Rafael Navarro de Castro ha escrito una novela que es un canto a la conciencia ecológica. Cuenta la historia de una ingeniera agrónoma madrileña que, a punto de cumplir los cuarenta, decide dar un giro a su vida y trabajar a favor de ese mundo, el nuestro, que agoniza.
En este making of Rafael Navarro de Castro explica el origen de Planeta invernadero (Alianza).
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Era el año 2019. Mi primera novela, La tierra desnuda, estaba en las librerías. Aún no terminaba de creérmelo. No solo había escrito un libro sino que encima se había publicado y hasta se estaban vendiendo bastantes ejemplares. Como siempre que uno termina una tarea tan descomunal y tan exigente como escribir una novela de quinientas páginas, me sentía vacío, perdido, exhausto. ¿Qué iba a hacer ahora con mi vida? Yo albergaba serias dudas pero a mi alrededor todo el mundo lo tenía bastante claro: tienes que seguir escribiendo. Eso es fácil de decir, sobre todo para aquellos que nunca han escrito nada.
Fui a visitar a mi amigo Javier Calatrava, ingeniero agrónomo, poeta y enamorado de las letras. Me guió hasta la planta de arriba de su casa. Aquello no era una biblioteca, era un almacén. Los libros se amontonaban por todas partes, cubrían las paredes de arriba a abajo, se apilaban sobre el suelo, las mesas y las sillas. Javier iba recopilando ejemplares y me los dejaba entre las manos. Era increíble que pudiese encontrar nada en medio de ese caos. Cuando salía de su casa cargado con veinte o treinta manuales sobre cultivos bajo plásticos, Javier me despidió con una frase lapidaria que me ha acompañado en todas las fases de este proyecto: no sabes dónde te metes, este mundo es muy complicado. Y efectivamente no lo sabía. Poco a poco iba a descubrir que el invernadero es un lugar mucho más sórdido y complejo de lo que nunca me hubiese imaginado.
Durante semanas estudié sobre sistemas de fertirrigación, semillas híbridas, fertilizantes químicos y pesticidas, es decir, toda la parafernalia que hace posible que las cosechas se multipliquen y que las plantas crezcan sin descanso. Aquello era un prodigio, el milagro de los panes y los peces. La agricultura moderna había llegado tan lejos que era capaz de cultivar sin que las plantas tocasen el suelo, solo a base de química y de tecnología. Era un avance incuestionable pero yo ya me imaginaba que todo no podía ser tan bonito.
Empecé a buscar miradas críticas. Me acordé de Rachel Carson, que publicó Primavera silenciosa en 1962. Un viejo ejemplar de Luchar por la esperanza apareció por mis estanterías. A Petra Kelly también le preocupaba mucho la industrialización de la agricultura y había denunciado ya en los años ochenta sus peligros y sus excesos. Mi investigación continuó con Vandana Shiva, Marie Monique Robin e Isabel Saporta. En seguida me llamó la atención que todas esas voces críticas con la agricultura industrial fuesen femeninas, y me pareció curioso que todas esas mujeres que habían denunciado los desmanes de la agroindustria hubiesen sufrido los mismos insultos, las mismas descalificaciones y las mismas amenazas. Estaba claro que la protagonista de mi historia tenía que ser una mujer, una mujer normal y corriente que nos iba a mostrar las enseñanzas de sus predecesoras y tendría que afrontar las mismas consecuencias. Sara acababa de nacer, pero aún no disponía de una biografía. Estudié las de Rachel Carson y Petra Kelly para que me sirviesen de modelo. Decidí que Sara iba a ser una ingeniera agrónoma que a lo largo de la novela nos iba a mostrar el lado oscuro de la agricultura intensiva, los daños sociales, medioambientales y hasta de salud pública de los que nadie quiere saber nada. Y como el paso del tiempo en La tierra desnuda, que abarcaba ochenta años, había entrañado bastante dificultad, resolví que esta nueva historia se limitase a doce meses. O sea, que ya tenía un plan. Un año en la vida de una ingeniera que trabaja debajo de los plásticos. Y ese año iba a ser el 2020. Puede que la idea fuese un poco pretenciosa, pero me propuse escribir sobre el presente en tiempo real, es decir, narrar lo que iba aconteciendo en el mundo, en España y en los invernaderos conforme sucedía.
