A principios del siglo IV, el cristianismo había ganado muchos adeptos en el seno del Imperio Romano. Tanto era así, que en el Senado existían dos facciones antagónicas: una que apoyaba la religión monoteísta y otra que seguía defendiendo las tradiciones paganas. Este conflicto generó una controversia no resuelta con el paso del tiempo y que fue heredada por los emperadores desde Constancio II hasta Teodosio. La disputa en sí se centraba en una decisión que afectaba a la conocida Estatua de la Victoria, icono pagano que, como no, provocaba la irritación del mundo cristiano. Así, dependiendo de las afinidades del emperador, este decidía colocarla presidiendo el senado o bien la retiraba de la vida pública. Con el triunfo definitivo del cristianismo en el año 380 se zanjó la discusión y, en consecuencia, la escultura fue condenada al ostracismo de forma definitiva.
Hoy, unos cuantos miles de años más tarde, seguimos como estábamos entonces: tratando de borrar el pasado para cambiar el futuro. Los talibanes del cristianismo estaban convencidos de que si lograban eliminar toda representación del paganismo, su fe se extendería con mayor rapidez. Hoy, los talibanes de los derechos humanos creen que eliminando estatuas de esclavistas, descubridores, generales confederados, colonizadores, o, en general, cualquier personaje público sobre el que recaiga la sombra de la duda de haber sido racista, van a lograr que las desigualdades sociales desaparezcan. Algunos ni siquiera se lo creen, pero no me vaya usted a negar que no mola tirar abajo una estatura de un tío a caballo o arrojar al fondo de un río la de ese malnacido —cuyo nombre no había escuchado jamás y que tampoco me he molestado en memorizar— que comercializaba con esclavos en pleno siglo XVII, es decir, antes de ayer. El listado es interminable y sumidos en esa orgía vandálica no se salva siquiera ni el responsable de abolir la esclavitud en Estados Unidos, Abraham Lincoln.
Algo malo habrá hecho.
Particularmente me parece una absoluta necedad juzgar la historia y a los individuos que tuvieron algún papel protagónico desde una perspectiva actual. Como estúpido me parece avergonzarse ahora por la existencia de películas como Lo que el viento se llevó o series como Friends, acusadas de hacer apología de la esclavitud o del supremacismo de la raza aria. Nadie se ha pronunciado sin embargo contra La hora de Bill Cosby, Cosas de casa o El Príncipe de Bell Air. Curioso.
El peligro, y no es uno menor, es que al exterminar de nuestra memoria a determinados personajes históricos olvidemos quiénes fueron y lo que hicieron. ¿Era Winston Churchill un político supremacista que menospreciaba otros pueblos? Seguramente. Juzguémosle por eso, claro que sí, señalémosle con el dedo por ello, pero sin olvidar que también tuvo un papel determinante en la derrota de la Alemania nazi. ¿Pedro Madruga, alias Cristóbal Colón, consideraba a las poblaciones indígenas como seres inferiores? Por supuesto, igual que el resto de seres humanos nacidos en el siglo XV en cualquier nación bajo el influjo del catolicismo. ¿Merece por ello ser borrado de los libros de texto como uno de los personajes con mayor determinación de su época? Yo creo que no. Y voy más allá: estoy convencido de que cualquier personaje que haya pasado a la Historia cuenta con no pocas oscuras razones para que hoy mancillemos su recuerdo, porque, nos guste o no, antes que personajes fueron personas. Personas, sí, con sus defectos y virtudes, como usted y yo.
Centrémonos, por tanto, en luchar por eliminar las diferencias sociales, raciales, sexuales y de cualquier otro tipo de condición mirando hacia delante, y, si lo hacemos hacia atrás, que sea para aprender de lo que hicimos mal en el pasado. De otro modo, estaremos condenados a repetir nuestros errores.
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