David Jiménez (Barcelona, 1971) fue director de El Mundo durante 14 meses y 366 portadas. Pese a haber cubierto, entre otros conflictos, las revueltas de Indonesia o Filipinas y las guerras de Timor Oriental o Afganistán, el periodista asegura que los citados escenarios «son lugares más seguros que el despacho de un gran diario». Su último libro, El director (Libros del KO, 2019), es una bomba temeraria, un desparrame de desventuras, un quise hacer un buen periódico y no me dejaron. El ahora columnista de la edición en español de The New York Times considera que el periodismo empezó a joderse «el día que los gestores empezaron a hacer de periodistas y los periodistas de gestores». Afirma que el «mayor ataque contra la prensa en democracia» lo encabezaron cuatro mujeres del PP. También cree que el tiempo, «casi siempre, está del lado del periodismo». El uso de seudónimos ha —tirando por lo bajo— molestado a algunos de sus excompañeros. En el relato destacan, y no precisamente por su ética, el presidente de Unidad Editorial, Antonio Fernández-Galiano, El Cardenal, y la periodista Lucía Méndez, La Digna.
Como era de esperar, y perdón por el tópico, la obra no ha dejado indiferente a nadie. Para preparar esta entrevista —además de, por supuesto, leer el libro— hablé con dos excompañeros de Jiménez. Siguiendo el modelo de seudónimos del autor y respetando las peticiones de anonimato, les digo que Fulano me lo definió como «un gran periodista, con buenas ideas, al que intentaron maniatarle desde muy pronto»; Mengano, por su parte, me lo describió como «un cáncer»: «Un día me llamó al despacho, me dijo lo bien que escribía y que me sintiera muy libre. «Mira yo, por ejemplo. ¿Ves mi móvil? Pues no tengo el número de ni un solo político español». Lo dijo presumiendo. Ahí supe que íbamos al desastre si no lo echaban pronto».
Zenda conversa con el que fuera el tercero de los cuatro directores que tuvo El Mundo entre 2014 y 2017:
—Pese a todo lo que cuenta en El director, casi al final del libro escribe: «El tiempo, casi siempre, está del lado del periodismo».
—Al final, los políticos y los empresarios van y vienen, pero un periódico que se haya ganado su credibilidad se mantiene. En el caso de El Mundo, los directores (porque no fui yo sólo, sino mis predecesores también, y mi sucesor, Pedro García Cuartango) que denuncian la corrupción tú los puedes despedir si quieres, pero, al final, todo lo que has publicado tiene consecuencias, muchas de ellas judiciales. El Mundo ha logrado reivindicar muchas de las exclusivas que ha publicado sobre la corrupción, y el que hayan echado a uno, dos, tres, cuatro directores en muy poco tiempo no ha impedido que esa verdad se sepa y no ha impedido que los jueces terminen determinando que el trabajo que hizo el periódico era el correcto.
—¿Aceptar el cargo de director de El Mundo fue un ejercicio de ingenuidad?
—Fue un ejercicio de amor al periódico en el que había entrado como becario, en el que había trabajado como corresponsal. En el que, para informar a sus lectores, había puesto mi vida en riesgo en Afganistán, Cachemira o Fukushima. Y un intento de, valga la redundancia, intentar ayudarlo cuando se me pidió. ¿Ingenuidad? En el sentido de que alguien que lleva veinte años fuera del país, que no ha trabajado en una redacción prácticamente, que no tiene ningún contacto en la política o en la empresa, pues se enfrenta a una realidad que no conoce del todo y no se sabe manejar en un mundo que es muy complicado, probablemente más complicado que el del frente en un lugar peligroso, donde al menos sí sabes de dónde te vienen las balas, de qué dirección vienen. Cuando ocupas el centro de poder de un periódico como El Mundo sin conocer bien cómo funcionan las intrigas, las conspiraciones políticas, mediáticas, empresariales, estás en una posición de vulnerabilidad muy grande.
—Preparando esta entrevista, además, por supuesto, de haber leído el libro, he hablado con dos excompañeros suyos. No he encontrado grises: Fulano me ha dicho sobre usted que es una gran persona y que intentó hacer un periódico verdaderamente libre; Mengano, por su parte, le atribuye haber dicho frases como «estoy harto de hablar de Cataluña» o «la gente está harta del tema de la corrupción», y le acusa de que, cuando llamaba un político del PP o un cargo de Iberdrola, usted «salía corriendo del despacho» pidiendo cambios en los titulares. ¿Cree que, pese a las dificultades y a su brevedad en el cargo, fue usted un director libre e independiente?
—De esas dos personas una miente, y me vas a permitir que piense que sea el que dice que no ejercí mi trabajo como debí (Risas). Yo acepto todas las opiniones. Al final, el libro es un relato de cómo yo viví ese año al frente de El Mundo y acepto que todo el mundo tenga una opinión y diga «fue diferente». Me parece muy bien. Pero los hechos, cuando vas a la hemeroteca y a las 366 portadas de ese periódico, dicen claramente que yo no me doblegué ante el poder, que publiqué historias negativas o comprometedoras de todos los partidos principales de este país, de casi todas las instituciones, de grandes corporaciones del Ibex que, normalmente, habían vivido en la inmunidad frente al periodismo combativo, y eso es lo que al final queda. Las opiniones son opiniones; los hechos son esas portadas y son esas exclusivas. Y más allá de eso, acepto las críticas, porque sería absurdo que escribiendo un libro como El director luego fuera incapaz de aceptar las críticas. Estoy convencido de que fui despedido del diario El Mundo por defender su independencia y la integridad de su redacción, y nadie mejor que yo lo va a saber: yo viví en esas conversaciones, en esos despachos, esas presiones directamente. Y yo no se las transmití nunca a la redacción, porque el director debe ser un muro que protege a la redacción de esas presiones. Uno puede pensar que del diario El Mundo fueron despedidos cuatro directores en apenas cuatro años por casualidad o porque todos eran terriblemente malos. Vamos a asumir por un momento que yo fuera terriblemente malo como director: ¿los otros tres también lo eran? ¿O estábamos ante una operación bien organizada del poder político, mediático y económico para intentar someter a un diario que llevaba demasiados años siendo combativo e incómodo para gente muy influyente de este país?
—¿Cuál fue su mayor logro como director de El Mundo?
—Mi mayor logro fue, quizá, el más simple: hacer un periódico en el que la opinión y la información estaban divididas, separadas. No se contaminaban una a la otra. Creo que es una de las grandes cosas que ha perdido el periodismo en este país, donde cada día vemos titulares que parecen editoriales, vemos activismo más que periodismo, propaganda en lugar de hechos, manipulación burda en algunos casos en lugar de la verdad. Yo considero mi mayor logro el haber puesto a los lectores y a la redacción y sus intereses por encima de todos los demás intereses que puede haber, y haber puesto mi puesto y mi cabeza, entre comillas, profesionalmente, frente a esos que intentaban doblegar al periódico y decir: «Me la tendréis que cortar antes de que yo ponga este diario a vuestro servicio». Y es lo que acabó ocurriendo.
—¿Y qué es lo que más le hubiera gustado hacer y no pudo?
—Me habría gustado que la empresa hubiera cumplido la promesa que me hizo cuando me llevó: darme tiempo, medios y apoyo para llevar a cabo un proyecto de renovación del periódico. Lo que me encontré fue un ERE a los cinco meses de llegar, exigiéndome que despidiera a un tercio de mi plantilla; en vez de tiempo, lo que me dieron fue un año, pero ni siquiera un año, porque a los tres meses ya había comenzado la operación interna para derribarme, y ningún apoyo tampocó recibí: desde el primer día, los puñales volaron, sobre todo desde esa segunda planta donde algunos llevan toda la vida conspirando y desde donde se ordenaron EREs, reducciones y recortes, mientras intentaban entregar un periódico, el que, para mí, es el más importante que ha tenido el país en democracia, al servicio de amigos, intereses y poderes.
—Incide mucho en un «empujón digital» clave para el futuro del diario.
—Me parece absurdo negar, a estas alturas, que el futuro de la prensa es digital. El papel, por supuesto, puede sobrevivir, y puede ser una parte del proyecto de un gran periódico. Pero la supervivencia va a depender de que esos periódicos hayan construido un negocio digital. Yo pensaba, cuando llegué al periódico, que el debate entre digital y papel había muerto en España: de donde yo venía en ese momento, EEUU, había muerto. Al director del Washington Post, Martin Baron, en una entrevista publicada, precisamente, en El Mundo, le decían: «¿Cuánto tiempo dedica usted al digital y al papel?». Le sorprendió que se lo preguntaran. Creo que dijo 90% al digital. Al final, es un debate absurdo porque lo importante no es en qué plataforma el lector recibe su información, sino que esa información sea rigurosa, creíble, verdadera, y aquí todavía estamos diciendo «hay que mantener el papel, apostar por lo digital…». No: eso, al final, lo va a elegir el lector. No lo vamos a decidir nosotros. Si el lector decide, como hace hoy masivamente, que quiere informarse a través de su móvil, da igual lo que tú hagas: van a seguir informándose a través del móvil. Lo importante es qué contenido estás proporcionándole y cómo de riguroso y de creíble es tu periodismo porque, al final, es lo que va a sostener a la marca.
—Le preguntaré por un tema que ha levantado cierta polvareda periodística/tuitera: ¿por qué los motes?
—Todos los personajes del libro aparecen con nombres y apellidos reales, ya sea la monarquía, los ministros, los empresarios, algunos de los grandes, como Alierta, y tomé la decisión de que la gente que todavía trabajaba en el periódico estuviera de algún modo protegida con seudónimos. De hecho, llegamos a escribir una introducción explicando esta diferencia, pero luego resultó que había alguna excepción, porque Amelia, mi secretaria de ese año…
—No utiliza apodos, en cambio, para referirse a Irene Hernández Velasco, Virginia López Alonso, Raúl del Pozo y Pedro García Cuartango.
—Bueno, pero no son de plantilla. Me refiero a gente que está en la plantilla. Virginia está fuera del periódico, fue despedida; Irene es colaboradora; Raúl es un colaborador externo, no forma parte de la plantilla de El Mundo, aunque es un columnista regular y tiene su contrato mercantil. Pero en realidad, los que están en plantilla están protegidos… Tampoco protegidos, porque es verdad que la gente del mundillo puede, en algunos casos, saber quiénes son. Había excepciones, como la de Amelia, que era para mí una manera de… (Piensa) Amelia representa a toda esa gente sin la cual sería imposible hacer un periódico, que trabaja con una dignidad increíble, que lleva dedicándole toda su vida al periódico, y quería que de alguna manera figurara. Al final, los nombres, para mí, son irrelevantes en esta historia: lo importante es qué se hizo, quién lo hizo y por qué se hizo. Cómo funciona ese triunvirato del poder económico, político y mediático para controlar a los medios y a los periodistas. Para los lectores que no pertenecen al mundillo del periodismo, les da igual que sean Pepe, Juan, María, ¿no? Y luego, había un motivo casi literario, en el sentido de que los personajes de la redacción, que, con nombres y apellidos, a lo mejor no dicen nada al lector que no está dentro de nuestro oficio, se identifican muy bien con esos personajes. Lo que está pasando es que la gente me dice: «Oye, yo trabajo en un despacho de abogados o en un hospital. Y hay una Digna, un Cardenal, un Rasputín». Porque es verdad. Al final, las redacciones se parecen mucho. Gente de otros periódicos también me lo dice. Es la naturaleza humana. Son personajes que te puedes encontrar en cualquier escenario o trabajo.
—Escribe sobre Lucía Méndez: «Quizás La Digna simplemente estaba siendo La Digna. Podía trabajar para el Gobierno del PP y regresar convertida en protectora de nuestra objetividad periodística; liderar las manifestaciones contra El Cardenal a las puertas del periódico por la mañana y escribirle una carta de apoyo por la tarde; presentarme como el Adolfo Suárez del periodismo un día y sumarse a la oposición al siguiente».
—Pudiera haber escrito dos libros: uno muy fácil y otro muy difícil. El fácil hubiera sido un libro denunciando exactamente lo mismo que en El director, pero limitándolo a los directivos de los medios, los empresarios del Ibex, los políticos. Y luego había una posibilidad de hacer un libro mucho más difícil, uno en el que no quedaran exculpados los periodistas de la redacción o, al menos, no todos. En el libro se habla de forma admirable de muchos compañeros de El Mundo.
—Antes mencioné a Pedro Cuartango, a Raúl del Pozo, a Virginia López Alonso y a Irene Hernández Velasco creyendo que con ellos no utiliza apodos a modo de muestra de admiración.
—También se habla bien de un grupo de mujeres fantástico que tiene el periódico y que ha traído reportajes y temáticas que antes, a lo mejor, no estaban. Se habla incluso bien de gente a la que se le puede poner una pega en algún momento, pero que también se dice lo bueno. Ese otro libro más difícil lo que hace es también hablar de la responsabilidad de periodistas de las redacciones que crearon aristocracias internas, Los Nobles les llamo, que se atribuyeron privilegios que no tenían el resto de sus compañeros, que tenían los sueldos más altos, que daban lecciones en la redacción a los demás y que, a la hora de la verdad, no sólo no cumplían con el ejemplo, sino que, en algunos casos, terminaron aliándose con las mismas personas que querían someter el periódico y entregárselo a esos intereses y a esos poderes. Y yo sabía que si incluía a esa aristocracia, a esta casta periodística que existe en las redacciones, me iban a llover las hostias. Y te aseguro que habría sido facilísimo haberlos dejado fuera, pero entonces no habría sido un libro honesto. Igual que no habría sido honesto si no hubiera incluido algo de autocrítica sobre los errores que yo cometí.
