se los va cruzando el narrador en un rincón de conversación confidencial para que los secundarios del barco tengan su lógico protagonismo afectivo, y se larguen un cigarrillo de bonanza de noche o una Estrella Galicia con el lector. De nuevo Melville en la destreza del escritor que arma la identidad precisa de sus criaturas entre lo real y sus sombras, y mantiene el rumbo de la historia siempre en vigilia. Por la Laura/Beatriz perdida, por su pulso con la vida y el mar del revés en el estómago.
No zozobra el lector dentro del vaivén de la novela que tiene aquelarres de tormentas, praderas a las que cantarle AC/DC y Barón Rojo desde el puente de mando, enfermerías de cocina, soledades que están solas, días que pasan sin más, “la picada del alcohol, el tifón de las drogas” —se le perfila a Lucas la poesía en el abordaje de lo oscuro, al igual que en detalles de sus personajes— y toda la atmósfera de un pesquero con su rutina de ida y vuelta. No faltan en la navegación del relato los problemas de la escasez de pesca, el ramadán a bordo, el aire estrangulado en los camarotes, las supervivencias de estas gentes en un lugar sin tierra, sus renuncias detrás, sus odios de reojo, la tensión de un combate imprevisible, y un modo de vida con escaso botín para el alto precio que se paga en la labor de plantarle cara a las adversidades de una marea que puede ser la última. Todas las cuestiones que debe atender desde dentro un reportaje a pie de campo y que en el caso de Buena Mar tiene lo mejor de la crónica narrativa y de la indagación psicológica de la filosofía existencialista de los personajes y en lo abisal de las afecciones del protagonista. Mauro en esa edad en la que la pareja es muchas veces más de lo que se confiesa “un desorden de preferencias”, un pulso de frialdad mutua, la trampa de los reproches, las rutinas de tantas parejas desfondadas que sin ruido se descosen. Un retrato del naufragio que por igual abate la vocación, la familia, la supervivencia de las promesas y de los sueños, la paternidad, los hijos, la vida sin orden y sus estados de ánimo.
Teje Antonio Lucas Buena mar con capítulos como olas, cortos, intensos, salpicando hacia el fondo emocional o hacia el paisaje que enmarca la historia neorrealista —fiel a Aldecoa en su bitácora—, oscilando la narración de estribor a babor, avanzando en las coordenadas del rumbo o dejando disgregar al narrador por dentro de lo que escribe, con un estilo a la altura de lo que cuenta, sin pretensión de pontificar sobre el territorio y su aventura porque el mar es una de las escasas pericias que no suenan a cuento contado dos veces, como su autor subraya en su carta de navegación.
Dieciséis días más tarde, desembarca el lector en Ítaca en compañía de Mauro, bajo el brazo una buena novela curtida en su primer viaje al infierno, con la que el talento de Antonio Lucas demuestra de nuevo que escribir es siempre un tatuaje de la experiencia.
Lo he visto salir a proa y, antes de descender a puerto, mascar una sonrisa en la boca de lobo, de mar, carallo.
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Autor: Antonio Lucas. Título: Buena mar. Editorial: Alfaguara. Venta: Todostuslibros y Amazon
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