El novelista mexicano David Toscana se hizo escritor gracias al Quijote. Cuando era adolescente leyó la gran obra cervantina “casi por obligación”, y ya entonces le gustó. Pero al releerla a los “veintitantos años”, le pareció “una maravilla tan grande” que quiso compartir ese mundo e intentar “contar historias como lo hacía Cervantes, tener ese trato con la palabra, su libertad de pensamiento y de lenguaje”.
Y esa pasión por el Quijote late en Olegaroy, la nueva novela de este escritor, cuyo protagonista tiene mucho de quijotesco “aunque no llegue a ver molinos ni gigantes”, pero sí se mueve entre la lógica y lo absurdo y su percepción del mundo “tuerce la realidad”, afirma el autor en una entrevista con Zenda, a propósito de la publicación en España de este libro en el que, con un gran sentido del humor y una sabia ironía, reflexiona sobre la filosofía, las matemáticas, la religión, el arte, la jurisprudencia, el periodismo e, incluso, el fútbol. Temas, algunos de ellos, poco frecuentes en la novelística actual y que demuestran cuánto le gusta a Toscana (Monterrey, 1961) navegar a contracorriente.
Editada por Alfaguara, Olegaroy ganó en México el Premio Villaurrutia, uno de los de mayor prestigio de este país, por ser «una novela inteligente, sabia y con una enorme voluntad de estilo», en opinión del jurado, y también ha merecido el Premio Iberoamericano Elena Poniatowska por “su enorme osadía estilística y hondura filosófica” y por ser “una obra mayor que desmitifica a las celebridades del mundo intelectual”. Estos reconocimientos se suman a otros obtenidos por el novelista mexicano, entre ellos el premio José María Árguedas, por El ejército iluminado, y el Antonin Artaud y el Colima por El último lector. Su obra está traducida a quince idiomas.
El personaje central de la nueva novela de Toscana, el propio Olegaroy, es todo un hallazgo y provoca las carcajadas del lector con su lógica infantil y con sus máximas que, poco a poco, lo van convirtiendo en un sabio con cientos de seguidores, muchos de ellos expertos en diferentes disciplinas. Al principio, Olegaroy no sospechaba “su propia grandeza, su cualidad de sabio universal o al menos local”, pero llegó un momento en que él supo que “los historiadores del futuro compararían su muerte con la destrucción de la biblioteca de Alejandría”, aunque, probablemente, Olegaroy no tenía ni idea de dónde estaba esa ciudad ni qué textos albergaba.
A David Toscana no le gusta verse condicionado por la actualidad y suele situar sus novelas en el pasado. Olegaroy está ambientada en Monterrey, en 1949, el año en el que los periódicos hablaban sobre el futuro de Alemania, la insurrección de los karenses en Burma o el caso del cardenal Mindszenty, preso por alta traición a Hungría. Por supuesto, nuestro protagonista no sabía quién era el tal Mindszenty ni que hubiese un país llamado Burma, y por eso no entendía que semejantes noticias aparecieran en primera plana cuando lo que le interesaba a la gente de su ciudad eran los sucesos locales, en especial la muerte de la joven Antonia Crespo, asesinada a cuchilladas en plena noche, se supone que por su amante.
Olegaroy padecía insomnio y le gustó descubrir que “hubiese gente amándose y matándose en el horario de los insomnes”. “No estoy solo”, pensaba. Ese asesinato será crucial en la vida del protagonista, que decidirá investigar el crimen por su cuenta y se enfrentará a las preguntas y dudas que han inquietado al ser humano desde la antigua Gracia.
Eran muchas las cosas que no entendía Olegaroy, entre ellas la importancia que se le dio en mayo de 1949 al accidente aéreo que sufrió el avión en el que viajaba un equipo de fútbol de Turín, que se estrelló contra la basílica de Superga. “Habría que meter a dieciocho sabios en un avión y estrellarlos contra alguna basílica para ver si el mundo reaccionaba con la misma conmoción”, dice en la novela el genial personaje creado por Toscana.
El escritor mexicano lleva fuera de su país unos diez años, aunque vuelve a él con frecuencia. Ha vivido en Varsovia, en Cádiz y en Lisboa, y ahora reside en Madrid, donde quiere quedarse dos años.
“Me gusta moverme por distintos lugares”, dice este novelista que estudió Ingeniería Industrial y de Sistemas y ejerció como ingeniero durante unos años, hasta que pudo dedicarse de lleno a la literatura. “Siempre he dicho que era mejor ingeniero que escritor”, asegura durante su entrevista con Zenda, que tiene lugar en la sede de Alfaguara:
—Olegaroy es una novela inteligente, llena de sentido del humor incluso cuando hablas de temas relacionados con la filosofía, la teología, las matemáticas o la jurisprudencia. ¿Cómo surge Olegaroy?
—Surge, por supuesto, del interés que tengo en estos temas, y también es fruto de una temporada en que padecí insomnio y empecé a darle vueltas a lo que era ese problema, que no consiste solamente en no poder dormir. Es mucho más complejo, porque no estás verdaderamente despierto y tu psicología se convierte en algo cercano a la locura. Empiezas a tener paranoias, a pensar mucho en la muerte. El insomnio es ese momento de completa soledad, completo silencio, en el que uno no hace más que pensar, y los pensamientos a veces son torcidos. Y de ahí viene la novela. He tratado de mezclar el problema del insomnio con el interés por la filosofía, la teología, las matemáticas, cuestiones que, de algún modo, siempre han estado presentes en mis novelas. Yo creo que muchos novelistas tienen la obligación de ser filósofos, de que sus personajes nos hagan cuestionar el mundo a través de sus situaciones. Y esto lo vengo yo haciendo desde siempre, pero quise ver qué sucedía si pasaba a un segundo nivel, si de veras empezamos a hacer como una especie de crítica dentro de la propia novela para sacar a flotar todas estas cuestiones. Y lanzo preguntas, generalmente sin respuestas satisfactorias, como ha hecho la filosofía de toda la vida. Y si me hago esas preguntas en la novela a través de un narrador muy tramposo, no es para que el lector crea que ya le hicieron el trabajo, sino que, simplemente, doy dos pasos de un camino interminable, en el que aspiro a cuestionar el mundo a través de la novela. Y creo que las novelas que nos dan placer son esas que, cuando uno cierra el libro, sigues pensando sobre lo que cuentan y de veras te sacuden un poco, te hacen reflexionar sobre la vida, la existencia, la libertad.
—Olegaroy no es una novela de intriga, y lo de menos es quién pudo matar a la joven Antonia Crespo, sino las reflexiones a que dan lugar las pesquisas que lleva a cabo el protagonista y todo lo que se deriva de sus pensamientos y máximas.
—Sí, el crimen sirve para otras cosas. Y por eso comienzo con una cita de Simon Berkovits: “Una novela no es para buscar al asesino; es para encontrar al hombre”. Hay un asesinato, pero el mismo lector empieza a diluir la pregunta de quién mató a la joven, porque ya lo importante es pensar si dormir en el colchón de una muerta te puede curar el insomnio o si es verdad que los cadáveres son más importantes que la gente viva, y me parece que sí porque aquí, en España, está el debate ahora del cadáver de Franco, y en verdad se vuelve un asunto de interés nacional. Olegaroy decide robarse el cadáver y demuestra que asesinar a una mujer no crea tanto revuelo como robarse el cadáver de esa persona. Mi protagonista es como un niño. Tiene 53 años, pero de pronto sale al mundo y empieza a preguntarse el porqué de las cosas. Sus cuestionamientos son lógicos pero, al mismo tiempo, son absurdos. A veces, aplicar la lógica en la vida cotidiana nos choca, y preferimos la costumbre, el no preguntar ciertas cosas: la gente se levanta a las ocho de la mañana para ir a trabajar y no se cuestiona por qué un ser humano tiene que hacer eso. No, simplemente lo hace, y el día que se lo empieza a preguntar tiene dos posibilidades, o corregir su vida o entrar en un conflicto severo. Y por eso es que buena parte de la vida no la queremos cuestionar.
—¿Cuál es tu relación con la novela policíaca?