—Va otro póquer de nombres propios: Soraya Sáenz de Santamaría, María González Pico, Carmen Martínez Castro y María Dolores de Cospedal. Afirma que encabezaron «el mayor ataque contra la prensa en democracia».
—Estoy convencido de que fue así. Periodistas, incluso, afines o, si lo prefieres, más cercanos ideológicamente a esas personas, lo creen así. Han pasado ya algunos años desde que yo dejé la dirección de El Mundo, pero recuerdo el miedo que el periodismo sentía esos días hacia el poder. Hay una parte del libro en la que se dice que después de haber estado veinte años fuera de España, al volver me encuentro que el poder había dejado de temer a la prensa: era la prensa ahora la que temía al poder. Claro, en un momento de muchísima precariedad en el oficio, donde las redacciones están despidiendo a gente, donde el invierno es terrible ahí fuera porque nadie encuentra trabajo, tener un Gobierno que utiliza la publicidad institucional para premiar a los afines y castigar a los críticos, que ordena la eliminación de tertulianos o impone la colocación de otros, que, directamente, decide con una llamada desde el despacho el despido de un compañero, de un periodista, sólo por estar haciendo su trabajo. Aquellos fueron días muy duros para el periodismo. Las personas que mencionas fueron los cerebros de esa operación, no me cabe ninguna duda.
—¿Qué son «Los Acuerdos»?
—Los Acuerdos son pactos que existen entre el poder económico, el Ibex, y la prensa de este país, por los cuales los diarios y otros medios de comunicación reciben mucho más dinero en publicidad y promociones y acuerdos de todo tipo del que les correspondería por audiencia. Claro, ¿quién da dinero y, sobre todo, en esas cantidades, sin esperar nada a cambio? A cambio, en la letra pequeña, o en la letra que incluso no aparece en esos acuerdos, se entiende que los grandes presidentes de esas corporaciones están comprando una cobertura mucho más amable de sus empresas y una protección cuando llega alguna información que les afecta a ellos directamente. Cuando tú te encuentras un director que no está dispuesto a cumplir esos acuerdos, el sistema, de repente, detecta que hay una pieza que no encaja en su sitio. Y esa pieza tiene que ser reemplazada. De ahí que los grandes capos mediáticos no puedan aceptar un director que no atienda a los favores que se le piden. Ese mismo empresario empieza a ser irrelevante en el círculo de poder de este país. Al final lo que ocurre es que si tú rompes los acuerdos de ese gran juego de los favores del que hablo en el libro, sales de la partida. (Piensa) En un país normal, el director que defiende la independencia de su periódico es el que dura, y el que se somete al poder, es el que es reemplazado. Aquí hemos cambiado completamente las tornas. Una de las críticas que menos puedo aceptar sobre el libro es cuando se dice: «Vaya, mira, cómo se ha sorprendido. ¡Por supuesto que hay presiones! ¡Por supuesto que se despide a periodistas por hacer su trabajo! ¡Por supuesto que se coloca a tertulianos!». El oficio ha normalizado lo que no es normal. Y es curioso, porque eso es precisamente lo que achacamos a los políticos. Y nosotros hemos hecho lo mismo. Hemos normalizado cosas que no son normales. ¿Qué ocurre? Que cuando viene alguien que lleva veinte años fuera de ese sistema, por supuesto que se sorprende. Porque no ocurre en todos los lados, por mucho que tú hayas vivido ahí dentro y hayas concluido que eso es perfectamente normal. No lo es.
—¿Quién le intentó comprar de la forma más obscena?
