David G. Torres (1967) es profesor de arte contemporáneo en la Universitat Autònoma de Barcelona, autor de ensayos, crítico de arte en múltiples revistas especializadas, comisario de exposiciones y autor de proyectos escénicos. En su nuevo libro, 1964: Cuando la cultura se convirtió en espectáculo (Alianza), examina cómo varios acontecimientos que ocurrieron en ese año o sus alrededores han influido decisivamente en el mundo del arte, la cultura, el espectáculo y la percepción pública de estos fenómenos. Algunos de aquellos hechos son muy conocidos, como las películas de 007, las manifestaciones antisegregación en Estados Unidos, el título mundial de los pesados y el cambio de nombre de Cassius Clay a Muhammad Ali o las cuatro grandes exposiciones de Andy Warhol y su fundación de la Factory, por donde pasaba todo el que era alguien (o quería serlo). Otros pueden sonarte un poco más o menos desdibujados, como la afición del guitarrista de The Who, Pete Townshend, por destrozar sus instrumentos durante sus conciertos, o la petición a la academia sueca de Jean-Paul Sartre de que no le dieran el premio Nobel, para evitar que en vez de leerlo por lo que escribía lo leyeran por ser un premio Nobel (espóiler de hace 60 años: se lo dieron igual).
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—Para empezar, una pregunta típica: ¿por qué escribir este libro y por qué publicarlo ahora?
—Bueno, la razón la explico en los agradecimientos muy brevemente. En realidad la idea aparece debido a un ejercicio que hacía en mis clases en la Escola Massana con Núria F. Rius y Laura Casassas, sobre el arte del siglo XX, sobre todo de la segunda mitad, donde más que las habituales clases históricas tratábamos problemáticas concretas. Yo he sido un estudioso durante mucho tiempo de la figura de Marcel Duchamp, cómo había sido un personaje que había tenido un momento de éxito muy joven, que luego había desaparecido un poco y que había reaparecido después. Y ahí me encontré con el año 1964, que es el año en el que hace las reproducciones de sus ready-mades con Arturo Schwarz, y me di cuenta de que en ese mismo año también Andy Warhol hacía su famosa pieza Brillo Boxes. Investigando fechas sobre cuál de las dos cosas se había producido antes y por qué esto era importante, eso fue la chispa. Me dije: «Aquí hay un clima de época, esto no es casual, aquí están pasando cosas». Y enseguida me apareció en esas mismas fechas la figura de Robert Rauschenberg ganando el León de Oro en la Bienal de Venecia, y también Dino Gavina con las reproducciones de las sillas de Marcel Breuer de los años 20, etcétera. Y a partir de ahí, proceso típico de una investigación, a la mínima que empiezas a escarbar un poco empezaba a salir el 64 por todas partes, así que decidí que aquello podía tener el cuerpo de un libro, lo propuse a Alianza y estuvieron encantados de aceptarlo.
—Me gusta mucho la portada, porque siendo un libro en parte sobre artistas que usaban el collage, la apropriación y el cambio de significado de un objeto o imagen preexistente, la portada es en sí misma un ejemplo de una composición de ese tipo, con Pete Townshend de The Who a punto de destrozar no la guitarra que rompió en la realidad sino el urinario de Duchamp, y además los colores blanco, negro, verde y rosa recuerdan la composición de las cubiertas de importantes discos de Elvis Presley y The Clash. ¿De quién fue la idea?
—No fue mía, fue una propuesta de la editorial, de su gente de diseño [viene firmada por El Rubencio], y fue superbienvenida. Funciona muy bien, es muy llamativa, y me gusta el gesto tan agresivo de Townshend, tan manierista, con esa curvatura del cuerpo. Era una portada inteligente, que gustó mucho desde el principio, porque no da una respuesta ni una solución fácil, ¿verdad? No se sabe si está a favor o en contra, está en un límite… Es Pete Townshend cargándose un símbolo de la modernidad, pero es un símbolo de la modernidad que a su vez también es rompedor. Es decir, hay una serie de juegos de encabalgamiento de significados que me parecen muy chulos.
—Además, he visto que hay exactamente 64 fotos al final del libro, muy útiles para no tener que andar buscando uno mismo las obras y textos de los que se habla en sus páginas. ¿Eso es a propósito o es coincidencia?
—Eso te juro que fue coincidencia, porque con mi editor, Diego Blasco, empezamos a seleccionar fotos y ver qué textos podían caber y tal, y al final reunimos 64o. No fue una cosa intencional, no fue forzado. Igual que lo del famoso «con el seis y el cuatro te hago tu retrato», que fue una idea un amigo mío, Alex Gifreu, diseñador, y que incorporamos al final como una muletilla en el libro.
—El libro tiene mucha información y muchas historias muy interesantes. Me ha fascinado, por ejemplo, la historia de la silla Wassily, al parecer inventada ya en los años 20, pero que solo triunfó a partir del año 64 debido a un cambio de márketing más que a simplemente sustituir las tiras de tela originales por cuero. ¿Cómo de importantes son las etiquetas y el márketing en el mundo del arte?
—Lo que me parecía muy importante del 64 es que se habían usado algunas estrategias con las que de repente se conforma una idea de gusto moderno. Aquello que había nacido con una voluntad transformadora de la sociedad, con una voluntad rompedora, como la Bauhaus o el urinario de Duchamp, de repente en los 60 es asumido como un gusto moderno, incluso calificado de «buen gusto» moderno. Y no lo hago de una manera tampoco peyorativa, sino que es el signo de los tiempos. Dino Gavina, por ejemplo, es el epítome de Ikea hoy vendiendo gusto barato moderno. Hay muchos elementos que participan de ese efecto, que tienen que ver con cómo se conforma y configura una nueva sensibilidad que tiene que ver con lo moderno y con las estrategias de la modernidad. Y esa nueva sensibilidad tiene múltiples elementos, como el reconocimiento del valor de las vanguardias de principios del siglo XX tras una guerra mundial, y como el cambio de capitalidad artística de un continente a otro (de Europa a Norteamérica). Hay artistas que están aún vivos y que van muriendo a partir de ese momento (Duchamp en el 68, Picasso en el 73), pero que reciben un reconocimiento respecto a lo que han hecho en su época. No quería hacer un libro con luces y sombras, sino lleno de matices y de grises. Es decir, ¿es Gavina culpable de la popularización o de la banalización de la idea de arte o de diseño al servicio de la sociedad, cómo pretendían los de la Bauhaus? Hombre, yo no pondría la palabra «culpabilidad» sobre su persona. Forma parte de unos procesos complejos, incluso relacionados con la construcción y asentamiento de una nueva cultura juvenil, paralelo con el momento en el que hay una intuición de que la rebeldía puede ser un un objeto de venta también.
—1964 fue también el año en el que Jean-Paul Sartre y Asger Jorn rechazaron los premios que les dieron (el Nobel de Literatura y el Guggenheim Internacional). ¿Qué papel tienen, o deberían tener los premios en el mundo del arte?
—Bueno, no sabría responder a una pregunta tan compleja. Fue muy bonito buscar toda la documentación sobre el premio de la Bienal de Venecia a Robert Rauschenberg, con la CIA por en medio y con otro personaje fascinante como fue Leo Castelli. Rauschenberg, hasta el último de sus días, fue un ingenuo intentando hacer una gira mundial ya con setenta y muchos años para hacer llegar el arte a todo el mundo, pero luego él mismo era ya un objeto más del mercado. Ahí hay un montón de elementos que son muy interesantes. Y Sartre viene a representar al intelectual francés clásico, que moralmente tiene que rechazar el premio, pero que llega tarde y lo hace torpemente, mientras que Jorn, por otro lado, es un bruto que les decía a los del Guggenheim, en un exabrupto muy punk, o proto-punk, que se podían meter el premio por donde les cupiera. Yo estoy más con un argumento que desarrollo a lo largo del libro, de Umberto Eco, que es un tipo que siempre he admirado mucho: el de los artistas apocalípticos y los integrados. No hay ya espacio para lo apocalíptico, lo rompedor, que no está integrado en el sistema. Pero respondiendo a la pregunta, cada uno sabe o debería saber el rol que juega de cara a poder ser premiado o no. Evidentemente, hay instancias en las que puedes ser premiado y hay instancias en las que no.
