David Gistau publica Gente que se fue, su particular y excelente duelo con el relato corto
Uno solo era un gacetillero principiante cuando coincidió con David Gistau en una redacción. Él traía ya el nombre asociado a una columna, una barba en rebeldía, que todavía conserva y que le imprime cierto desaliño marinero (y literario) y ese estilo suyo tan americano que era el reflejo involuntario, o no, de su afinidad por los escritores de la generación perdida. David Gistau fue el primer columnista que uno conoció en persona, más allá de los márgenes de una escritura, en ese tú a tú que son las premuras periodísticas, las conversas de la máquina de café y el debate del suceso repentino. Los periodistas son depuradores de estilo y almas difíciles de enjaezar. David Gistau ha dado sus vueltas y revueltas, y de aquel articulista primero ha surgido un novelista de muchas raíces dispuesto a desempolvarse cuentas pendientes y sacar el escritor demorado que arrastra consigo. Lo hizo con Golpes bajos y lo demuestra, con redoble de tambores, en Gente que se fue (Círculo de Tiza), un tenso mano a mano con el relato corto que arranca con una nouvelle de sombras inquietantes.
—¿Qué comparte con el protagonista?
—Hay una base argumental, yo, pero el lector debe saber que está dramatizado. Son los lugares en los que he estado, épocas que he vivido y personas que he conocido. Después exagero las cosas o las completo con invención. Ahí está el ejercicio de la ficción. Es verdad que son cosas mías, hasta el punto que en mi familia ha pasado algo extraño con el primer cuento: ha habido cierta agitación, porque por primera vez he escrito sobre cosas que nos pasaban y de las que no hablábamos. En la familia ha habido reacciones diferentes. Se han enfrentado a algo que estaba solapado en las conversaciones y que en este libro asoma alterado.
—¿La ficción sirve para contar lo que no se dice?
—Es la parte terapéutica de la escritura. Me gusta la teoría de que el pueblo inglés es un pueblo de novelistas porque es muy pudoroso para hablar las cosas cara a cara. Es una justificación bonita para la escritura. Pero no es sólo eso. De lo contrario únicamente se escribirían novelas por razones terapéuticas, y se escriben por otras razones. Como escritor neófito que soy todavía, creo en lo que Hemingway llamaba la escritura vivencial. Tú puedes levantar una gran ficción, pero si has tenido una relación con el ambiente, los momentos, los lugares y las personas siempre habrá un cuajo mayor en lo que escribas.
—La muerte del padre es capital para el protagonista.
—Tengo 48 años y mi padre murió en el año 85. Todavía no hablo de él sin que se me caigan las lágrimas. Su muerte es un golpe gigante en mi vida, con lo que tiene de dejar desamparados a niños de cierta edad y que tienen que empezar a buscarse un sitio en la vida. Pero, sobre todo, por lo que tiene de fraude, de estafa de la vida. Esto no estaba previsto. Cuento un aspecto en el libro que yo viví: lo excéntrico que resulta ser el niño al que se le murió el padre cuando aún iba al colegio. A partir de ese momento tienes que improvisar un estado de excentricidad o dramatismo para el que nadie estaba preparado. No estaba en el guión de la vida. He puesto una cosa en el libro, y es que tu padre te ha transmitido una idea: a él le ha salido mal la vida y a ti te tiene que salir bien. Es como si tu padre te dijera: «He perdido contra la vida, remonta tú en el partido de vuelta». Es una carga enorme. La sensación es que no te puedes permitir fallar, porque ya vienes de un fallo, el heredado de tu padre. Eso te obliga a vivir la vida con vocación de éxito o, al menos, no de desperdicio. Eres una persona herida. El personaje de la historia quiere ser escritor y no lo consigue, está construyéndose en programas de televisión, está demorando el momento de ser ese escritor soñado, pero es que tiene otra versión: es que tiene que triunfar por su padre, que le ha dejado el encargo. Eso es terrible.
—¿Cómo le influyó la pérdida de su padre?
—He querido construir una vida normal. La gente se ríe de mí: «Qué coñazo eres, el padre ejemplar», y todo eso, pero haber construido un núcleo familiar normal es un triunfo sobre el dramatismo. Tengo una familia con niños que no tienen que pasar por la prueba dramática que tuve que pasar yo. Una familia convencional es un triunfo. Al que va de maldito literario le puede parecer un aburguesamiento, pero para mí es una victoria. Es lo que me fue encargado.
—Está remontando el partido…
—Sí, pero no me refiero al éxito profesional, sino a lo que he construido en mi entorno: la felicidad, la normalidad, los niños, la mujer. Solo nos falta el perro para ser un asqueroso anuncio de Corn Flakes. Eso es haber remontado. Conozco el dramatismo. El malditismo este impostado de la dipsomanía literaria es una puta mierda.
—¿Qué tiene de estafa la vida?