—Olegaroy es también una crítica hacia la novela policíaca. Yo no soy un aficionado a ese género, y me asusta un poco toda esta pasión por la novela policiaca, que guarda una estrecha relación con el cine y la televisión. Cuando a veces leo estas novelas contemporáneas, me doy cuenta de que ese mundo de violencia, balazos y demás lo han aprendido los escritores a través de las series, porque no es el mundo al que pertenecen, y se nota un poco caricaturesco. En mis novelas me interesa hacer una crítica y tratar de voltear la atención de los lectores a otro género literario, o más bien a una literatura que no tiene género, que sería la que practicamos algunos, pero que no está de moda.
—¿En qué personajes literarios está inspirado Olegaroy?
—Hay varios personajes literarios que me gustan mucho, y creo que el que emparenta más cercano con Olegaroy sería el de Švejk, de esa novela maravillosa checa titulada Las aventuras del buen soldado Švejk, de Jaroslav Hašek, cuyo protagonista es, como el mío, un hombre aparentemente bobalicón, pero que plantea las preguntas correctas. Podríamos comparar también a mi personaje con el Quijote, y mucha gente lo ha comparado, y tienen razón al hacerlo, con el personaje de Ignatius J. Reilly, de La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, que es también un hombre que tiene una relación difícil con su madre. Hay un espíritu dentro de mi novela de un escritor que me influye mucho, que es Joseph Roth, aunque mi personaje no lo puedo casar directamente con alguno de los suyos, pero sí hay ese ambiente que sin volverse completamente absurdo empieza a tocar ya los límites de la sinrazón. Y bueno, no sé cuántas herencias más habrá en mi libro. Muchas veces queremos ser hijos de esos escritores que nos gustan, pero es pura buena voluntad. Por ejemplo, yo al escritor que más admiro, además de Cervantes, es a Dostoievski, pero por más que quiero ser Dostoievski, no me sale.
—No es frecuente en estos tiempos leer una novela en la que se hable de filosofía, de matemáticas, de teología, de jurisprudencia, etc. ¿Te gusta ir a contracorriente?
—Me gusta, pero ya vemos que la contracorriente no es la corriente principal. Publicaron hace dos años otra novela mía, llamada Evangelia. Se trata de que a José y María les nace una niña, no un niño, y entonces es la historia de “la Mesías”. Por ejemplo, esa novela todo el mundo me pregunta por qué no ha sido un best seller, y yo mismo no lo sé, porque cuando la escribí pensé que había dado con el oro puro, pero pasó sin pena ni gloria, aunque con algunos lectores entusiastas. No sé cuál será la fórmula para que esos pocos lectores agradecidos se conviertan en muchos.
—¿Por qué sitúas la novela en 1949? ¿Quizás para alejarte de la actualidad y no verte condicionado por ella?
—Primero, porque siempre escribo sobre el pasado. No me gusta que en mis novelas haya teléfonos celulares, computadoras y esas cosas que estropean las historias. Por ejemplo, las novelas de enredo ya no podrían existir porque todo el mundo está comunicado con todo el mundo. Cuando llegó el ferrocarril, muchos escritores del siglo XIX se fascinaron con el ferrocarril y escribían historias sobre ello, porque ofrecía posibilidades como la de que el hombre que era infiel a su mujer y que estaba en París, tomaba un tren, llegaba a otra ciudad y le daba tiempo a regresar por la noche. Chéjov tiene muchos cuentos sobre el ferrocarril. A mí me gusta el pasado, alejarme de lo contemporáneo por la tecnología y porque no te tienes que ocupar de cosas muy presentes. Por otro lado, ¿por qué específicamente en el 49? Esta novela, antes de tenerla en la cabeza, lo que quería yo era escribir sobre ese accidente aéreo del Torino. Hace poco visité Turín, vi la basílica y me dieron ganas de escribir una novela sobre esto, pero nunca le encontré forma. Hasta que hallé cómo encajarlo dentro de las paranoias de Olegaroy, que siempre le tiene miedo a la muerte. Me gusta mucho cuando tomo estas decisiones casi azarosas de ubicar la novela en un año concreto y, a partir de ahí, empiezo a tratar de vivir en él y a descubrir todo lo que pasó entonces.
—En esta novela hay un gran amor por la filosofía, las matemáticas y otras disciplinas, pero también criticas la forma en la que a veces se extraen conclusiones científicas.
—Hay críticas que se pueden hacer a través de las novelas. Si a mí me dijeran que escribiera un ensayo sobre estos temas, no podría ser tan irresponsable como Olegaroy, que suelta la rata para que corra y ya se verá si la pisa, si huye de ella. Mi novela no tiene el propósito que podría tener Heidegger al reflexionar sobre el ser y el tiempo. Algunas de las ideas que tiene Olegaroy han pertenecido a la filosofía desde hace mucho tiempo. Él se cuestiona, por ejemplo, la creación del universo o el famoso “pienso, luego existo”, de Descartes, y él dice: “sufro, por lo tanto no quiero existir”, y yo creo que esa frase funciona mejor que el “pienso, luego existo”. Hay ideas que uno suelta al aire sin base científica, tal como lo hacía Freud, y no quiero suponer que esto me vaya a convertir en un gran psicólogo o en un gran filósofo, pero sí en un escritor que aspira a que el lector cuestione a través de la novela, que disfrute y que encuentre belleza en ella. A la literatura, de manera muy general, la llamamos una de las bellas artes, y para que lo sea tiene que ser bella. Lo que yo entiendo por belleza lo pongo en mis novelas.
—En Olegaroy hay también una crítica al periodismo y a la importancia que se da a determinados temas. Te centras en noticias de 1949, del tipo de “Las tropas comunistas cruzaron hoy el Yangtze desde Pykow y se situaron ante los muros de la tambaleante Nanking”. ¿No serían nombres y noticias que se inventaban los periodistas?, pensaba Olegaroy.
—Hay una crítica a ciertas noticias internacionales, pero también a los problemas cercanos, que en parte nos los inventamos, y lo hacemos porque leemos la prensa. La gran mayoría de las cosas que uno lee en los periódicos se convierten en tema de conversación cuando vas y te tomas una cerveza con los amigos, pero en el fondo son un poco irrelevantes. ¿Por qué hubo una época en que la gente podía vivir sin periódicos y, sin embargo, ahora sentimos cada mañana que tenemos que enterarnos? Y con el internet más aún, porque las noticias se actualizan continuamente. Parece que hay una pasión por estar enterados, pero luego te preguntas, y, bueno, ¿de qué estoy enterado? Yo he hecho algunas pruebas cuando he dado ciertos cursos, y le preguntaba a la gente: “¿Cuántos años tienen ustedes leyendo noticias sobre el conflicto entre Israel y Palestina?”. “Toda la vida”, decían algunos, pero ¿sabe alguien realmente lo que está pasando? ¿A dónde vamos con determinadas noticias? El fútbol para mí es un misterio, por ejemplo. Hubo un tiempo en que fui muy aficionado, pero después lo dejé. Cuando el último Mundial, en Rusia, yo empecé a ver casi todos los partidos, hasta que hubo un momento en que Neymar tuvo una pataleta y me cansé, porque ese es un juego de niñatos malcriados. No más.
—No sueles escribir novelas sobre la actualidad de México, tan dura con frecuencia.
—En novela no. Tengo una columna semanal en la prensa mexicana (en el diario Milenio) y ahí sí escribo, pero es en un suplemento cultural y no hablo de política directamente. Relaciono los temas con la historia, con la literatura… Siempre metiéndole un poquito de letras a la realidad, cosa que, además, es parte de mi vocación, porque me gusta ser promotor de la lectura, y de algún modo, con la columna le estoy diciendo a la gente que leer no es, como se dice muchas veces, evadirte de la realidad; es echarte un clavado más profundo. Cuando la gente me habla de la violencia que hay en México, les digo que todavía, a día de hoy, hay más muertes por accidentes de tráfico que por asesinatos y otro tipo de delitos. Lo de ir en coche no pertenece a la paranoia de la gente. Es como un impuesto normal que pagamos. Cada año es como si se cayeran cinco mil aviones, pero los accidentes de tráfico no son noticia y sí lo es cuando un avión se estrella.
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