—Como persona que está pendiente del mundo del arte, ¿está uno pendiente también de a ver a quién le dan un premio este año, y vamos entonces a juzgarlo? ¿Pasa en el arte un poco como en el cine con los Oscar o los Goya, por ejemplo?
—Bueno, yo creo que en arte los premios no son tan significativos como los Oscars porque, si llegamos siquiera a decir que existe una industria del arte, es una industria muy diferente a la del cine, menos ligada al espectáculo directamente pero, digamos, con dos elementos propios muy complejos y en discusión constante: el espacio institucional del arte (que abarca museos, universidades, todo lo que tiene que ver con un espacio de investigación), y el espacio comercial del arte. Son dos espacios que están en roce constante, que producen distonías y ruido. Pero sí, evidentemente uno está pendiente de quién va a ganar el premio Turner y cómo se monta un espectáculo alrededor de ello. A mí como historiador lo que más me interesa es el envoltorio que se produce alrededor. Y en nuestro caso más próximo, me puede preocupar el rol que pueden tener los premios de arte en la construcción y asentamiento de los panoramas artísticos locales, de cómo contribuyen a hacer una escena rica o no, de una manera más política, más que a quién se lo dan.
—Hablando de eso precisamente, también es fascinante la relación entre el arte y la política, con la mención en el libro del kitchen debate entre Jruschev y Nixon y el uso del arte como medio de influir políticamente en la vida real. ¿Esto es algo que hoy en día existe también? En el libro se menciona alguna vez si alguno de los artistas tenía o no alguna intencionalidad política, pero si se hace arte con intención política, ¿es el artista verdaderamente libre?
—Estoy con Eco en que no hay manera de escapar, o sea, no existe un «afuera del sistema». Y como no existe un afuera del sistema, como dice Walter Benjamin, «toda obra de arte tiene que ser consciente de sus medios de producción». Y creo que hoy en día no solo tienes que ser consciente de los medios de producción, sino de los medios de distribución. Si quieres ser un agente político y exponer en determinados lugares que dependan de una administración, pues sabrás qué papel jugar y tendrás que jugar dentro de ese rol. Todo el rato estamos en un espacio interconectado, complejo, donde somos nodos con diferentes funciones políticas, que vamos a ser usados y que vamos a usar espacios nosotros también de diferentes maneras, políticas, económicas, etcétera. Dicho esto, no creo que exista una libertad artística per se. Existen espacios en los que cualquier tipo de creador puede tener su concentración de cara a pensar qué es lo que hace, pero a partir de ahí hay muchas decisiones que tienen que ver directamente con tus posicionamientos. Como sujeto político, no se explican de la misma manera las cosas en una clase de secundaria que en una clase de universidad, que en una clase de máster, que en una conferencia, que en un libro, que en un libro publicado por Alianza, que en un libro publicado por otra editorial. Por utilizar una expresión de los Sex Pistols, «nadie es inocente».
—Un ejemplo práctico podría ser lo que se ha anunciado de que el año próximo va a haber una serie de iniciativas sobre los 50 años desde la muerte de Franco. ¿Cómo se plantearía un artista un cometido de ese tipo? Cualquier cosa que haga va a ser interpretada desde un punto de vista político. Si a ti te encargaran, por ejemplo, hacer algo para eso, ¿por dónde tirarías con un libro, una obra de teatro o lo que fuera?
—Pff, yo qué sé, tú. [se ríe] No tengo ni idea. Dependería muy mucho de quién hace el encargo y cómo lo hace. Evidentemente, si eso lo hace el partido que se ha apropiado del color verde, que hasta no hace tanto era un color ecologista, pues va a ser muy complicado, porque querrá ser celebrativo y ahí va a ser muy difícil escapar de esa trampa. Y si te metes creyendo que te vas a poder escapar de las cartas del sistema es que eres muy ingenuo. Si quien está detrás es gente que quiere hacer una revisión crítica, bueno, pues también sabes que te vas a tener que jugar el pellejo, porque entrarás en cosas muy complejas. Partiendo de la base de que jamás me ofrecerían algo ahí y nunca tendré ese dilema, afortunadamente, te diré que la parte que más me costó escribir de este libro fue la parte relacionada con España, y fue una maravilla encontrar que el 64 justo era el año en el que Ana Peters había empezado a trabajar, y para mí fue una luz encontrarme a alguien como ella y como Mari Chordà, que las tenía ubicadas de antes, pero no justo en el 64. Fue una luz a la que podía agarrarme, porque si no, el nivel de gris era tan importante que me puede. En toda la historia de España aquello era una cosa que llevo muy mal, porque lo veo con mucha tristeza y no consigo quitármela de encima. También tenía muy claro que iba a acabar mencionando El verdugo, que es una de mis películas favoritas de toda la vida. Su final es luminoso, y pone luz con la contradicción de esa escena final en la que unos jóvenes esbeltos, vestidos con esmoquin y bailando música ye-yé, suben un yate, frente a la familia triste, gris, del desarrollo español, que se va a vivir a un polígono de las afueras de Madrid.
—Dedicas un espacio siempre que puedes a las artistas femeninas de entonces y a cómo de difícil era para ellas florecer, a veces incluso estando rodeadas de compañeros que hablaban mucho de rebeldía, libertades y rupturas de cadenas, pero luego no lo ponían tan fácil.
—Sí, sí. Para decirlo en plata: hasta incluso tus pares eran tus enemigos, ¿no? Es una cosa que el feminismo reciente ha descubierto muy bien y ha puesto muy claro. A mí es que me producen profunda admiración mujeres como Ana Peters, Carolee Schneemann, las artistas de performance de Fluxus o Yoko Ono. Me parece impresionante hasta la fuerza física, ya no siquiera intelectual, que Schneemann era capaz de desarrollar, plantándose desnuda en una performance de contenido sensual con público. Y Yoko Ono, pintada como esa japonesa manipuladora que estaba detrás de John Lennon, era una monstrua, era maravillosa, haciendo performances en su apartamento de Nueva York en el 62, y se la ha empezado a recuperar solo muy recientemente. Yo no soy del 64, sino del 67, y en mi generación, que eran todos fans de los Beatles (menos los que éramos más del punk) reaccionaban como vade retro ante Yoko Ono. Y sí que es muy intencionado que yo quería en el libro dar mucho peso a las mujeres.
—Por lo que has visto ahora con tus alumnas, colaboradoras, compañeras, ¿es más fácil para ellas ahora que antes, o no tanto?
—Qué va. El famoso techo de cristal está ahí todavía, y de una manera superevidente. Solo hay que ver el ejemplo de los estereotipos de cuerpo normativos y cómo se aplican a las mujeres y a los hombres, como se puede ver con los comentarios sobre Lalachus, la que va a dar las campanadas en RTVE este año. Luego, en términos de sectores, como bien decías, el sector de la cultura en principio debería ser un sector más tolerante en este tema y demás, pero bueno, los grandes popes culturales siguen siendo hombres y creo que sigue siendo más complicado.
—Desde tu punto de vista, ¿cómo ve la sociedad española el mundo del arte hoy? Porque imagino que todavía hay mucha gente para quien arte es Velázquez, o Miguel Ángel, mientras que un urinario firmado o un plátano pegado a una pared se ve como una tomadura de pelo, sobre todo si acaba vendiéndose por seis millones de dólares, como el de Maurizio Cattelan.
—Ahí pasan varias cosas. Primero, todas las noticias sobre el mercado del arte nos hacen un flaco favor a un entendimiento más tolerante, en general, del arte, y no echo con esto la culpa a los periodistas. El plátano de Cattelan para mí es un ejemplo magnífico, no en un sentido peyorativo, sino que realmente está lleno de capas de significado, y yo lo explico mucho en la en la universidad a los alumnos, porque no es un ejemplo sencillo: empieza siendo una referencia a Warhol y a otros artistas más complejos, es una referencia también al arte minimal, es una broma sobre el mercado del arte… Hay mil capas en esta cosa de Cattelan, lo que pasa es que claro, se explica solo una. Ese sería un primer problema. La segunda cuestión es que normalmente se tiene una serie de prejuicios sobre el arte contemporáneo como una cosa muy difícil, pero de hecho es bastante sencillo: los artistas son individuos de nuestro tiempo que hablan con un lenguaje de nuestro tiempo, y nos hablan a nosotros como personas de nuestro tiempo. Es decir, lo que realmente es difícil de entender hoy en día es Velázquez. Lo que es realmente es difícil de entender es, no sé, aquí en Barcelona, el Pantocrator de Taüll en el MNAC, porque usa un lenguaje que está muy lejos de mi background. De hecho, solo puedo entender esas obras como individuo contemporáneo, y la relación que mantenemos con las obras del pasado es una relación contemporánea, es decir, diríamos que todo el arte que está expuesto es arte contemporáneo, porque como individuos contemporáneos solo lo podemos leer en un lenguaje contemporáneo. Y luego hay una cosa que que nos diferencia, y es que en otros lugares, por ejemplo en Inglaterra, hay una cultura pop mucho más desinhibida, aun siendo un país muy conservador para muchas cosas, y la tienen muy asumida. Es decir, compro una guitarra, me pongo a tocar y no pasa nada. España es un país en el que la cultura pop en el sentido desinhibido ha costado mucho en darse y ha costado mucho que entre. Y buena parte de la producción artística tiene que ver con esta cosa pop, desinhibida, fresca y un poco de do it yourself. Creo que la relevancia pública que el arte contemporáneo ha tenido en Londres ha tenido mucho que ver con el background cultural de la cultura pop que hay allí, y la falta de ese background cultural de la cultura pop que hay en este país se nota. Menos en Cataluña que en Madrid, por otra parte.
—¿Sí, tanto se nota?
—Sí, sí, sí. Aquí el peso del Noucentisme sigue siendo un peso muy potente, y el de una cultura como interior, digamos. Uno podría hacer una línea que nos llevaría hasta Tàpies sobre la necesidad de toda una cosa sobre esencia interior y demás, muy alejada de una cultura pop, mientras que en Madrid sí que ha habido planes de una cultura pop mucho más desinhibida.
—Guiándose solo por lo que pone la solapa del libro, eres o has sido profesor, escritor, crítico, autor de proyectos escénicos y comisario de exposiciones. ¿Cuál de estas actividades es tu favorita y cómo se interrelacionan?
—Tendemos a ver las vidas y las profesiones como armarios tipo cómoda con cajones, en los que los calzoncillos y las camisas no se mezclan. Yo tiendo a verlo más todo como un bazar laberíntico. No lo veo como lugares diferentes. Disfruto mucho dando clases, aprecio mucho a mis alumnos, aprendo yo más de ellos que ellos de mí, todavía me parece alucinante que me paguen por estar con gente joven haciendo cosas, y es una actividad maravillosa, pero en los proyectos de comisariado y los proyectos teatrales que he hecho he disfrutado muchísimo, evidentemente. Hay un elemento de pensamiento colectivo y de creación colectiva que es fantástico, que es la base de la creación. Aunque parezca una burrada, a veces uno se siente como en el Cabaret Voltaire haciendo algo con gente. Y luego hay una actividad más íntima, que es la actividad de escribir, que tiene que ver mucho con mi personalidad. He disfrutado mucho con todo, pero con lo que menos disfruto, y que he dejado de hacer, es con la crítica de arte. La crítica de arte me gustó mucho durante una etapa de mi vida, me trajo muchos beneficios y muchas alegrías, pero hoy en día no me dedicaría a hacerla. Vale, si alguien quiere ofrecerme crítica de arte, dada la precariedad en la que vivimos, quizá lo aceptaría, pero pero no es la actividad con la que hoy en día me sentiría más a gusto.
—Pues tenía precisamente una pregunta, solo una, sobre la labor de crítico de arte.
—Sí, claro, no hay problema.
—Desde tu labor como crítico, ¿cómo de fácil es discernir hoy en día lo que es valioso como arte de lo que no lo es? ¿O vale todo? ¿Es mucha responsabilidad juzgar y calificar la obra de alguien que ha dedicado mucho tiempo e ilusión de su vida a una obra?
