A propósito de la publicación del río de cartas entre Miguel Delibes y Francisco Umbral, que transparentan un cúmulo de confesiones y emociones de entrañable amistad, entre maestro y discípulo, la infaltable presencia de sus mujeres, Ángeles y María España, completan los textos, cual testigos, cómplices y centinelas de sus mundos creativos. No cabe duda de que la mujer siempre es el eje sobre el que gira la realidad y la ficción de muchos autores.
Por el mismo cauce fluyen las correspondencias de vida y muerte, amor y desamor, pasión y frialdad, triunfos y caídas, penas y glorias, plenitud y escasez, consejos y reproches, realidad y/o fantasía de aquellos escritores que se animaron a ventilar sus cartas privadas con la mujer amada, musa de inspiración, aliada y/o confidente que, también llevó el peso de sus angustiosas y fecundas existencias. Vladimir Nabokov, en sus Cartas a Véra (1938), nos hace partícipes del tiempo íntimo compartido con una mujer a toda prueba, Véra, su “adorada y explotada esposa, secretaria, lectora, chófer, asistente, mecanógrafa, editora y cómplice”, durante medio siglo hasta su muerte. En sus cartas de aguda inteligencia y extraordinaria sutileza, el autor de Lolita se desnuda para mostrarnos los juegos y colores de su estilo que, al fin y al cabo, son las claves de su vida/obra. Las Cartas a Katherine Whitmore (2002), de Pedro Salinas, son los gérmenes de su poemario La voz a ti debida y otros libros, escritos con las voces diáfanas, perspicaces e íntimas del poeta: “Tú me has alumbrado una nueva riqueza […]. De ti sólo puede venir luz alta, luz de paraíso”. Igual que las Cartas a Louise Colet (2003), en las que Gustave Flaubert deposita en su amada el botín fecundo de sus creaciones: “El minuto en que escriba la última línea de alguna obra mía extensa, como Bovary u otras, […] iré a llevártelas, a leértelas con esa voz especial con la que me arrullo, y me escucharás, y te veré enternecerte, palpitar, abrir los ojos. De todos modos, limitaré a eso mi goce”. O este otro fragmento de confesión de sus miedos: “Mi puta y condenada novela me da sudores fríos. En cinco meses, desde fines de agosto, ¿sabes cuánto he escrito? ¡Sesenta y cinco páginas!”.
Algo similar sucede con Guillaume Apollinaire, en cuyas Cartas a Lou (2008) desfilan sus poemas, caligramas y textos ideogramáticos, a modo de prácticas literarias del autor, mientras nos expone los avances y retrocesos de su relación. En Sara más amarás: Cartas a Sara (2012) Juan José Arreola nos lleva al límite de sus miedos, enfermedades, estrecheces, pasiones y, al mismo tiempo, nos involucra en su nacimiento como escritor. De igual manera, en las Cartas a Clara (2013) Juan Rulfo nos entrega las llaves de sus dos obras maestras: El llano en llamas y Pedro Páramo, de agudísima capacidad narrativa.
Es decir, desde tiempos inmemoriales y hasta la actualidad, las cartas o epístolas íntimas se han ensartado en la estructura de la ficción o no ficción de buena parte de escritores. En el caso de Francisco Umbral y Vargas Llosa, es otro de los puntos que los convoca, a partir de un denominador común: la mujer, el leit motiv de sus creaciones. Para ambos, el reino familiar femenino fue “el primer referente del mundo”, centro sobre el que ha girado el paraíso de sus infancias: “La única novela que todo hombre lleva completa y cerrada dentro de sí”. Sin embargo, las piezas claves de la rueca de sus libros se ha complementado con la faceta de narradores-locutores que ejercieron en la radio, durante su experiencia periodística inicial, otro semillero de arquetipos femeninos e, inclusive, masculinos de sus producciones y, sin duda, otro conector, directo e indirecto entre sus vidas y obras.
La reiterativa presencia femenina en sus libros y artículos solo puede entenderse desde las pasiones, obsesiones y demonios interiores que los habitaron, a partir de la ausencia paterna y la presencia intermitente de las madres, como “una ley casi sin excepciones según la cual un novelista recrea el mundo en sus novelas a imagen y semejanza de sus demonios personales”. Para Umbral, las cartas tienen origen en el recién entrenado columnista radiofónico de La voz de León, recuperadas en el libro póstumo Diario de un noctámbulo (2008), aquella voz nocturna que parecía dialogar con la poetisa, colegiala, señorita, señora, infanta o actriz: “Buenas noches, napolitana, mujer de la blanca y roja risa cinematográfica […]. Has sido ya muchas mujeres en la pantalla, has sido más bien una mujer, siempre tú misma, […] gozosamente intermedia entre la solidez de la matrona sixtina y la gracia vocinglera de la fina ragazza”. Mientras, en Cartas a una chica progre (1973), dirige sus reflexiones “a la chica progre de principios de los años 70”. Hace una suerte de llamado a las nuevas generaciones a conocer la realidad educativa, equívoca y sesgada, y las alerta a no caer en la manipulación. Cartas dedicadas a “A Teresita Rodríguez, que iba para progre y la embarazó un ultra”, protagonista de varios libros suyos y de la segunda Carta abierta a una chica ultra (1977).