—El otro día me hacían una pregunta: si la ventaja de tener la edad que yo tenía es que los fracasos ya dolían menos, y en parte es verdad. Yo ya estoy en paz con la idea de que no voy a ser Balzac. Me lo puedo permitir pensar, porque el balance de vida, cerca de los 50 años, no es completamente fracasado. Si la vida me hubiera dado una paliza y no hubiera logrado nada, estaría frustrado. Si me puedo permitir restar importancia a algo que la vida me haya quitado o los sueños que no he podido cumplir es porque en ese balance hay algo. Llegar a cierta edad sin haberle metido un gol a la vida no es agradable. Ahora publico libros porque me he empeñado. Sé que no voy a ser Faulkner o Balzac, y no pasa nada. Puedo vivir con esa realidad.
—Su personaje lee para luchar contra el mundo.
—Más que una lucha contra el mundo es una evasión. Se ve en lo que ha elegido para leer: Corto Maltés, Stevenson y Conrad. Este hombre no está enfrentándose al mundo, se está escapando de él. La literatura sirve para muchas cosas. A veces simplemente es un agradable lugar alternativo en el que instalarte. Es una forma de apagar el interruptor. Si durante un ratito, por leer cien páginas, me van a sacar de este desagradable momento que me ha tocado vivir, ¿por qué no?
—¿De dónde le vino la afición a la lectura?
—Mi padre. Era un gran lector y tenía una gran biblioteca. Me instigaba a leer. Una vez me gasté la paga en libros de Zane Grey. Él se enfadaba y me decía que no era eso a lo que se refería. «Joder, a ver si te aclaras, esto son libros y los he comprado», le comentaba. Había una tutela. Tuve la suerte de que en el colegio había un profesor de literatura maravilloso, Pablo Rodas, que, cuando murió mi padre fue consciente de que también tenía que motivarme. Le debo muchos descubrimientos, como al padre de un amigo, Ramón Cascado. Me gustó leer desde el principio. Siendo niño robaba libros en Galerías Preciados, como algunos ejemplares de Graham Greene que aún conservo, o me iba a la Plaza de Castilla e intercambiaba cómics leídos por otros sin leer, aunque pusiera dinero. Hacía trapicheos para leer. Es curioso, porque enseguida me apeteció escribir, aunque primero quise ser autor de cómics y luego cineasta.
—¿Y eso?
—Es que el cómic es cine estático y me gusta mucho el cine. El storyboard de una película es parecido a un cómic. Me gustaba el dibujo, como Milo Manara. Y Hugo Pratt. Los episodios de Corto Maltés se corresponden con el concepto de novela gráfica más que ningún otro. Tienen densidad literaria. La balada del mar salado resultó algo definitivo. «Hostias, yo quiero hacer esto», me dije. Hasta comencé a dibujar Corto Maltés, pero no era buen dibujante.
—La lectura como evasión; ¿el malditismo y el alcohol como fuga?
—Por mis experiencias, he quedado vacunado contra ciertos esteticismos y poses. Lo de ir por la vida impostando ser un ídolo del rock, un maldito, como si eso fuera un complemento de vestuario para levantar una figura literaria es que le veo la trampa. Detrás de eso no hay nada literario o bohemio o romántico; no hay nada que guste a las chicas; detrás de eso hay familias destruidas. Es una visión prosaica. Incluso cuando era un noctámbulo tuve un autocontrol pasmoso. Había cierta hora en que me iba a dormir, porque a ver si no puedo regresar un día. Hoy veo a muchos jóvenes que impostan, que hablan de la noche, que comentan cómo mola escribir con resaca… Se siente uno muy escritor… Yo digo: «Bueno, allá vosotros, pero es una chorrada».
—No le gusta.
—A mí la idea de que el escritor o el pintor, para serlo, tienen que cortarse una oreja o ser un tipo imposible de integrar en la sociedad o al que no puedes llamar hasta las diez de la mañana porque duerme la mona, no la entiendo. El escritor es un señor que trabaja y que los fines de semana puede meter a los hijos en el coche y llevarlos al parque de atracciones. Una de las novelas que me gustaría escribir es un homenaje a la novela negra, pero rompiendo el estereotipo del detective. Este género nos ha impuesto un detective que ha hecho voto de soledad, es un borracho y no puede convivir con una mujer más que para tener erotismos. ¿Por qué no puede ser un detective de Chandler que al llegar a casa repase los deberes con los niños? Odio las imposturas y que cuelen las trampas de que para ser escritor, aparte de escribir varias horas al día en un teclado, haya que asumir una apariencia de vida falsa. A mis hijos no les haría vivir en escritor, no desaparecería tres días porque estoy borracho.
—Madrid es el contexto del libro…
—Madrid debe ser rescatado para la literatura, aunque sea solo para rescatarlo del costumbrismo garbancero. Hay que fijarse que hay una escritura del Madrid actual, de Lavapiés y Malasaña, que está apareciendo en los periódicos pero no en la literatura. A mí me apetecía convertir Madrid en un escenario recurrente de los lugares que escribo. Mi novela de boxeo también era muy madrileña. Reivindico Madrid como lugar literario y algunos sitios que no tienen tanto interés literario, como el mundo burgués o los bares de pijos, que a lo mejor no tienen carga literaria, pero ¿por qué no los vas a contar también?
—¿Por qué le gusta tanto la generación perdida?
