En la entrega anterior de estos artículos, hablaba de un viaje con peyote de David Carradine que puso fin a su unión sentimental con Barbara Hershey. A ella, por muy hippie que fuera, no debió de hacerle mucha gracia que la llamaran de la comisaría diciéndole que habían detenido a su compañero en una mansión de Lauren Canyon, en Hollywood Hills. Había allanado aquel domicilio desnudo, rompiendo los cristales con tal estruendo que despertó a sus propietarios. Fue el colofón a un transporte que empezó cuando le dio por despojarse de la ropa y vagar por las calles de aquel lugar preguntándole a cuantas se lo parecían si eran brujas. Ni la supuesta hechicera que le denunció ni la policía le creyeron. En esa ocasión fue a juicio por allanamiento e intento de robo. Al final fue absuelto, pero Barbara se marchó. Seguramente habría más cosas. Seguramente aquel último escándalo fue la gota que colmó el vaso. Lo cierto fue que su antiguo cariño se rompió sin remisión.
Y fue a finales de los años 60, rindiendo el American Film Institute un merecido homenaje a Hitchcock, cuando, en un momento dado, uno de los ponentes advirtió que el auditorio se había quedado vacío. No era que el Mago del Suspense no mereciera el más encendido tributo por parte de cuantos debieron ocupar los asientos. Eran las miserias de la toxicomanía, que habían llevado a la totalidad de la audiencia a los retretes y otros lugares, más o menos discretos, a entregarse al protocolo de la ya consabida cocaína.
Esa es la anécdota con la que suele iniciarse el relato de la experiencia de la generación que cambió Hollywood, y David Carradine, fallecido en Bangkok en la primavera de 2009, mientras se autoasfixiaba en aras de un mayor placer en la que fue su última masturbación, perteneció por derecho propio a ella. Es más, las extrañas circunstancias que rodean su muerte —ahorcado, encerrado en un armario con la soga al cuello y, supuestamente, un cordón ciñéndole los testículos—, llevan a pensar que no era tal ese sosiego que decía haber recuperado desde que Quentin Tarantino le encomendó la creación de Bill, el amante de la novia (Uma Thurman), en las dos entregas de Kill Bill (2003 y 2004).
Documentadas desde principios del siglo XVII, la hipoxifilia, la hipofixiofilia o la asfixiofilia, las asfixias eróticas, son consideradas parafilias, es decir, prácticas sexuales no ortodoxas, sin entrar en otras consideraciones. Tienen su origen en las erecciones, e incluso poluciones, verificadas en algunos ahorcados. Cuando requieren de dos participantes —el agente y el paciente, si se me permite la expresión— son un placer frecuente en los burdeles y casas de tolerancia del sudeste asiático, de todo Extremo Oriente. Se dice que en Europa fueron introducidas por los legionarios franceses —a buen seguro asiduos de los lupanares de aquellas lejanías— que, mediado el siglo XX, volvían de la guerra de Indochina. Pero también es cierto que Sade, el Divino Marqués, ya da noticia de estas prácticas en Justine (1787). El buen cinéfilo sabe de ellas, como poco, desde la mitificación de El imperio de los sentidos (Nagisa Ōshima, 1976), cuyas secuencias nos cuentan la experiencia de Sada Abe, una japonesa, agente en una asfixia erótica, que estando en ello mató a su amante, Kichizo Ishida. Ya cadáver, castró al difunto y anduvo con sus genitales en el bolso hasta que la policía la detuvo.
No sé si muchos o pocos, pero entre la gente que en vida fue más o menos notable hay varios casos de muertos mientras se daban a esta bizarría. Entre los anónimos que se encontraron con la Parca cuando buscaban el placer seguramente habrá más. Pero hoy estamos con David Carradine, que fue notable y miembro señero, aunque no lo parecía en su creación del Pequeño Saltamontes, de aquellos jóvenes alucinados que, hace más de 50 años, escandalizaron el Hollywood que acabarían por cambiar.
En efecto, esa generación, que tiene por abanderado a Dennis Hopper —el antiguo rey de los excesos—, en cuya nómina cuentan nombres como los de Martin Scorsese, Francis Ford Coppola o Robert De Niro, llevó a Hollywood del racismo a la tolerancia racial y del puritanismo a los desnudos fugaces de las actrices. Pero en su experiencia liberadora pagó un alto precio a la autodestrucción y a los desequilibrios. Aunque todavía es pronto para aventurar conclusiones, muy probablemente David Carradine fue el último de los caídos en ese combate contra el desasosiego.
