Darío Villanueva contesta, profesional, al teléfono. Acaba de publicar su libro Morderse la lengua (Espasa) y me cuenta, satisfecho, que en las primeras seis semanas ya ha alcanzado la tercera edición.
El académico menciona vagamente aquellos maravillosos años —o tempora, o mores— insistiendo en que, si entonces nos tuteábamos, deberíamos seguir haciéndolo. Ahora, como entonces, obedezco sin rechistar. Hablo, por tanto, con don Darío Villanueva, académico de la RAE, profesor emérito en la Universidad de Santiago de Compostela, correspondiente de la Accademia della Crusca de Florencia y de siete academias de ASALE, de tú a tú.
—¿Qué te lleva a escribir este libro, el hartazgo o la responsabilidad filológica?
—Sin duda esas dos cosas, pero la responsabilidad la calificaría, sobre todo, como intelectual y política. En mi opinión, los intelectuales, después de haber estudiado la complejidad de los problemas y atando todos los cabos posibles, tenemos la responsabilidad de no mordernos la lengua. Esa debería ser nuestra función y nuestro imperativo categórico. Y es que la dimensión social y política que ha adquirido la lengua que hablamos es de suma importancia, pues para la sociedad actual que vive inmersa en el mundo de los medios de comunicación masivos la lengua es, hoy más que nunca, un arma de poder.
—¿Quién ha pesado más en la autoría de este libro: el académico, el ciudadano, el docente universitario…?
—Creo que todos, pero en el siguiente orden: primero, sin duda, el universitario. Mi experiencia de años de docencia en Estados Unidos me permitió percibir cómo en los campus, ya desde los años 80, se desarrollaba y dominaba un fundamento filosófico muy peligroso: el relativismo epistemológico, o lo que es lo mismo, la negación de la posibilidad de alcanzar una verdad sólida. Ese planteamiento ideológico es el que nos ha dirigido hasta la Posverdad de nuestros días. El segundo momento es el que yo llamo “paréntesis académico”, que abarca mis años de cargos de responsabilidad en la RAE, que me permitieron estar al día en los problemas de la lengua desde un lugar privilegiado de acción y de estudio, aunque también debo decir que, para el tiempo de escritura, pesó mucho el haber dejado el cargo de director de la Academia. Yo no podría haber escrito este libro si hubiese seguido detentando aquel cargo, y no me refiero solo al poco tiempo que entonces tenía, pues la Academia es muy absorbente, sino al hecho de no haber podido gozar de la independencia que gané desde el momento en el que renuncié, por voluntad propia, al cargo. Y aquí entra la tercera dimensión, o sea, la responsabilidad como intelectual y como ciudadano, pues desempeñando mi rol profesional en la sociedad, me parece imprescindible no morderme la lengua.
—Ya sabemos que Darío Villanueva no se muerde la lengua, pero ¿se muerde la Academia la lengua?
—No, yo diría que no. Hay un grado de consenso y coincidencia entre todos sus miembros que no tiene fisuras. El asunto, visto desde la posición de la RAE, es muy claro. Y todas las presiones tendentes a censurar el diccionario son absolutamente inadmisibles. La Academia elabora el diccionario, pero no es su dueña; recoge las creaciones verbales que vienen de la sociedad; es más, la Academia no tiene autoridad legítima para censurar. En cuanto a lo políticamente correcto, una prueba de la implicación académica en el espinoso tema del sexismo político y, sobre todo, en la cuestión del masculino genérico, fue la respuesta unánime del Pleno que en el año 2012 (yo era secretario) aprobó un informe sobre sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer del que fue ponente el responsable de la Nueva Gramática, don Ignacio Bosque. También está, en esa línea de implicación, la aprobación unánime emitida por la Academia como respuesta a la vicepresidenta del Gobierno sobre el supuesto de que la Constitución del 78 estaba escrita en masculino, y su solicitud de adaptar el texto para eliminar lo que ella consideraba que era un lenguaje sexista. Hubo quien me criticó, pues yo era director entonces, pero creo que nuestra respuesta fue reflexiva y serena y que actué con corrección, pues hacer oídos sordos y no contestar al Gobierno hubiese dejado en muy mal lugar a la Academia. Con toda la prudencia y circunspección del caso, la Academia siempre se ha mojado, como no puede ser de otro modo.
—¿Por qué la política trata siempre de fiscalizar, manipular, la lengua? ¿Qué gana con eso?
—La unión entre lengua y política es obligada, necesaria e inexorable. Ya lo entendieron perfectamente los griegos inventando la Retórica, una técnica verbal cuyo objetivo era convencer, seducir, engañar al pueblo. Imponer el criterio del que manda a través del uso dialéctico de la palabra es viejo como el mundo. Los sofistas, como sabes, no estaban preocupados por alcanzar la verdad, sino por conseguir sus objetivos, y eso, que siempre ha sido así, no puede estar más a la orden del día en nuestra clase política, reforzada por los medios de comunicación de masas. El político, a través de la palabra, lo gana todo, y ahí entramos en uno de los temas que abordo con detalle en mi libro, que es la posverdad.