—En la universidad, una de las clases que doy es justamente crítica de arte, que planteo desde una vertiente histórica y desde una vertiente muy práctica también. Y una de las cosas que trabajamos con los alumnos es no pensar que la crítica tiene que ver con la opinión, sino que tiene que ver con el análisis. Es decir, lo que hacemos es análisis de productos, o de propuestas, o de artefactos culturales que pertenecen al mundo del arte. Y ese análisis implica muchas cosas. Entonces, desde el momento en que adoptas la óptica «análisis», ya no estás haciendo opinión. Y desde el momento en el que no haces opinión, ya no es una cosa personal, sino que tiene que ver con pensar cosas como si la obra, como decíamos antes, tiene una serie de connotaciones políticas o no las tiene, cómo se contradice con la obra que se presenta o no se presenta, cuál es la adecuación entre forma y contenido… Entonces, ya empiezas ahí a trabajar otro tipo de cosas que a mí me parecen más interesantes que la opinión en plano, que yo creo que ha descalificado mucho la labor de la crítica. Eso por un lado. Por otro lado, yo siempre he pensado en qué tipo de sujeto es el comisario o qué tipo de sujeto es el crítico de arte, como sujetos que hacen algo a partir de lo que hacen otros, siempre citando, siempre interpretando, siempre copiando, de alguna manera. Y en ese sentido creo que la crítica es en sí un texto autónomo, es decir, no es dependiente de la obra de arte, como siempre se ha pensado, o de la exposición, o del artista, y al mismo tiempo que es un ente autónomo es también deudor, en la medida en la que es un texto siempre hecho a partir de otros textos.
—De todos los acontecimientos que mencionas que ocurrieron en 1964, ¿cuál ves más relevante hoy en día?
—Lo que pasa con el 64 es que esta idea de que «no hay un afuera» que estábamos hablando se instala definitivamente, y seguimos instalados en ella. Que la rebeldía, paradójicamente, vende, y que por lo tanto no hay manera de ser antisistémico, porque en cuanto empiezas a ser antisistémico ya eres parte del sistema. Y que una idea abstracta, o más o menos general, de la modernidad como un espacio de buen gusto también estaba ya asentado. No soy sociólogo, pero siempre me ha interesado mucho cómo las prácticas artísticas han sido utilizadas como elementos de legitimación de clase, y creo que seguimos en esa serie de procesos. Evidentemente, las Brillo Boxes de Warhol suponen un antes y un después en las prácticas artísticas, y todo lo que se empieza a fraguar en los años 60 califica profundamente cuál va a ser no solo el territorio del arte contemporáneo, sino a continuación el territorio de la cultura a través de la música pop y demás manifestaciones. Creo que es muy relevante e importante también, volviendo al tema de las mujeres, la presencia del feminismo y cómo aparece la segunda ola del feminismo a partir de textos clave. Todo ese tipo de cosas quedan quedan como posos en nuestra sociedad.
—Y la última: de todos los acontecimientos que mencionas en el libro, si tuvieras una máquina del tiempo, ¿en cuál te gustaría haber estado presente?
—No habría estado muy cómodo en el concierto de los Rolling Stones en La Haya [que solo duró siete minutos antes de que les destrozaran el escenario], eso seguro [risas]. Pero sin salir de los Países Bajos, las manifestaciones de los Provos habrían sido dignas de verse. Pero si tengo que escoger solo un sitio escogería poder estar en la Factory de Andy Warhol. Es el sitio. Hay una cosa que me gusta mucho de ella, y es cómo Warhol, otro personaje odiado y fascinante, hace del espacio del arte un espacio habitable, un espacio en el que mucha gente pueda sentirse cómoda, más allá de que «cualquier cosa puede ser arte», más allá de que «cualquiera puede ser artista», como decía Beuys. Y claro, estando en la Factory vas a ver pasar por allí a la Velvet Underground, vas a ver a William Burroughs, a Marcel Duchamp…
—Vienen todos a ti, no te hace falta moverte.
—Exacto. Con un solo viaje ya lo tienes todo cuadriculado.
El periodista tiene problemas graves de español, como lo prueba el hecho de que en lugar de preguntar «¿Qué importancia tienen las etiquetas y el márketing en el mundo del arte?», escribe «¿Cómo de importantes son las etiquetas y el márketing en el mundo del arte?». O en lugar de preguntar «¿Es fácil discernir hoy en día lo que es valioso como arte de lo que no lo es?» escribe: «¿Cómo de fácil es discernir hoy en día lo que es valioso como arte de lo que no lo es?»
Y también, a propósito de las artistas femeninas, en lugar de escribir «lo difícil que era para ellas florecer» escribe: «cómo de difícil era para ellas florecer».