Recordémosle en su creación de Frankenstein en Carrera de la muerte del año 2000 (Roger Corman, 1975); recordémosle a las órdenes de Hal Ashby —también hippie, por cierto— en Esta tierra es mi tierra (1976), la adaptación de la autobiografía de Woody Guthrie, en la que Carradine interpretaba al legendario cantante; recordémosle en El huevo de la serpiente (Ingmar Bergman, 1977). Recordémosle protagonizando toda esa ciencia ficción de bajo presupuesto que le mitificó entre los amantes de la serie B, empezando por Quentin Tarantino.
No deja de ser curioso que el Pequeño Saltamontes, tan tocado por el orientalismo como todos los hippies, fuera a morir en Bangkok. Sin embargo, hay en ello una lógica tan aplastante como en cierto dato que observan los comentaristas más agudos: la heroína, que el Vietcong dejó caer convenientemente sobre los soldados estadounidenses, jugó un papel determinante en el galope del Caballo de la Muerte en Estados Unidos y por ende en sus países satélites. En cualquier caso, la toxicomanía fue el comienzo de la experiencia errática de David Carradine.
Al igual que los hermanos Fonda y algunos otros hijos de los grandes del Hollywood clásico, los hermanos Carradine —hijos de John Carradine, el gran villano de la Fox y uno de los actores favoritos de John Ford— fueron de los primeros hippies que conoció ese Hollywood que se resquebrajaba en los años 60. Casado en primeras nupcias —el 29 de diciembre de 1960— con Donna Lee Becht, el inquieto Carradine permaneció a su lado mientras interpretaba sus primeros westerns de escaso presupuesto y participaba en alguna que otra serie de televisión.
Es harto significativo que fuese precisamente en 1968 —el año clave en la revolución juvenil del pasado siglo— cuando el joven Carradine se separó de su primera mujer para situarse en la estela de la sedición que se gestaba en los campus de Berkeley y en los conciertos de The Doors. En aquellas protestas se mezclaban los Panteras Negras con la insumisión frente al conflicto vietnamita, aderezado todo ello con ácido lisérgico.
Ése era el telón de fondo de David Carradine, cuando, en 1972, rodando El tren de Bertha a las órdenes de Martin Scorsese —una de las más comprometidas visiones del sindicalismo de la pantalla estadounidense, un país donde sindicato es sinónimo de mafia—, incorporó a Big Bill Shelly, el anarquista compañero de Bertha (Barbara Hershey) que acaba siendo crucificado, literalmente, por los vigilantes del ferrocarril. Imagine el lector el escándalo que provocó aquella secuencia en un país que había condenado a The Beatles porque John Lennon dijo que eran más famosos que Jesucristo.
En aquella sazón, Barbara Hershey —la chica de Carradine, por así decir, ya que las hippies eran tan libres que no tenían novio— era una joven que sintetizaba a la perfección la belleza de las hippies californianas: iba descalza a los sitios, se hacía llamar «Gaviota», llevaba a los hijos colgando del cuello y estaba obnubilada con el orientalismo. Apenas se conocieron en el rodaje de Un paraíso a golpe de revólver (Lee H. Katzin, 1969) se produjo la unión, tan libre como el amor en el flower power. Eran tan hippies que —según contaban las publicaciones de la crónica social de entonces—, David y la bella Barbara vivían en una comuna. Tanto buen rollo fue determinante para que el actor incorporara a Kwai Chang Caine, “Kunfú” para el Respetable, porque Kung Fu era el título de la serie televisiva que le dio la popularidad internacional.
Marchitas ya las flores del sueño californiano, Carradine se incorporó malamente a esa vida burguesa que acaba por imponerse inexorable. En febrero de 1977 se casó con Linda Gilbert, de la que se separó seis años más tarde. Como tantos antiguos politoxicómanos, el actor superó su propensión a los estupefacientes mediante la botella. A la postre, el alcohol no acarrea más problemas que el fin de los matrimonios y la expulsión de los bares. Casado con la también actriz Gail Jensen, la unión se prolongó desde 1988 hasta 1997. Su ya cuarta mujer no le tuvo en cuenta una detención en 1989, por conducir borracho como una cuba, que le llevó a dormir la mona a la comisaría durante 48 horas y a los correspondientes servicios pringantes.
Aunque trabajó mucho, en televisión y en el cine barato, la popularidad del Pequeño Saltamontes había decaído hasta el punto de que el antiguo protagonista de Scorsese y Hal Ashby rodaba lo que fuera con tal de que pagaran. Dudaban de él cuando aseguraba que había dejado la botella.
Y entonces llegó Quentin Tarantino, que tanto admiró a Carradine en su creación de Kwai Chang Caine, dispuesto a recuperarle. En diciembre de 2004, el actor se casaba con su sexta mujer, Annie Bierman. Todo parecía haberse enmendado cuando las extrañas circunstancias de la muerte del Pequeño Saltamontes fueron a sugerir que nunca hubo ninguna rehabilitación.
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