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Dar a luz un dios

Me contaron que empezó a llover cuando las llamas comenzaban a lamer el altarcillo donde yo permanecía erguida y sin sentido, y no, no había sido Anfitrión el que se apiadó de mí. Me metí en el baño y me restregué con todas mis fuerzas, necesitaba quitarme aquel olor a decepción y humo que había impregnado mi piel. Las lágrimas fluyeron como fluye el Leteo, río del olvido, allá abajo en el Hades, y por un momento pensé en la muerte como venganza. Mientras el agua helada se llevaba todo lo vivido en los días anteriores, imaginé cómo Anfitrión me encontraba muerta, ya por la acción de algún veneno o porque de mis venas abiertas salía la sangre roja y viscosa, cómo se enfadaba tanto que se le inflamaban las venas de la frente, y sonreí. Salí del baño e intenté pasar un cuchillo por mis muñecas, pero algo dentro de mí me lo impidió.

Me senté aún mojada y desnuda en el borde de una cama. Llamé a una esclava para que me diera un masaje y pasara una strigile con aceite y romero por todo mi cuerpo y así borrar toda huella de la traición a Anfitrión. La compañía me vendría bien. Debía buscar una amiga, una confidente que me ayudara a aliviar la carga que ahora cargaba. Tenía las tripas revueltas de pensar que estaba unida por lazos indisolubles al hombre que había intentado quemarme viva en la hoguera. No tenía escapatoria. Aquel era mi destino y debía aceptarlo, pero no quería vivirlo sola.

"Me alejé de Anfitrión tanto física como emocionalmente. Él tampoco quería volver a acercarse a mí tras saber que le había sido infiel con el mismísimo Zeus"

Tras el baño y el masaje, mi alma se sintió aliviada y cansada. Me acosté y así estuve algunos días, en un sueño eterno y cíclico que se veía interrumpido de vez en cuando para aliviar las necesidades básicas de cualquier ser humano. Al cuarto o quinto día algo me sacó de mi letargo. Un sueño diferente: un sueño en el que yo era madre de un dios, y ese pensamiento se instaló en mi cabeza. ¿Y si era así? Tenía que estar a la altura, pero no sola.

Busqué una amiga, una confidente. La encontré entre las mujeres del pueblo. No solo una, un grupo de mujeres que se reunían en las tardes a tejer y a hablar de los hijos, de los maridos, del hogar. Allí por fin me sentí segura. Me alejé de Anfitrión tanto física como emocionalmente. Él tampoco quería volver a acercarse a mí tras saber que le había sido infiel con el mismísimo Zeus. Ya no volví a probar el amor. Ese amor que solo sentí una vez en una noche infinita, ese amor que descargó en mí la vida de dos hombres que eran el mismo: Anfitrión y Zeus. Y algo comenzó a crecer dentro de mi cuerpo. La vida se expandió desde lo más profundo de mi ser, mi estómago se hinchó y pasaron los meses. Anfitrión no quería saber nada de lo que en mí se gestaba. Me repudió, aunque nunca me dejó. Había contraído una deuda muy grande con mi padre y había jurado protegerme siempre. Había dado su palabra y su palabra era sagrada. En cambio, para mí solo había una meta: que ese hijo que llevaba en mis entrañas heredara un reino, Argos. Me lo susurraba de noche la voz de su padre: mi hijo será rey. Pero no lo fue. Hera se interpuso.

"Mi embarazo había durado demasiado. Más tiempo de lo que las mujeres mortales suelen emplear para gestar a sus hijos"

Y llegó el día. Los dolores se hicieron insoportables. Mi cuerpo había tomado unas dimensiones sobrehumanas: mi pecho era el doble, mi estómago había desaparecido y se había convertido en una montaña enorme de donde sobresalía una pequeña cima hacia el exterior. Las contracciones me dejaron arrodillada en el suelo. En mi ayuda llegaron las mujeres del pueblo, las esclavas. Me metieron en una tinaja llena de agua, de pie con las piernas abiertas primero, después de cuclillas.

—¡Empuja!

Dos mujeres me flanqueaban y me tenían tomada de los antebrazos. Me asistían para tomar la mejor posición para el parto.

—¡Empuja! —dijo más fuerte otra que estaba de rodillas delante de mí— ¡Ahora!

"Abrí los ojos. Ahí estaba. Un niño en nada diferente a ningún otro que hubiera nacido desde que la primera mujer, Pandora, dio a luz por primera vez"

Lo intentaba, os juro que lo intentaba, pero las fuerzas comenzaban a flaquearme. Mi embarazo había durado demasiado. Más tiempo de lo que las mujeres mortales suelen emplear para gestar a sus hijos. Había perdido incluso la cuenta de los días, de las semanas y de los meses. Solo sabía que mi hijo debía haber nacido antes que su primo Euristeo para poder reinar en Argos, y este ya llevaba tres meses en el mundo. Nunca sería rey, la voz me había engañado otra vez. O Hera, seguro que era ella, pensé, y no me equivoqué.

Hasta ese momento no había caído. Seguro, había sido su esposo el que me había dejado embarazada, y eran proverbiales sus celos, cuya venganza solía recaer en las amantes, y yo, sin haber sido consciente de ello, me había convertido en una de sus amantes. Cerré los ojos y concentré todas mis fuerzas en un empujón que terminó con las pocas fuerzas que me quedaban.

—¡Ya veo la cabeza! —gritó una mujer— ¡Sigue, que ya estás cerca!

Volví a empujar y sentí cómo algo tiraba de mis entrañas hacia fuera.

—¡Es un niño!

"Una contracción y un jarro de agua fría me hizo volver en mí. No sé cuánto tiempo estuve inconsciente. Solo sé que al volver en mí pregunté por mi hijo"

Abrí los ojos. Ahí estaba. Un niño en nada diferente a ningún otro que hubiera nacido desde que la primera mujer, Pandora, dio a luz por primera vez. No lo voy a negar: me sentí algo decepcionada. No era un dios, no lo parecía, era un trocito de carne lloroso y cubierto de sangre. Entonces todo se nubló. El esfuerzo me había dejado extenuada y me desmayé.

Una contracción y un jarro de agua fría me hizo volver en mí. No sé cuánto tiempo estuve inconsciente. Solo sé que al volver en mí pregunté por mi hijo. Lo llamé Ificles y me trajeron algo sonrosadito, algo más regordete y perfumado de lo que recordaba. Una ola de ternura se apoderó de mí y… otra contracción. Mi cara me delató.

—¿Te ocurre algo, mujer? Perdiste mucha sangre y llevas dormida desde ayer. No ha habido forma humana de despertarte.

—No lo sé. Siento como si dentro de mí hubiera otro niño.

—¡Eso es imposible! —se sorprendió la mujer.

Las contracciones empezaban a ser más fuertes, más potentes, más rápidas, más repetidas. Entre mis piernas comenzó a correr un torrente de agua. Comencé a gritar.

—¡Ayudadme! ¡Aquí hay otro!

"Sus ojos eran azules, su cuerpo bien hecho, no tenía las mismas arrugas que mostraba su hermano el día anterior. Tenía mucho pelo, casi una melena. ¡Me miraba!"

A mis gritos solo acudió la ama de cría que me acompañaba y una joven esclava. Entre las dos me incorporaron y me ayudaron a ponerme de cuclillas. Tenía angustia y mi cuerpo se expresó libremente. Era extraño: sentía la urgencia de lo que llevaba dentro, pero no dolor, no el mismo dolor que había sentido con Ificles, que estaba en una pequeña cunita junto a mi cama. Ilitia se había compadecido de mí y estaba asistiendo este nuevo parto. O tal vez… Otra contracción, esta fue aún más fuerte, y el canal se abrió como las compuertas de un gran palacio para dejar salir a un bebé. Casi resbaló desde mis entrañas, no hubo manera de sujetarlo, se comía la vida desde las mismas compuertas. Se notaba. Era diferente, sin duda, el hijo de un dios. El ama de cría pudo sujetarlo antes de que su cabeza tocara el suelo. No había ni gota de sangre ni de sufrimiento. Era blanquito, no parecía ser un recién nacido, sino un niño de algún mes, grande y rubio. Sorprendentemente tenía los ojos abiertos y no, no lloraba.

—Señora, aquí tiene a su hijo.

Lo observé extrañada. Sus ojos eran azules, su cuerpo bien hecho, no tenía las mismas arrugas que mostraba su hermano el día anterior. Tenía mucho pelo, casi una melena. ¡Me miraba! Me miraba inquisitivo con sus grandes ojos azules. Parecía que entendía lo que le decía. Pensé que me iba a hablar, pero no. Soltó un pequeño ruidito, como una carcajada. No lloró, nunca lloró. Se instaló en la vida sin lucha ni sufrimiento, como el que llega a un paraíso. Lo tenía claro: este era hijo de Zeus y así me lo demostró en años sucesivos.

—¿Cómo lo llamará, señora?

—Alcides, por su abuelo Alceo. Llamad al señor, debe conocer a sus hijos.

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