Foto: Jorge Fuembuena. SSIFF
Nacido en Toronto, en 1943, es, sin duda alguna, uno de los grandes nombres del cine contemporáneo. La audacia siempre ha sido su divisa y la subversión su bandera. Autor de clásicos como Scanners (1981), Videodrome (1983), La mosca (1986), Inseparables (1988) o eXistenZ (1999), su carrera está salpicada de empresas más temerarias. De adaptar a William S. Burroughs en El almuerzo desnudo (1991) a hacer lo propio con J. G. Ballard en Crash (1996). De transitar el universo Stephen King en La zona muerta (1983) a perderse en el mundo de Don DeLillo en Cosmopolis (2012). En el caso de David Cronenberg está claro que no hay arte sin riesgo.
A sus 79 años acaba de estrenar Crímenes del futuro, una película que es un retorno a sus orígenes y con la que resucita el credo de la “nueva carne”. El filme mantiene un tono elegíaco, casi se diría que recapitulativo, de una vida y de una obra. Quizá por eso fue el título elegido por los responsables del Festival de San Sebastián para proyectarse después de la gala donde David Cronenberg recogió el Premio Donostia a toda una carrera. La mañana posterior a la concesión del galardón charlamos con él en una suite del Hotel María Cristina.
******
—No es habitual que un director que ha consagrado su carrera al cine de género, en su caso al cine fantástico, vea reconocida su singularidad como auteur con un galardón como el Premio Donostia ¿Qué sintió cuando se lo notificaron?
—Un poco de extrañeza, la verdad. Pero luego me acuerdo de que llamé a Viggo Mortensen, que es el protagonista de mis últimas películas y que para mí es como un hermano. A él se lo habían concedido hace dos años y aquello le hizo muy feliz, así que me sentí honrado en tener otra cosa más en común con él. Es la primera vez que me dan un premio a mi carrera y al principio estaba un poco confuso, la verdad, pensé que igual cabría interpretarse como un punto final. Pero luego pensé que debía tomármelo como un estímulo, como una demostración de que al público le sigue interesando lo que hago. Eso me lleva a querer seguir haciendo cine, a continuar experimentando.
—Desde que debutó en el cine en 1969, su carrera ha sido la de un francotirador, la de un espíritu libre y subversivo. Con casi 80 años ¿aún le quedan ganas de experimentar?
—Siempre. Experimentar es avanzar y a mí me gusta continuar avanzando. Mis circunstancias no son las mismas, el mundo que me rodea está en transformación, pero en esos cambios voy encontrando distintos relatos, temas, emociones que siento que pueden dar lugar a nuevos guiones, a nuevas películas.
—Lo más curioso es esa conexión que ha consolidado, a lo largo de los años, con el gran público, sin llegar a renunciar nunca a ese sello underground que cultiva desde sus orígenes.
—Nunca me imaginé que llegaría a alcanzar esa conexión, entre otras cosas porque nunca pensé que la maquinaria del cine era algo que estuviera a mi alcance. Yo me conformaba con ser un escritor, como lo era mi padre. Creciendo en Toronto, y después en Nueva York, aspirar a otra cosa era difícil. Yo no soy como Spielberg que creció en California, rodeado por toda la parafernalia de la industria. Lo que pasa es que la tecnología siempre ha sido una de mis grandes pasiones y sobre esa base comencé a especular sobre las posibilidades del montaje. Fue eso lo que terminó por conducirme al cine. Pero mis primeras películas fueron muy experimentales y tampoco pensé que aquellos filmes pudieran interesarle a nadie.
—Cuando usted empezó a dirigir, el cine fantástico tenía proyección de futuro, jugaba mucho con el concepto de distopía. Sin embargo, viendo su último filme es inevitable conferirle un sentido presente por mucho que se adscriba al cyberpunk ¿Hasta qué punto todos los cambios tecnológicos que hemos venido experimentando en los últimos tiempos han afectado a su capacidad para proyectar escenarios alternativos?
—Es una pregunta interesante esa que planteas. Lo más curioso del asunto es que el guion de Crímenes del futuro lo escribí hace veinte años y, por diversos motivos, en aquel entonces la película no salió adelante. Mi productor vino a mí hace un par de años y me comentó: «¿por qué no retomamos aquel proyecto?» y yo pensé que vivíamos en otro escenario distinto, que la tecnología había cambiado mucho el modo de relacionarlos y que todo aquello con lo que yo especulaba en aquel guion ya no resultaba relevante en estos tiempos. Pero él insistió y me dijo «lee tu guion de nuevo, te vas a sorprender de lo actual que resulta». Lo releí y sentí que tenía razón, que hace veinte años había imaginado cosas que hoy están ahí. Hay un proverbio francés que dice que “cuanto más cambian las cosas, más terminan por parecerse” y creo que es algo bastante cierto. Con esto quiero decir que el hecho de intuir realidades futuras no lo convierte a uno en un profeta o en un visionario. Es verdad que a veces he acertado a la hora de pronosticar escenarios, como cuando hice Videodrome, pero tampoco creo que esa sea la función del arte. Yo simplemente trato de inventar relatos para explicarme el mundo a mí mismo y si el espectador quiere acompañarme en ese viaje, estaré encantado.
—Uno de los conceptos vehiculares de su cine es el de “la nueva carne”, esa suerte de fetiche que resulta de la fusión entre cuerpos y maquinaria y sobre el que vuelve a dirigir su mirada en Crímenes del futuro. ¿En qué medida dicho concepto evidencia un cierto pesimismo sobre la evolución humana?
—No, pesimismo ninguno, de hecho el tema de la evolución siempre me ha fascinado. Lo que pasa que es un concepto que genera muchos malentendidos. En la teoría de la evolución humana de Darwin, no se habla de un proceso que nos conduzca a mantener un estatus superior sobre el resto de las especies, esa es una interpretación religiosa. Darwin lo que decía es que la lucha por la supervivencia marca nuestra adaptación al medio y eso es una evidencia: nuestros cuerpos son distintos a cómo eran hace doscientos años y nuestro sistema neurológico ha cambiado. Pero no creo que esos cambios nos lleven a ser una especie más avanzadas, mucho menos criaturas superiores.
—¿Y sobre el futuro del cine? ¿sobre eso es usted escéptico o pesimista?
—El futuro del cine lo tengo en casa. Mi hijo mayor es cineasta y mi hija pequeña, que hasta ahora ha trabajado como fotógrafa, se dispone a realizar su primera película. Incluso mis nietos, si pienso en los vídeos que hacen con sus móviles, puede que sean autores a su manera (risas). Con esto quiero decir que el impulso creativo que define la creación artística siempre va a estar ahí, siempre habrá personas con sensibilidad dispuestas a ofrecernos su idea del mundo. Lo que han cambiado son las formas de consumir el audiovisual. La idea del cine como manifestación colectiva, como reunión de un grupo de personas en una sala oscura para vivir una experiencia conjunta, es probable que esté tocando a su fin. Puede que esa idea sea la que de sentido a los festivales y que las salas de cine se queden para este tipo de eventos o para compartir películas acontecimiento como el estreno anual del último filme de Marvel. Pero, pese a todo, no soy pesimista: me parece bien el hecho de poder ver las películas en streaming ya sea en el salón de tu casa o en tu reloj.
—¿Qué cine consume actualmente David Cronenberg?
—Pues igual te decepciono con mi respuesta pero últimamente no he visto muchas películas, ni fantásticas ni de ningún otro género. Igual es que mi cerebro necesita descansar un poco y por eso solo veo series de detectives en streaming. Curiosamente la mayoría de estas series están protagonizadas por investigadoras muy sexys que suelen vestir de cuero e ir en moto. Tengo que procesar un poco esa tendencia a la banalidad, igual de ahí surge alguna buena idea para un futuro filme (risas).
—Al recibir el Premio Donostia usted reivindicó la subversión como motor de toda creación. ¿No cree que con toda esa ola de puritanismo que estamos viviendo corren malos tiempos para ser subversivo?
—Siempre ha habido una cierta presión para adaptar las películas al canon de lo socialmente aceptable. Antes esa presión provenía de los estudios, de los productores o, a veces, incluso de instancias políticas. Ahora esa presión viene de las masas a través de las redes sociales. Un simple tweet por un comentario realizado fuera de lugar, puede arruinar tu reputación y hacer que te cancelen un proyecto. Pero, como te decía, esa especie de censura moral ha existido siempre y los artistas tenemos que saber lidiar con ella. Tu muerte como creador acontece cuando te pliegas a esos dictados y renuncias a hacer aquello que quieres hacer solo por miedo a ofender o a provocar. Eso nos dejaría en un escenario similar a aquel que se daba en la URSS cuando los ciudadanos preferían reprimir la expresión de sus ideas por miedo a las consecuencias que ello pudiera acarrearles. Pero, al mismo tiempo, en aquel contexto, también fueron muchos los que conspiraban en secreto y ese tipo de resistencia a mí me parece algo tremendamente subversivo. Actualmente tenemos la tecnología necesaria para discutir esos discursos dominantes y subvertir su alcance ¡hagámoslo!
—Pero ¿no cree que el gran público está tan falto de espíritu crítico y tan saturado de imágenes que resulta más difícil que antes despertar en él ciertas reacciones?
—No lo sé, porque en contra de lo que se cree yo nunca he pretendido ni provocar ni perturbar al público. Como mucho trato de intrigarle y de involucrarle en un diálogo, en una serie de reflexiones. Cuando ruedas una película no estás pensando en las reacciones que quieres generar en el espectador. Estas acontecen de manera libre y no siempre en la misma dirección. Me parece estupendo que se produzcan pero nunca he buscado estimularlas a priori. Vuelvo al ejemplo de Crímenes del futuro. Como te decía antes, el guion de esta película lo escribí hace veinte años y al rodarlo hoy no he cambiado ni una coma. Obviamente si hubiera rodado esta película hace veinte años hubiese sido diferente, porque yo era una persona distinta y porque el reparto sería otro, pero creo que lo que podía resultar intrigante para el espectador hace dos décadas hoy en día mantiene ese efecto.
Todos nos autocensuramos, tenemos dogmas y puritanismos, especialmente quienes alardean de lo contrario.