—Es una afición. A lo mejor es una tontería porque es puro cliché de turismo literario, pero me gusta. Es el final de la Primera Guerra Mundial, un mundo postapocalíptico, gente que arrastra un gran trauma, y todos se encuentran en una ciudad, intentado crear un nuevo heroísmo. Pero a mí, si lo pienso, lo que me hubiera gustado ser es un soldado americano que desembarca en Omaha Beach, pura mística americana, y que en los años 50 o 60 se convierte en novelista. Una vida paralela a la de Norman Mailer o de pertenecer a ese mundo.
—Acción, vamos.
—No necesitamos matar leones para tener algo que contar. Ni saltar en paracaídas o participar en guerras. La literatura vivencial puede ser contar la merienda de una señora burguesa en Fortuny. Cuando hablamos de acción sería estrechar mucho el campo si atribuimos valor literario solo a los que viven peligrosamente. Proust nos ha demostrado que incluso en el ambiente más tedioso hay algo que contar.
—¿Con los años se idealiza la juventud?
—A cierta edad cualquier recuerdo de juventud era un buen recuerdo, incluso la mili, que era un periodo de mierda. Con la edad sientes que para ciertas cosas ha pasado el tiempo, que antes tenías más crédito de tiempo, pero que ahora hay cosas que si no pasaron ya no pasarán. Incluso lo notas en tus exigencias físicas. La edad me está pegando, aunque no me siento viejo, pero la pérdida de la juventud sí es algo que considero traumático.
—¿Cuál es el chispazo que enciende un relato y el de la columna?
—La manera de acercarme a la literatura es la de un reportero. La diferencia es que el escritor tiene licencia para inventar y el reportero no. Pero en la praxis es lo mismo: observar lo que te rodea. El chispazo es una idea que te surge. La diferencia está en que cuando haces la columna tienes apego al espíritu periodístico, honestidad y cierto interés por la actualidad. Cuando haces un cuento te importa un pito si tiene actualidad o no, y puedes inventar.
—¿El periodismo moldea al escritor, o el escritor al periodista?
—Se dan ayudas mutuas. El estilo de las columnas en España tiende al barroquismo, y el artificio mata la literatura. No puedes escribir una historia de 300 páginas con personajes y hechos haciendo el mismo alarde pirotécnico de estilo que cuando escribes una columna. Te tienes que despojar de eso si quieres escribir largo. Pero eso no sucede con el reportaje, que es narrativa, y sí ayuda a la literatura, porque quita los adornos. Si tienes, como tengo yo, una tendencia a recargar el estilo, el periodismo ayuda a que cada frase esté gobernada por un verbo. Evita subordinadas. Si una lámpara es blanca, es blanca, no metas cuatro metáforas para explicarla. Es blanca. Este desnudarse en la escritura es la enseñanza que una redacción puede darle a un escritor, más allá de enseñarle a escuchar, observar….
—¿Qué se ha ganado y perdido el periodismo?
—Refuto la idea de que el periodismo esté en crisis. Lo único es cobrar por su servicio, porque la gente lo está consumiendo gratis. El periodismo sigue siendo importante: provee de argumentos y temas a la gente, es el espejo que refleja lo que sucede en esta época. El periodismo está vigente, pero tiene problemas: la crisis económica lo ha hecho más dependiente del poder. Y el intervencionismo político en la prensa se ha vuelto insoportable. Todo esto está solapado por el peso de la política en el periodismo, que se ha convertido a veces en ramificaciones de partidos. Las tertulias, en ese sentido, son bastante dañinas, pero aparte de esto el periodismo está muy vivo. La gente lee diarios, aunque no los pague.
—La política entra en la columna también.
—Hay amigos que tienen un columna diaria y no se salen del tema político del día. Y yo les dig: «Pero hombre, experimenta, busca otro tema, sal a la calle, que no se note que estás metido en una hornacina. Demuéstrame que estás vivo. Somos reporteros, hay que estar en la calle». Consiste, como en La dolce vita, estar en la Via Veneto. ¡Coge la Vespa!.
—¿Algún otro mal sobre la prensa?
—La autocensura. Si tienes una idea en la que crees, es honesta y crees en ella, no dejes de expresarla por miedo a que se te enfade un colectivo de los que patrullan la sociedad. Exprésala, porque la autocensura es lo peor que le puede pasar a un escritor. Si alguien tiene que censurarte, que sea tu jefe, pero tú no.
—¿Cómo has cambiado como columnista?
—Me veo más maduro, para bien y para mal. Para bien, porque no necesito provocar. La madurez también se ve en la manera de ver el mundo. Quiero pensar que en mis columnas pesa más la vivencia personal. Esta evolución muchos no la entienden y me dicen que les gustaba antes, cuando estaba en La Razón y era más provocador. Pero hombre, con 48 años, seguir haciendo eso… me habría quedado atascado. El descubrimiento más importante es estilístico. Los umbralitos, los hijos de Umbral, veníamos con el estilo demasiado cargado, y algunos hemos sido capaces de rebajarlo y otros no, pero era obligatorio hacerlo.
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