El poeta de la Divina Comedia nació en tiempos de guerra. En aquella ocasión la carnicería corría por cuenta de los gibelinos (partidarios del Emperador) y los güelfos (seguidores del Papado). Los aires de libertad, insospechada en el siglo XIII, que hasta entonces había respirado Florencia tocaban a su fin. Poetas, filósofos, artistas y pintores eran conminados a tomar partido en la contienda. Muchos equivocaron el bando y su sangre tiñó de rojo el río Arbia. Otros se marcharon para no volver jamás y los que se quedaron fueron condenados a la obediencia perruna a cambio de mantener sus prebendas. Nada nuevo en el horizonte de las lealtades, me temo.
La familia de Dante permaneció en su hogar a pesar de tomar partido por los papales. Fueron tiempos de ocultarse, pasar desapercibido y sufrir graves privaciones. Pero la rueda de la fortuna dio un giro más y los vencidos volvieron a ser vencedores. En ese ambiente, dominado por la suspicacia, los cambios violentos en el poder, la propaganda y la muerte creció el joven Dante, que a los trece años de edad ya había perdido a su madre, su verdadero sostén en aquel caos de odios y venganzas que era Florencia. Los que habían dicho se desdecían, los antiguos aliados eran ahora enemigos y el interés forzaba curiosas y antinaturales alianzas. La vieja Historia desde que el mundo nos dio la ocasión de alzarnos sobre nuestras piernas.
Sin embargo, en medio de los gritos y el fanatismo, el joven poeta encontró un espacio seguro en la escritura. Nos cuenta Boccaccio que con ocho años ese niño introvertido ya destacaba sobremanera en el aprendizaje de las artes liberales. Con el tiempo empezó a frecuentar a poetas y artistas en boga y su nombre pronto se dejaba oír con curiosidad, incluso en aquel tiempo de discursos políticos encendidos e incendiarios, ejecuciones públicas y anatemas lanzados desde los púlpitos. Entre medio, Dante tuvo tiempo de enamorarse de la joven Beatriz y de verla morir (ella inspira el viaje del poeta a través del Infierno, obra magna que le llevaría quince años cumplir).
Dante tiene 30 años, es hermoso, admirado, uno de los famosi trovatori in quello tempo. Y por supuesto, no es feliz. Le atormentan sus errores, morales, intelectuales, artísticos y políticos. Él mismo, obligado por la corriente de la guerra interminable, participa en varias batallas y ve con sus propios ojos el horror que deja el fanatismo a su paso. Agotado y deprimido, termina atrapado en las redes cortesanas de Palacio, en los laberintos de la política como diplomático en diferentes misiones en las que su locuacidad se pone al servicio de intereses en los que ya no cree con el fervor de antes. Los bandos se fraccionan y piden al poeta que se decante por unos u otros, las presiones y las amenazas son continuas y cada vez más brutales. Pero Dante se resiste, no quiere elegir porque ambas opciones le parecen erróneas, gibelinos y güelfos, güelfos blancos y güelfos negros, todos tienen agravios que vengar y no están dispuestos a aceptar los horrores perpetrados por ellos mismos. Finalmente, y tras sus infructuosos intentos de abrir un espacio al entendimiento, Dante se decanta por el bando de su familia política. No cree en lo que hace pero decide ser fiel a su esposa.
De repente, el hombre que solo soñaba con versos, que admiraba a los poetas clásicos y la cultura antigua, ha sido engullido por los avatares de su tiempo, por fuerzas que no quieren escuchar otra razón que el imperio de la fuerza. Y ahí está el poeta, convertido en uno de los seis priores que debían gobernar Florencia. Nunca olvidará esos meses de condenas, tumultos, violencia, donde él es la justicia. Una Justicia de los hombres que solo es ley impuesta por las armas y no por la razón. En los años venideros Dante sufrirá acusaciones de malversación, fundadas o infundadas, será señalado como intransigente, le colgarán toda clase de perversiones, será desterrado y conocerá la paja sucia de las prisiones de Bonifacio VIII. Rebelado contra esta persecución, Dante se declara insumiso, huye y es condenado a morir en la hoguera. Todos sus bienes fueron confiscados y Dante comprendió que jamás podría regresar a Florencia. El destierro era su camino.
Amargado y vencido por la fuerza de hechos más grandes que él, con su voz apagada y negada, sin bienes y sin respeto, Dante se aleja cada vez más del mundo, también de aquellos que utilizaron su nombre para su causa cuando su nombre tenía alguna importancia. Sumido en la tristeza, solo le quedaba el consuelo de la escritura, la única amiga que jamás le traicionó. Y alguna alegría pasajera, como el nacimiento del hijo de un amigo querido en 1304, a quien pusieron de nombre Francesco Petrarca.
De esa tristeza, de ese desengaño y de sus recuerdos nacería y crecería una de las obras magnas de la literatura, La Divina Comedia. Un compendio de la arrogancia humana, de la caducidad de toda ambición, de lo absurdo de los afanes que terminan llevando a los seres humanos a la locura y la destrucción. Un espejo en el que verse reflejado, desnudo de mentiras y falacias. Un espejo que muchos querrían roto u oculto, en el que jamás tendrán el coraje de mirarse y reconocerse.
Curiosamente, y al contrario que muchos otros, Dante pudo disfrutar del reconocimiento a su obra. Su fama se consolida desde que se difunde el Infierno (1314) y el Purgatorio (1316). Al menos pasaría sus últimos años en la corte de Rávena, protegido por un príncipe amante de las artes (¡ay, aquellos próceres!) y respetado en su valía. Volvería a ver a sus hijos, largamente ausentes y tal vez estos encontraron a un padre desconocido, avejentado y sobrio como lo describe Boccaccio, en paz consigo mismo, vencido por los hombres y sus afanes mundanos. ¿Vencido? No. Nadie, casi nadie reconocería los nombres de aquel tiempo si no es historiador; guerreros, clérigos, políticos, generales, soldados, asesinos a sueldo, jueces y fiscales… Pero el nombre de Dante lo conoce incluso quien no sabe lo que es un libro más que por referencias. Y esa es la mayor impertinencia de quien elige la palabra como única bandera. Ser fiel a la verdad que nace de dentro, dejarla grabada para siempre en aquello que perdura por encima de tiempos y vicisitudes.
Ojalá los profetas, demagogos, populistas e iluminados que estos días vuelven a campar con chulería en este mundo donde ya ninguna desfachatez asombra, tuvieran el coraje de leer el viaje a los infiernos de Dante, y ojalá tuvieran la inteligencia de entender lo que debe ser entendido y la decencia de aceptar lo que debe ser aceptado. ¿En qué círculo estarían atrapados? ¿Cómo podrían salir de él si no es con la humildad del propio Dante, que buscando lo único puro que hubo en su vida, el amor de Beatriz, se dejó guiar en la oscuridad de otro poeta, aún más grande que él llamado Virgilio?
Es ingenuo pensar que este pequeño artículo cambie un ápice esos corazones de mármol. También Dante lo pensaba. Que unos cantos no eran mucho.
Por suerte, se equivocaba.
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