En Carta a mi mujer (2008) corrobora esa cualidad femenina heterogénea, a través de las preguntas a María España: “¿Eres mala, eres la buena, eres la niña, eres la vieja, eres la que eres o eres la otra que también (o tampoco) eres?”, naturaleza que caracteriza a sus personajes femeninos: “mujer multiplicada, dividida, barajada por el jardín, tan diversa criatura, niña a punto de perderse en el bosque/continente de los árboles, mujer que ordena el mundo como en no sé qué génesis”. En El hijo de Greta Garbo, dos columnas guían casi todo el tejido relacionado con la madre: por un lado es la enferma que, desde su lecho de enfermedad y muerte, escribe cartas de apoyo a los desprotegidos, y por otro es la madre-actriz de aparente indiferencia ante la sociedad provinciana, aunque en su perfil poliédrico confluyen varios arquetipos de mujer que la complementan: niña / madre / tía / actriz / soltera / viuda / trabajadora / obrera / luchadora. En esta asociación, el retrato literario del personaje madre se equipara con “una nación de mujeres abnegadas, desclasadas, desgraciadas, desarraigadas”. En El fulgor de África aparece como la tía/madre, Clara, que escribe cartas, “desde Madrid, en la secretaría del señor Azaña, [que] le llevaban a entender el siglo XX como una empresa de todos”, y así en muchos otros libros, donde las cartas fluyen, a modo de diarios y/o memorias.
Casi similar es la ruta de Vargas Llosa, para quien las cartas son parte fundamental de su fecunda existencia. Su creatividad incipiente nace en el Colegio Militar Leoncio Prado, donde escribía y vendía cartas de amor y novelitas eróticas a sus compañeros cadetes. Más adelante, el torrente productivo brotó como periodista radial y admirador de los radioteatros, que dará forma a los personajes de sus libros, en especial en La tía Julia y el escribidor y en Pantaleón y las visitadoras, en el que las cartas discurren al hilo de las historias. La novela Elogio de la Madrastra inicia con la carta que le escribe el niño a su madrastra: “Qué cartita mas linda me escribiste, Foncho. Es el mejor regalo de cumpleaños que me han hecho nunca, te juro”. En Los cuadernos de don Rigoberto está el personaje que cada noche escribe cartas anónimas a diversos destinatarios, mientras su imaginación ve a Lucrecia en posturas eróticas similares a las pinturas de su habitación rodeada de libros. En El héroe discreto y en Cinco esquinas las cartas de chantaje complementan el tejido ficcional que encubre los verdaderos perfiles de los personajes. En Travesuras de la niña mala las palabras de Ricardo “era la mujercita más delicada y más bella de la creación: mi reina, mi princesita, mi torturadora, mi mentirosita, mi japonesita, mi único amor” se emparentan con las cartas de Humbert Humbert y confirman que la niña mala es de la “misma estirpe de la Lolita de Nabokov”. Inclusive, El Paraíso en la otra esquina nace a partir de Peregrinaciones de una Paria (1938), el diario de memorias de Flora Tristán sobre su viaje al Perú, un personaje femenino con mayor presencia social en toda la novelística de Vargas Llosa, en cuyas cartas, a varios destinatarios, en esencia busca justicia, equidad y amor. Una mujer-icono de la transformación social y admirable precursora del feminismo.
Así también, en Cartas a un joven novelista, confiesa que “la literatura pasa a ser una actividad permanente, algo que ocupa la existencia, […] impregna todos los demás quehaceres, pues la vocación literaria se alimenta de la vida del escritor ni más ni menos que la longínea solitaria de los cuerpos que invade”. En Carta de Batalla a Tirant lo Blanc las cartas forman parte de esa “pasión sutil, abstracta, inofensiva y puntillosa, […] un juego de reglas laboriosas y estrictas”. Mientras, en Viaje a la ficción parece refrendar el uso de las cartas en la literatura: “Junto a la vida verdadera, los seres humanos hemos venido construyendo una vida paralela, de palabras e imágenes tan mentirosas como persuasivas, donde ir a refugiarnos y escapar de los desastres y limitaciones que a nuestra libertad y a nuestros sueños opone la vida tal como es”.
Sin duda, la literatura es una terapia salvífica para salir de las profundidades del ser y canalizar los encuentros / desencuentros, ausencias / presencias, afectos / desafectos a los que están sometidos los escritores: “No se escriben novelas para contar la vida, sino para transformarla, añadiéndole algo”, recalca el Premio Nobel. En definitiva, una suerte de “ley casi sin excepciones según la cual un novelista recrea el mundo en sus novelas a imagen y semejanza de sus demonios personales” para “compensar las insatisfacciones de la vida real”.
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