Me puse a escribir a primeros de enero. Ya tenía bastante claros el principio y el final. Ahora venía lo más complicado. Había que encontrar la voz, el tono, el ritmo. ¿Quién iba a contar esta historia? ¿Desde dónde? ¿Quién sería el narrador? Tres meses después aún no lo tenía demasiado claro, y fue entonces cuando llegó el confinamiento. Todo el proyecto se fue al traste. No me interesaba contar la historia de una ingeniera que se tiene que pasar meses encerrada en su casa, aplaudiendo desde los balcones. La historia no podía desarrollarse en el 2020, porque ese año fatídico se había convertido en otra cosa. Tenía un centenar de páginas escritas que no servían para nada y encima parecía el fin del mundo. Yo también estaba confinado y se imponía la sensación de que era absurdo dedicarse a escribir teniendo en cuenta el estado de las cosas. Resultaba paradójico. Estando encerrado disponía de todo el tiempo del mundo para la escritura, pero el estado mental no me acompañaba. Aparqué el trabajo hasta el verano. Lo retomé a mediados de agosto, cuando parecía que se podía volver a respirar. ¿Qué iba a hacer con todo el material que había acumulado? Puesto que la historia no podía suceder en el 2020, trasladé la acción al 2019. Hice un calendario de ese año con todos los sucesos reseñables para incorporarlos en el texto.
El trabajo de campo se había visto pospuesto por el confinamiento. Ya había leído decenas de libros y había buceado en internet. Era preciso sumergirse también por debajo de los plásticos. Con ayuda de algunos amigos, conseguí introducirme en el planeta invernadero. No fue fácil. Me costó mucho ganarme la confianza de la gente. Entrevisté a agricultores, inmigrantes, transportistas, periodistas, técnicos de laboratorio, ecologistas y hasta algunas ingenieras cuyas experiencias eran muy similares a las que yo había ideado para Sara. Poco a poco fui conociendo a los personajes que ya había perfilado para mi historia. Toda esta gente debería haber aparecido en una página de agradecimientos, y así habría sido de no ser porque todos ellos, sin excepción, me exigieron desde el principio el más absoluto anonimato. Si no hubiesen confiado en mi discreción nunca me hubiesen contado la verdad que se esconde por debajo de los plásticos, que es la materia y la sangre de este libro. Creo que fue más o menos por entonces cuando decidí que, puesto que mi protagonista existía realmente, debía ser ella la que llevase la voz cantante. Me puse a escribir en primera persona. Después de todas estas investigaciones y peripecias, ahora empezaba lo más difícil. La primera persona exige al autor un esfuerzo suplementario. Debe convertirse en su protagonista. Me llevó meses encontrar la voz de una ingeniera agrónoma que va a cumplir cuarenta años y que, en plena crisis existencial, se propone cambiar su vida de arriba a abajo. No es que cambie de domicilio, de trabajo y hasta de pareja, es que va a cambiar su forma de pensar y de relacionarse con los demás y con el mundo. Esta transformación iba a ser el tema central de la novela. Los personajes me hablaban. Oía voces. La historia ya estaba en mi cabeza, se había adueñado de mi mente y de mi vida. Tardé tres años en sacarla de ahí y plasmarla sobre el papel. En octubre de 2023 puse el punto y final a mis obsesiones. El libro estaba terminado. Lo llamé Planeta invernadero, ese planeta azul en el que vivimos todos que gira sobre sí mismo y da vueltas alrededor del sol, ese planeta que tan concienzudamente estamos destruyendo.
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Autor: Rafael Navarro de Castro. Título: Planeta invernadero. Editorial: Alianza. Venta: Todos tus libros.
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