—Posverdad, corrección política, cultura de la cancelación… Este libro ofrece un catálogo actualizado y minucioso de los nuevos conceptos de la galaxia Post.
—Sí. Y además he procurado, cuando me ha sido posible, traducirlos del inglés; es el caso de dos términos muy usados en el mundo anglosajón: bulos (fake news) y patrañas (storytelling), por ejemplo. En el contexto de estos términos, hago referencia también al “apocalipsis de la realidad”, que es la fatídica consecuencia de la rentabilidad que se ha impuesto sobre la valoración ética. Económicamente, en la galaxia Post, la verdad ha dejado de vender.
—Habíamos pasado de la escolástica nominalista medieval del “nombre de la rosa” a la contradicción de aquella afirmación negativa de Magritte: “Esto no es una pipa”. ¿Dónde estamos lingüísticamente ahora?
—Creo que hemos pasado a reproducir algunas de las profecías de las novelas de Zamiatin, Orwell y Huxley, es decir, ahora vivimos en la era de la verdad de las distopías, reproduciendo casi al pie de la letra aquella visión tenebrosa de cómo la sociedad capitalista estaba evolucionando hacia una realidad demoledora. Como ya predecían estos autores, la era del Post está arrasando con la individualidad.
—¿En qué afecta eso a la expresión creativa de los escritores, pensadores, filósofos, de hoy?
—Pues en algo realmente preocupante, pues no se impide que los escritores de hoy se expresen a través de sus obras, pero se les está imponiendo paulatinamente un código de pensamiento y de cultura literaria que, si no es cumplido a rajatabla, puede conducir al menosprecio público y masivo, la censura o incluso la prohibición de sus libros.
—En la era posmoderna se ha sustituido la emoción por la reflexión. ¿En qué influye esa peligrosa tendencia en nuestro lenguaje?
—Es el “sentimentalismo tóxico”, y lo explicó muy bien Theodore Dalrymple, uno de los comentaristas más influyentes y que, desde luego, tampoco se muerde la lengua. Sostiene que, a pesar de los esfuerzos encomiables realizados en las últimas décadas por la sociedad, como la correcta educación de los niños, la atención a los desfavorecidos, la ayuda a los menos capacitados y el bien en general, desgraciadamente el resultado no puede ser más desalentador, pues estamos consiguiendo todo lo contrario: el sentimentalismo destruye el sentido de responsabilidad, debilita las relaciones humanas y conduce a la agresión y la violencia. El histrionismo de los sentimientos potenciados a través de las redes sociales y la televisión han convertido al sentimiento casi en un dogma, a lo que hay que añadir un concepto que ha arrasado en los últimos años: la inteligencia emocional. Si se exagera lo segundo, el concepto se vuelve oxímoron, pues “inteligencia” viene de “razón”. La emoción es una abducción íntima, profunda y visceral, y esa parte nunca puede comer el terreno a la de la razón en el desarrollo y valoración de la inteligencia de un ser humano. Pero claro, todo eso es muy útil en política para la demagogia, el oportunismo y el auge de los populismos.
—El periodista Ricardo Dudda (autor de La verdad de la tribu: La corrección política y sus enemigos) lo ha expresado muy bien al decir que ahora los represores son los buenos. ¿Qué peligro supone esto para los que no se muerden la lengua?
—Pues el principal peligro es el de la “cancelación”, un movimiento que está cobrando mucha fuerza y que es un derivado de la corrección política. Se trata de una censura ejercida, en principio, no por el poder político, como ocurría antes, sino por la sociedad civil en su conjunto. Esta censura posmoderna te somete a cancelación, te convierte en un apestado, te ningunea a base de la atribución de calificativos que ya te dejan estigmatizado. Por ejemplo, el término “fascista” que hoy, me temo, es usado por los que ejercen esta cancelación contra aquellos que, precisamente, no se muerden la lengua. Hay un ensayo muy interesante sobre esta realidad escrito por Félix Ovejero con un título esclarecedor: La deriva reaccionaria de la izquierda.
—¿Hay marcha atrás, o punto de inflexión, en esta carrera hacia la era del Post? Dicho con otras palabras menos políticamente correctas, ¿hay solución?
—Si, claro. La solución está en no morderse la lengua; en reaccionar, en decir las cosas como son. En el primer capítulo de mi libro rescato, precisamente para tratar sobre este asunto, la fábula oriental que retrató Cervantes e hizo popular entre el público infantil Hans Christian Andersen, “El traje nuevo del emperador”. No nos dejemos convencer por los falsificadores, los embaucadores que quieren vender una tela inexistente al emperador con mentiras y patrañas. No nos dejemos seducir por charlatanes. El emperador va desnudo, y no podemos mordernos la lengua ante esta realidad.
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