Aplicando una imaginación desbordante que hace saltar por los aires el drama de una atmósfera como la que se respiraba en la Varsovia de la primera mitad del siglo XX, el escritor mexicano David Toscana hizo en su novela La ciudad que el diablo se llevó un formidable homenaje a esa ciudad polaca que pareció esfumarse en la tragedia; a sus mujeres y hombres que, prisioneros de los nazis y del régimen soviético, no pudieron volver y murieron; y a todos esos seres que, tocados por una especie de locura, de libertad desatada, fueron víctimas de las atrocidades de la guerra y la posguerra, haciendo sonar el llanto y el viento, la risa y el tiempo y el amor.
—Sabemos que Varsovia fue una de las ciudades más destruidas durante la guerra, y que luego de tanto luchar y de estar en el lado ganador, los polacos en vez de premio recibieron castigo: cincuenta años de comunismo soviético. Los personajes notan que, aunque la ciudad se siga llamando Varsovia, ya no puede ser la misma. Entre ruinas y con un futuro poco promisorio, ellos celebran la vida y encajan su existencia en una irrealidad más heroica y confortante que las ruinas que los rodean. Y a fin de cuentas, eso es la novela: un brindis por la vida.
—Esos personajes suelen ser anónimos o ínfimos dentro de la Historia, pero no dentro de la novela, que los convierte en su esencia. Napoleón es muy importante en la Historia, en cambio en Guerra y paz es eclipsado por una muchacha bonita y simplona llamada Natasha.
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