—Para mí, lo más obsceno fue el chantaje emocional. El pulso que mantuve con César Alierta por un artículo en el cual se explicaba que había sido socio de un hotel en Berlín de Rodrigo Rato. La justicia pensaba que había sido utilizado para el lavado de dinero. El propio César Alierta, probablemente, desconocía que estaba manchado ese negocio. Ahí se produce una escena en la cual se me dice que piense en mis periodistas. En las consecuencias que va a tener no ya para mí que, llegado a ese punto, me daba lo mismo y tenía asumido que probablemente me cortarían la cabeza, sino que piense en compañeros, algunos de los cuales son amigos, con los que he compartido muchísimas cosas. Gente que tiene familia a la que has conocido, incluso a sus hijos… Y te dicen: «Piensa en ellos». Porque como todas las presiones anteriores no han surtido efecto, las que se ejercen directamente sobre ti, dicen: «¿Y qué ocurre si esa empresa nos quita la publicidad y tenemos que despedir a más gente? ¿Quién va a ser el responsable?». Te están diciendo: «El responsable vas a ser tú si lo publicas». Creo que es una de las presiones más sucias que recibí ese año.
—Relata que, cuando se marchó del entierro de Fernando Múgica, lo hizo «huyendo de la insoportable nostalgia que envolvía el ambiente y de la certeza de que, no importaba lo que hiciera, nada volvería a ser como antes». ¿Qué debe ocurrir en el ecosistema periodístico patrio para que las cosas vuelvan «a ser como antes»?
—En el funeral de Fernando, que fue mi primer jefe en Internacional y una persona muy especial para mí, le llorábamos a él pero, en cierto modo, lamentábamos también la pérdida del espíritu original de El Mundo, que había sido importantísimo, valiente, que habíamos sentido el proyecto común que era El Mundo, y que, de repente, veíamos que, en cierto modo, después de los EREs, de los recortes, de ver cómo los directivos se hacían millonarios mientras despedían a reporteros rasos, el funeral parecía representar también la despedida de una idea de periódico. Y yo me sentía responsable de mantener aquello vivo, en cierto modo. Cuando la gente me dice «es un libro contra El Mundo y contra la redacción», no lo comprendo. Muchos de los lectores que están fuera del periódico me están diciendo: «Oye, se nota el amor que tenías a ese periódico». El vínculo emocional está en las páginas. El libro está dedicado a los futuros periodistas. En cierto modo, sí pienso que la generación de periodistas más mayores que yo y los míos hemos hecho cosas buenas y cosas malas, pero ya no estamos en una posición para transformar el periodismo, para regenerarlo, para renovarlo. Eso lo van a tener que hacer los que vienen por detrás. Y su cometido más importante, y, por el cual me apetece que los estudiantes lean el libro, va a ser separar otra vez la prensa del sistema. Nuestro oficio consiste en vigilar el sistema. Y tengo la sensación de que, poco a poco, el sistema consiguió abducirnos. Y una vez que estás dentro, es muy difícil ver sus defectos. Al final, lo que ocurrió fue que nos convertimos en parte del establishment y terminamos escribiendo para el establishment. Nos desconectamos de la calle, de la gente, y nos dijimos que éramos muy influyentes cuando, en realidad, hoy en día, si los jefes de las redacciones salieran un poco más y cogieran más el metro, se darían cuenta de que para la gente es irrelevante lo que dicen los grandes periódicos. Se han desconectado de nosotros. Hay que volver a conectar y es un trabajo que tienen que hacer los que vienen por detrás.
—¿Volvería a dirigir un diario?
—(Piensa) Ha quedado claro a los que me eligieron como director de El Mundo, y a mí mismo, que yo no soy una persona que sirva para los despachos. Fue una apuesta arriesgada. Creo que ellos pensaron que, trayendo a alguien de fuera, sin ningún contacto con la política o la empresa, sería una persona manejable, y que no se dieron cuenta de que, una vez ocupara el puesto de director, iba a tratar de ser el mismo periodista que había estado veinte años yendo a lugares remotos a contar todo tipo de historias. Ahí es donde se produce un choque entre dos maneras de entender el periodismo. No creo que, tras escribir este libro, nadie me vaya a ofrecer el puesto. No tengo ningún interés en volver a ocupar un despacho, sobre todo, en un ambiente periodístico como el que vive este país. Sólo lo haría con garantías absolutas de libertad, independencia, medios, y con directivos o propietarios que, realmente, crearan en la función y en el servicio del periodismo. Y, ahora mismo, cuando uno mira alrededor, no ve que eso en España exista, aunque es verdad que hay algunos proyectos digitales que están emergiendo con esos ideales. Quizá veamos cómo las cosas cambian en los próximos años. Si eso ocurre, uno no puede decir qué pasará en el futuro. Prefiero dedicarme a escribir y a viajar. En todo caso, sí me veo no tanto dirigiendo un proyecto periodístico como ayudando a inspirar uno.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: