Hidrógeno, enanas blancas, gigantes rojas, Big Bang… El académico e historiador de la ciencia nos habla de algunos fascinantes fenómenos cosmológicos
Esta es una historia que tiene que ver con nosotros y con la “entidad” que nos ha “producido”, el Universo. Es una historia de nacimientos, transformaciones y también de muerte, y tiene como protagonista principal al carbono, el segundo elemento químico más abundante —en torno al 18 por ciento— en el cuerpo humano, aunque no como elemento aislado sino formando parte de otros compuestos, como proteínas o grasas. Es una historia que comienza en realidad con el principio de todo, con un acontecimiento —el Acontecimiento— que conocemos pero cuyo porqué no sabemos explicar: el Big Bang, el inicio de la historia del Universo.
En las estrellas —hornos descomunales— compiten la atracción gravitacional y la presión de los procesos termonucleares que tienen lugar en su interior; en las capas más profundas, la presión que ejercen las capas superiores hace que el hidrógeno se transforme en otros elementos químicos más pesados (fusión nuclear), comenzando por el helio. El destino final de este proceso conduce, por ejemplo, a las gigantes rojas (nuestro Sol se convertirá en una tan grande que terminará “tragándose” a Mercurio, Venus y posiblemente a la Tierra), a estrellas de neutrones, a agujeros negros o a las muy abundantes enanas blancas. Y no olvidemos las homéricas explosiones denominadas “supernovas”, que difunden por el espacio los elementos pesados que se han ido generando; nosotros —“polvo de estrellas” como se suele decir— somos posibles gracias a esas catástrofes.
Señalaba antes que las fusiones nucleares que se producen en el interior de las estrellas producen elementos más pesados que el hidrógeno. El helio aparece en primer lugar, pero luego viene el carbono. La inmensa mayoría de enanas blancas —cuyo radio típico es la centésima parte del radio del Sol— están compuestas por carbono y oxígeno. Incluso puede que domine tanto el carbono que se conviertan en realidad en “gigantescos diamantes en el espacio”; esto es, que cristalice en una de las formas que adopta el carbono, la más apreciada por nosotros.
Podría pensarse que esto es una mera posibilidad teórica y que no existen tales “diamantes cósmicos”, pero no es así: en 2014 se anunció que se había identificado un sistema doble, alejado 870 años-luz de la Tierra, formado por una enana blanca de masa 1,05 veces la de nuestro Sol, que orbita en torno al púlsar PSR J222-0137 (una estrella de neutrones que gira con gran rapidez, 30 veces por segundo), cuya masa es 1,2 la del Sol. De las observaciones realizadas los astrofísicos dedujeron que esa enana blanca está compuesta de carbono cristalizado en una variante de la estructura cúbica —la estructura del diamante—, es decir el mega-diamante al que hacía referencia antes. De hecho, anteriormente, en 2011, ya se había encontrado un sistema doble similar, solo que la enana blanca-diamante era más pequeña.
Sería un mal chiste, demasiado obvio, añadir que si los humanos llegásemos a alguna de esas estrellas-diamante el precio de estas codiciadas joyas disminuiría radicalmente. Como en tantas otras cosas, conformémonos con lo que tenemos en nuestro planeta y no elucubremos sobre posibles aventuras o existencias en lugares extraterrestres lejanos. La solución de nuestros problemas no se encuentra, como decía Stephen Hawking, en el espacio, sino aquí, entre nosotros.
Recordemos, además, que los diamantes —los terrestres— sirven para más cosas que para pavonearnos con ellos. A principios de este mismo año, un artículo en la revista Nature informaba de que se había demostrado experimentalmente que la estructura del diamante es capaz de resistir presiones que pueden superar cinco veces la existente en el núcleo terrestre, un hecho que ayudará en el estudio de exoplanetas ricos en carbono, y que contradice la expectativa de que a presiones de esa magnitud dominarán otras estructuras.
A presión atmosférica y temperatura ambiente la forma de carbono más estable es la del más humilde grafito, el de la mina de los lápices, aunque también el moderador en reactores nucleares. Es útil el grafito, no cabe duda, pero más lo es el carbón, roca sedimentaria muy rica en carbono, producto de la descomposición de vegetales que existieron especialmente en el apropiadamente denominado período Carbonífero (hace entre 360 y 300 millones de años) y que una vez cubiertos de agua y apartados del aire se han ido descomponiendo lentamente. Se trata, como es bien sabido, de un recurso no renovable, del que los humanos nos hemos servido despiadadamente a lo largo de la historia (en menor medida continuamos haciéndolo). Nos protege del frío, mueve innumerables máquinas de las que nos servimos, pero también emponzoña nuestra atmósfera, nuestros ríos y otros enclaves terrestres, además de condicionar nuestras economías. La historia de la humanidad, especialmente la de los últimos siglos, no se puede entender, en definitiva, sin tomar en cuenta al carbón, como bien demuestra Capital fósil (Capitán Swing), de Andreas Malm.
Pero el carbón también puede emponzoñar los cuerpos humanos. No por conocido lo que narra me ha conmovido menos el libro de Noemí Sabugal Hijos del carbón (Alfaguara), un “viaje físico y sentimental por las vidas alrededor del carbón”. Es un libro de esos de los que no podemos despegarnos una vez que se leen sus primeras líneas, que no quiero dejar de citar: “Mi abuelo José tenía una nube oscura en el pecho. Sus pulmones eran una esponja negra que había absorbido durante dos décadas el polvo del carbón”. José había sido minero.
____________
Artículo publicado en El Cultural.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: